Una verdadera fatalidad (relato breve)

Una verdadera fatalidad (relato breve)

Tomás Molina

09/03/2019

Llegué a la cita temprano y esperé al hombre en la cafetería del hospital. Habíamos hablado por teléfono dos días antes. Iba por el segundo café cuando llegó.

“¿Jorge Correa?” preguntó.

“Sí. ¿Rubén Marino?”

Asintió con un gesto mientras se sentaba. Estaba bastante demacrado, la camisa arrugada, la barba crecida.

“No tengo mucho tiempo, mi hija está en coma pero puede despertar. ¿De qué se trata?”

Tomé un sorbo de café. Estaba tibio. Miré a través de la ventana. El parque estaba cubierto de nieve.

“Es difícil,” dije, “pero tengo que contarle algo.”

“Lo escucho.”

“Hace dos semanas,” comencé, “una mañana muy temprano, yendo a mi trabajo en el auto, un camión me llamó la atención. Era un camión pequeño, blanco, y al arrancar en un semáforo lo hizo abruptamente, al punto que casi subió a una vereda. Yo iba en la misma dirección, así que comencé a observarlo. Vi que zigzagueaba; no mucho, pero zigzagueaba. Me puse a la par y miré al conductor. Era un muchacho joven, cabeceaba como si no pudiera mantenerse despierto, no parecía estar bien. Volví a ubicarme detrás del camión y llamé al número de emergencia de la Policía. No contestaba. Corté e intenté de nuevo. Mismo resultado. Volví a marcar y puse el teléfono en manos libres.”

Hice una pausa para que la chica que atendía las mesas tomara el pedido del hombre. Hubiera encendido un cigarrillo, pero estaba prohibido fumar. Pidió agua mineral y me miró sin decir palabra, esperando que continuara.

“Seguí al camión, que continuaba zigzagueando, durante un buen trecho, tal vez dos kilómetros. La Policía seguía sin atender. Nos acercábamos a la intersección en la que yo tenía que desviarme. No sabía qué hacer. Esa mañana yo tenía una reunión importante y no quería llegar tarde. Pero me preocupaba dejar que el camión siguiera su ruta. Pensé en pasarlo y obligarlo a detenerse. Pero era peligroso, podía causar un accidente. Y si lo lograba, iba a tener que esperar a la Policía, dar explicaciones. No iba a llegar jamás a horario a la reunión.”

Otra pausa. La chica trajo el agua mineral; era de ésas baratas que vienen en botellas de plástico azul. Tomé un sorbo del café ya frío. El hombre seguía en silencio; no tocó la botella.

“Finalmente me desvié. Dejé que el teléfono siguiera llamando, pero la Policía nunca contestó. Cuando llegué a la oficina, corté.”

Interrumpí el relato. Saqué los cigarrillos del bolsillo. Los puse sobre la mesa. Volví a guardarlos. El hombre me miraba sin decir nada.

“Al día siguiente leí en el diario la noticia: un camión como el que yo había seguido había atropellado a una niña y a su madre. Cruzaban la calle por una senda peatonal rumbo a la escuela. La mamá murió en el acto, la nena fue hospitalizada. Me desesperé. Era mi culpa. Yo podría haberlo impedido. Me llevó dos semanas juntar el valor para venir a verlo.”

El pocillo de café estaba vacío. El paquete de cigarrillos pesaba en mi bolsillo. Quería levantarme e irme, pero estaba clavado a la silla.

“¿Llegó a tiempo a su reunión?” preguntó el hombre mirándose las manos, como si no supiera qué hacer con ellas.

“Sí,” respondí, y sentí la boca seca.

“Qué quiere,” preguntó, esta vez sin quitarme los ojos cansados de encima.

“Quiero pedirle disculpas, decirle que lo siento, que si hubiera sabido lo que iba a pasar hubiera actuado de otra manera. Yo estaba atrasado, era una reunión importante. Fue una verdadera fatalidad. Realmente lo siento enormemente. Desde ese día me cuesta dormir, no logro pensar en otra cosa. No sé qué hacer.”

El hombre contempló un instante el jardín nevado a través de la ventana. Volvió a mirarme.

“Se siente culpable y quiere que yo lo perdone,” dijo.

“¡Sí!” exclamé sin poder contenerme. “No sabe en que infierno vivo.”

“Es cierto,” dijo, “no lo sé, ni me importa.”

Después se levantó, dio media vuelta y se alejó.


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Foto: Raj Eiamworakul / Unsplash

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