Bajo del colectivo. El bullicio empalagoso del verano bonaerense me envuelve como una lengua húmeda. Me bajo como siempre unas cuadras antes. Nunca sé exactamente dónde me bajo, no miro la altura de las calles, no pregunto, pero lo hago antes, siempre un poco antes. Camino entre los puestos de baratijas, gorros, diarios y revistas, hechos con mesas improvisadas con caballetes. Un hombre me ofrece perfumes que imitan a otros perfumes, otro películas en dvds. Me detengo en uno de ellos y compro un par de medias de Boca, no son realmente de Boca, pero su precio es irrisorio. Me regreso. Deme dos, mejor. El calor es agobiante y las gotas de transpiración que logran colarse dentro de mis ojos me hacen arder, es como llorar pero al revés. Los chicles pegados en la vereda de años pasados despiertan de su letargo y se aferran a las suelas de mis zapatillas, haciendome dificil y algo ridículo caminarpor momentos. De La música suena cada vez más fuerte, venga de un negocio de ropa, o de un fiat 1500 modificado con vidrios polarizados y un sistema de sonido como para un show en un estadio de fútbol. Cumbia o reggaeton y viceversa. Miro el reloj en el telefono, son las 16:55. Ya estoy cerca, reconozco la cercanía en la arquitectura. Trato de no dejarme tentar por otra baratija y doblo la esquina.

Camino una cuadra y doblo a la derecha.

La calle Ministro Carregal pertenece a otro mundo. Casi como entrar a otra dimensión, allí la música y los ruidos no llegan. Parece el fondo del mar. Un barrio de casas bajas, ningún comercio. Durante esas últimas dos cuadras siempre es otoño. Nadie a la vista. Un paisaje gris, serio casi de cementerio. Ya no hay distracciones, entonces se hace más evidente la sensación de siempre. Me pregunto una y mil veces qué es lo que siento. Pero una vez más, me es imposible descifrar la respuesta. Una mezcla de tristeza larga y sin horizonte quizás, pero con miles de componentes más profundos, indescriptibles. Lo único que sé, con toda la certeza de mi corazón, es que ahora, y al menos por las próximas dos horas no importa en absoluto lo que yo vaya a sentir. Algun día habrá tiempo para mi.

Llego al frente del edificio. De afuera parece una casa más, dos pisos, algo impoinente, pero bien cuidada, demasiado prolija. Me acerco a la puerta y espero un momento. Hago tiempo para que la Señora Silvia me vea llegar através de una de sus cámaras y me abra la puerta sin necesidad de tener que tocar el timbre. Siempre guardo esa esperanza cuando llego, de esa manera tengo la sensación de que el dolor puede hacerse al menos un poco más llevadero. Pero esta vez no tengo suerte. Me muevo un poco mirando de cámara en cámara frente a la enorme puerta de metal, pero nada sucede y ya comienzo a sentirme francamente ridículo.

Toco el timbre. Ese terrible y ensordecedor timbre. Y para colmo, por más breve y tímida que sea la presión que uno ejerza sobre el diminuto botón de acero, la duración del sonido siempre es igual de estridente y brusco. No es lo mismo entrar a un lugar con el sonido de un timbre u otro. Entonces de repente, y en un diálogo violento e impersonal, a la voz del timbre le contesta una chicharra no menos desagradable, una octava más grave, y con un impulso de choque eléctrico, como si uno conectara a un animal muerto a 220, la pesada puerta se desprende de su marco, y queda frente a mi entornada, dándome la chance de entrar, pero algo de recelo. Tomo coraje y la abro. Entro, y algo en mí se cierra.

El hall de entrada tiene todos los elementos de tortura necesarios de una sala de espera: sillones incomodísimos y usadísimos, un expendedor de agua, una pila de las más horrendas revistas, un par de adornos sin sentido del estilo perrito de cerámica con una oreja rota y vuelta a pegar, la infaltable cruz con Jesús desangrándose en una pared y, una o dos cámaras que todo lo vigilan desde un ángulo del techo. Una cara tallada entristeza, dolor y culpa me saluda con una mueca cubista buscando algo de complicidad mientras asiente e inclina su cabeza y acerca una oreja a la boca de una viejita hundida en una silla de ruedas cuyos labios apenas desperdigan unas palabras probablemente sin sentido. Respondo con una sonrisa tierna y segura, fingiendo como si el mundo no estuviera resquebrajándose frente a mis ojos. Sigo hacia el pasillo que conecta con el salon de visitas y paso frente a la oficina de la Señora Silvia, quien con su vozarrón de institutríz, más parecida al timbre y la chicharra de la puerta que a la de una mujer, y sin inmutarse ni mover sos ojos de las pantallas de monitoreo dice: ¿Qué tal Federico? Tu papá está en el fondo. Ayer tuvo una mala noche, casi te llamamos, pero hoy está mejor.

Ok, yo todo bien, gracias, ¿cómo está usted?, respondo y sin siquiera esperar un gesto por respuesta y sigo mi camino.

En general, es ése un momento de gran incertidumbre. Nunca se con qué me encontraré, con cuál de las manifestaciones de la enfermedad nos veremos las caras, pero a la vez, ese también es el momento en el que me hago más fuerte.

Me olvido más y más de mí mismo. Paso a paso, me borro, me esfumo. En ese contexto siempre pienso que es un lujo poder caminar y atravesar ese pasillo a voluntad.

Finalmente entro al comedor. Hay unas cuatro mesas grandes. Huele a pis, goma y comida de hospital. Pero siempre es igual, y eso es una ventaja. Suena fuerte el televisor. Alguna telenovela y una cuidadora con su ambo morado que mira hipnotizada desde una esquina sin pestañar, con su mente a años luz de distancia. Alrededor de cada mesa, como estatuas encorvadas, fuera de contexto, como en un museo, los ecos de seres humanos que simplemente esperan sin fuerzas.

Es curioso, pero al entrar siempre se genera una especie de efecto en cadena. Varias viejitas y viejitos cobran vida como si se tratara de uno de esos antiguos juegos e kermese al ponerles una moneda. Hay algo muy natural en el poder del amor y lo que les sucede a los vijos y a los enfermos cuando alguien se acerca a ellos con verdadera ternura. Sin lástima ni asco, ni miedo.

En el fondo del salon está él, ya me ha visto y su cuerpo comienza a desenredarse como una lenta serpiente. Una sonrisa emana de su cara, brilla como el sol, no pertenece ya a ese cuerpo.

Los pocos metros que faltan para llegar a él los recorro en el vacío del espacio.Allí está mi papá, con el tiempo burbujeando en sus venas. Como un libro, cuyas hojas son espejos.

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