Delirios de paraíso

Delirios de paraíso

Ana Pérez

26/03/2017

Mares cristalinos que se extienden más allá de la vista de los mortales, playas de arena tan blanca que mi piel parece morena, bosques de árboles tan altos que los dioses mueren de envidia.

Densos.

Verdes.

Frondosos.

Diluvios de nieve.

Y cielos azules que compiten con las nubes, que dibujan artistas olvidados entre brumas.

Dramas.

Y damas que se pintan los labios rojos para tentar al destino, a caballeros de armadura de oro.

Bobos.

Se venden por joyas de plata. Tesoros sin valor. Sin conocer la importancia del dolor. Incapaces de querer. Caen eclipsados con la mera mención del placer.

Placebo.

Hombres débiles que no saben de arte ni cultura. Ignorantes mendigos del amor desmedido. Sin medida. Sin poner anillo en los dedos de aquellas que no quieren cadenas.

Encadenadas.

Rogando por sus besos envenenados.

Robados.

Tirados en la calle cual pobre desdichado, piden su limosna para pasar el día. O la noche. O ambas.

Desesperados.

Buscando su chute de sudor y sado. Como la dosis de coca de un drogadicto.

Adicto.

Y adictas.

Ligeras de ropa.

Y de peso.

Mil sesos esparcidos en las aguas de invierno, que sin quererlo acaban siendo peces despistados.

Desdichados.

Acabados.

Perdidos.

Y sin nada que perder.

Nadan entre las piernas de aquellos cielos fríos.

Helados.

Congelados.

Hielo.

Diamantes escondidos entre montañas de banalidad. Y vanidad que no cesa en su empeño de crear el rascacielos mas alto de la faz de la tierra. Egocentrismo al whisky. Creciendo hasta el mar de arriba.

Espacio.

Inmensidad.

Altura.

Pero llegan astronautas pisando la luna.

Pura.

Perpetua.

Impasible.

De cristal opaco.

Débil.

Inútil.

Contemplando con tristeza la continua destrucción de aquella playa.

Cobardes.

Se eximen de culpa. Se llenan de gloria.

Destruyen.

Y solo dejan huellas y banderas.

Rotura.

Descosidos.

Grietas que rompen la estética inventada por mentes trastornadas. Locos sin medida, a desmedida.

Despedidas.

Alcohol.

Con un cóctel rosa decorando mi mano desnuda, o desnuda yo, o la playa entera. Jirones del color del cielo al rededor de la cintura. Del cuerpo a contraluz. Surcado por barcos que no saben de curvas. Perdidos entre lianas sin pudor ni cordura.

Hiedra.

Desmesura.

Con miembros de otros cuerpos inventándose mi piel herida. Con cuerdas.

Atada.

Enredada.

Nudos en el pelo. Y una pajita violando mis labios que piden guerra. Guerrera en aguas transparentes, inexistentes. Delirios de belleza. Y de grandeza.

Horizontes indistinguibles, distorsionados por la distancia. Distancia distorsionada. Que distorsiona. Y un cuerpo enfundado en cuero, tirado en la arena.

Expuesto.

Carne.

Piel a tiras.

Blanca.

Necrosada.

Rosada.

A la sombra de aquella palmera plantada sin razón ni sentido. Sin sentido. Pero en un bello paraíso. Tan eterno que los dioses sienten solo celos. Se quedan ciegos. Y de ojos ciegos crean humanos envidiosos. Colonizan el bosque, y la arena, y el mar, y hasta el cielo.

Olimpo de ruinas.

Destrucción, distorsión y la guerra que piden mis venas.

Ardiendo.

Rojas.

Como los labios pintados en noches de fiesta.

Resaca.

Arte.

Muerte.

Paraíso.

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