Entre azules

Cantó el gallo y Petra deslizó su pie descalzo sobre el frío y húmedo suelo sin tan siquiera abrir los párpados. Era un ritual sellado en su cuerpo del que ya ni tenía consciencia. Calentó agua para sorber un poco de té que aclimatara su cuerpo y cómo no, su espíritu, en tanto su alma comenzaba a despertar.

Todos los días, en su soledad, se abrigaba con una estoca raída y salía al alba a dar de comer a las gallinas, revoltosas y alegres, ignorantes de la tristeza y resignación anclada en aquellas manos que las alimentaban.

Y el día transcurría lento y silencioso, interrumpido por vahídos aleatorios y cacareos constantes, durante el cual pocas o ninguna palabra cruzaba Petra con alguna otra persona que milagrosamente pudiera aparecer en aquella remota granja abandonada de la mano de dios.

Al caer la tarde, tras haber alimentado a sus animales, recolectado lo escaso que le ofrecía la tierra y abastecido su maltrecho cuerpecito de lo necesario para alcanzar un nuevo amanecer, se recostaba en la desvencijada mecedora que la abrazaba cálidamente, supliendo el abrigo humano del que carecía hacía tanto tiempo, y junto a unas brasas resistentes, contemplaba aquel dibujo que hacía cuarenta y tantos años había adquirido en un mercadillo, en algún pueblo cercano del cual ni recordaba el nombre, cuando los días aún vestían su vida de color y se alimentaban de sueños, mientras aguardaban con anhelo un mañana.

Su mirada se perdía en aquellos azules gastados por el tiempo, que en distintas gamas le mostraban un cielo brillante coronando olas juguetonas de un infinito océano.

Nunca había visto el mar.

Nunca había oído si quiera hablar del él antes de que su juvenil curiosidad topara con aquel poster abandonado entre cachivaches viejos a la espera de un nuevo dueño.

Desde entonces, supo que habría de ir a su encuentro, quizás no hoy, o mañana, o pasado mañana, pero seguro algún día.

Cada tarde, tras fijarlo al viejo muro con un pegote de resina, se perdía en el paisaje imaginando el olor a salitre, el canto de la marea, la caricia de la brisa y la tibieza de la arena bajo sus pies. Cada día, despertaba con la certeza de que pronto, muy pronto, cerraría tras de sí la puerta del pasado, abandonaría la ponzoña que invadía su alma y caminaría hacia aquel paraíso, manso y salvaje a la vez, que la llamaba insistente para abrazarla y salvarla de su aciaga existencia. Cada mañana, cada jornada, año tras año. Siempre supo que alguna vez, pronto, se sumergiría en aquellas poderosas aguas limpiando los posos de miseria que arrastraba.

Cada amanecer, cada atardecer…

Cuando un día un caminante extraviado dio a parar con la granja de Petra y entró a pedir algo de agua, encontró en una vieja hamaca el cuerpo de una mujer de pelo cano sin vida, en paz, abrazado a un viejo dibujo azul.

Olía a mar.

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