La última habitación

La última habitación

Jürgen Aröo

03/03/2019

Había algo en aquella estancia que le hizo sentir un escalofrío. Algo que no le ocurría desde hacía casi treinta años. Nada más entrar, un olor triste y dulzón le arañó la nariz. Sus primeros pasos fueron algo más torpes de lo que solía ser habitual en él. Parecía sorprendido porque hubiese moqueta. La suela de goma de sus zapatos flotaba sobre aquella superficie de una forma grimosa, como si estuviese andando sobre gusanos y lombrices. Alguien le dijo una vez que lo más importante para este trabajo eran los primeros dos pasos. Si los dos primeros pasos iban bien, el resto sería pan comido. Kuklinski siempre hacía la misma coreografía cuando entraba en un lugar desconocido. Uno, dos. Uno, dos. Lo había hecho cientos de veces. Pero esta vez era distinto.

Un pequeño pasillo mal iluminado hacía de recibidor. La luz era suficiente para ver varias escenas de caza dispuestas sin gracia. Óleos con perros, halcones y Dianas colgados sin patrón alguno a lo largo de la pared de papel pintado. Al fondo, una puerta entornada desprendía un halo rancio y naranja. Kuklinski avanzó por el pasillo, irritado aún por esa moqueta que no le dejaba escuchar si estaba siendo demasiado silencioso para este oficio. La sensación de haber estado ya antes en ese lugar se apoderó de él, aumentando a medida que se acercaba al umbral. Sacó algo de su bolsillo y lo miró detenidamente durante unos instantes. Con un ademán automático, casi sagrado, volvió a guardarlo en el mismo sitio de dónde lo había sacado y continuó la liturgia con marcha fúnebre. Empujó cuidadosamente la puerta con una mano mientras sostenía su vieja Beretta en la otra. Al otro lado, Kuklinski se encontró un dormitorio en penumbra con una peculiar disposición: dos armarios de caoba a ambos lados de la habitación dispuestos uno frente a otro de forma simétrica y, junto a ellos, dos espejos de peltre bruñido colocados de la misma manera, enfrentados. Un gran ventanal se situaba alineado con la puerta, vestido con unas cortinas de un terciopelo parduzco, a juego con el ambiente que se respiraba allí dentro. Bajo el ventanal, una cama grande y desecha. Sobre esta, un hombre sentado al que sólo podía intuir al contraluz de la ventana.

-Te estaba esperando.

-Cierra la boca. No tendrás que esperar mucho más.

–Contestó un sorprendido Kuklinski.

-¿Sabes que seré el último, verdad?

-Cállate cabrón o haré que esto sea mucho peor de lo que ambos queremos.

-Tranquilo, Kuklinski. Si esto sale mal para ti, yo seré al último hombre que veas. Y si sale como tú quieres, dejarás esta vida. Te lo has prometido.

-¡He dicho que cierres la puta boca! Ni si quiera te conozco, tarado. –La voz de Kuklinski sonó tan hueca como sus zapatos sobre la moqueta. Un reflejo metálico entre las manos de aquel hombre, desveló que manejaba un revolver entre ellas. –Si te mueves pintaré la pared con tus sesos, ¿me has oído? –Continuó, incapaz ya de sonar convincente.

-Verás, estoy aquí para ofrecerte un trato. Si me dejas ir, podrás seguir con tu vida, pero no esta vida de mierda, sino una verdadera vida. A cambio, yo ocuparé tu lugar. Te ofrezco mi vida por la tuya. Así de sencillo.

Kuklinski, el hombre del saco, el ángel exterminador, el sicario del que medio mundo había oído hablar pero nadie conocía porque, quién lo hace, no vive para contarlo; estuvo a punto de desplomarse allí mismo. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para que sus rodillas no se quebrasen como las de un potro recién nacido. Hace unos años, ese hombre sólo hubiera abierto la boca para suplicar misericordia. Eran pocas o ninguna las normas que Kuklinski había seguido a lo largo de su vida, pero hubo una que siempre estuvo ahí: nunca mataba a nadie por la espalda. Le gustaba ver la cara de quién iba a morir. Pero esta vez era distinto.

-Muy bien. Veo que lo estás pensando –prosiguió la figura recortada por la luz naranja–. Si no aceptas, tendré que matarte. O quizás lo hagas tú. Aunque lo dudo. Ya eres viejo Kuklinski. Tu último trabajo fue una verdadera chapuza. Yo ocuparé tu sitio. Podrás llevar la vida que quieras, cualquiera menos esta. Dime, ¿qué decides?

La sensación de haber vivido aquella situación, de haber estado antes en ese lugar, volvió a golpear a Kuklinski justo entre los ojos. No sabía cómo ni cuándo, ni siquiera si conocía a aquella sombra sentada sobre esa cama mugrienta. De lo único de lo que estaba seguro era de que, de aquella habitación, sólo saldría un asesino. Cuando uno lleva toda una vida dedicado a un negocio como este, desarrolla un sexto sentido para las situaciones que tienen que ver con la vida y la muerte. Por eso intentó contestar más rápido de lo que había disparado nunca.

-Con una condición.

-¿Cuál?

-Déjame ver tu rostro.

El hombre de la cama soltó una especie de graznido oxidado, o lo que debía ser una carcajada. –No, Kuklinski, no… No cometeré el mismo error que tú. Ahora, lárgate.

Kuklinski observó aturdido como aquel hombre dejaba su revolver sobre la cama en un gesto mitad despedida, mitad advertencia. Ya no soportaba más ese olor dulzón que inundaba toda la habitación. Al darse la vuelta dispuesto a salir de allí, en uno de los espejos de peltre, le pareció ver por un segundo el reflejo de un viejo. Un viejo al que le usurparon su puesto en otra ocasión. Un viejo al que le perdonaron la vida en una habitación de hotel similar a esta. Un viejo al que no se atrevió a volver a mirar. Esta vez era distinto.

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