La estación de Lyon encierra misteriosos secretos que jamás han sido desvelados.
Odette había abandonado a su burgués marido, quién no disponía del lapso para descubrir que su traición tornaba al color del café.
El toque de queda había comenzado. La bruma espesa se colaba por los callejones más recónditos de la ciudad parisina desamparando el ruido nocturno de la muchedumbre. El silencio se había hecho cómplice del acero de las balas que buscaban el abrigo del color verde, rojo y blanco.
Los argelinos utilizaban las tinieblas para encontrar refugio. Nadine se servía de las sombras para reunirse con su amada.
El rojo de la sangre había cubierto los cuerpos de las amantes de Lyon. Odette cayó con violencia sobre los rieles del tren, único testigo de su amargo final.
Nadine se cobijó bajo un manto de entrañas de donde extrajo la única parte de libertad que quedaba de su amada, su hijo.
La pesadumbre delegó en los ojos de Nadine una fuente cristalina de lágrimas, que desembocaba en los labios de «la libertad» y que amamantaba con la blancura de su leche.
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