De Señorita Paca a La Paca

De Señorita Paca a La Paca

Pisaal

22/02/2019

De Señorita Paca a La Paca

Pilar Sánchez Álvarez

Me llamo Francisca Vaquero de Altoreal y Dumont-Dumont, y hoy me dispongo a escribir la historia de mi vida para aclarar las mentiras, las atrocidades injustas forjadas sobre mí, pero sobre todo la escribo para mi hija, pidiéndole compresión por mi silencio.

Soy la única hija de un cacique andaluz y una aristócrata francesa. El pueblo de mi padre no es ni grande ni pequeño, pero en él todos los habitantes nos conocen porque la totalidad de las tierras de labor pertenecen a nuestra familia desde siempre, heredadas por los Vaquero de Altoreal, de generación en generación, y por eso, prácticamente todos los hombres, y en ese todos están incluidos la viejos y los niños, eran aparceros de mi padre. Estudió en Madrid una ingeniería nunca ejercida, pues aparte de llevar sus fincas, su afición a la caza se convirtió en su tarea diaria, y por este motivo desaparecía de la casa en muchas ocasiones, situación muy beneficiosa para mí.

Mi madre era Paulette Dumont-Dumont, francesa de Vernom, una ciudad de la región Centro- Valle del Loire, del departamento Cher, de una familia con muchos títulos nobiliarios, pero con escasos recursos, debido a la vida alocada de su padre quien dilapidó toda la herencia.

Se conocieron en Madrid y pronto concertaron la boda, tan beneficiosa para ambos, uno aportaba el capital y la otra la alcurnia, una boda sonada y rimbombante pero falta de amor y ternura. Así, mi madre vino a parar a este pueblo cerrado e inculto, sin apenas amistades y donde los días se hacían interminables. Yo la recuerdo siempre bien arreglada, casi perfecta, pero con una tristeza infinita en su cara pálida y demacrada.

Pronto quedó embarazada y mi padre le regaló joyas, flores, viajes a la ciudad para asistir al teatro, hasta que aparecí yo, una niña, y la noticia de no tener más descendencia, porque por las complicaciones del parto, mi madre quedó estéril. Su actitud cambió desde ese momento, y siempre de forma correcta y educada, mostraba su desprecio a la inútil de su mujer y a la niña decepcionante, y aunque nunca nos levantó la mano, si descargó sobre ambas todo su rencor, haciéndonos sentir inútiles y de poca valía. Sé que tuvo varios hijos, pero nunca les dio su apellido, cosa que le martirizaba porque con él se acabaría los Vaquero de Altoreal.

Todo el pueblo me llamaba Señorita Paca, mi padre Francisca y mi madre en la intimidad, y solo en contadas ocasiones, mi princesa, mi niña, mi lucero…

Hoy en la lejanía de los años puedo juzgarme con objetividad. No era agraciada, ni alta ni baja, sin ningún encanto particular; solo era una niña temerosa, callada, tímida, asustada ante el autoritarismo de mi padre, a veces convertido en crueldad.

Permanecía en la casa, grande, majestuosa, llena de cuadros y objetos bellos, pero triste y solitaria. Recuerdo la envidia que sentía cuando al mirar por las ventanas, veía jugar y correr a esas chiquillas, más o menos de mi edad, con vestidos raídos pero de colores vivos que reían y gritaban, mientras yo, por orden expresa de mi padre debía permanecer sentada al pino tocando “Para Elisa”, o en “Un mercado persa”, que cada vez se me atragantaban más, o bien las largas horas de clases de francés con mi madre, tediosas cuando mi padre estaba en casa, y casi alegres cuando él faltaba.

Pronto mi padre decidió que tenía que ir a un internado con el fin de adquirir cultura para hacer un buen casamiento. La idea al principio me pareció horrible, me inspiraba terror, salir de mi casa, dejar a mi madre, no podía superar la incertidumbre de lo desconocido…

Y llegó el día de mi partida y salí en un coche con varias maletas, un baúl lleno de diversos uniformes todos colgados y sin arrugas, marcados en su interior con mis iniciales, mi madre muy digna con sus mejores galas y mi padre con su abrigo nuevo, camino de Madrid, al colegio de las Irlandesas de la calle Velázquez.

Tenía entonces ocho años y creí que se acababa el mundo, pero pronto cambió esa situación, pues aunque el reglamento era rígido, con muchas horas de estudio de piano, de inglés, de francés, fui feliz. Jugaba al aire libre con mis compañeras, hacíamos teatro, bailábamos los ritmos de moda, y la asistente que me tocó, Sor Isabel, una canaria cariñosa y buena, me trataba de manera afable, casi maternal. En los veranos volvía al pueblo, pero no me importaba, porque sabía que volvería a dejar la amargura que destilaban las paredes de la casa.

Cuando tenía quince años, Sor Isabel, me llevó al despacho de la directora, y con lagrimas en los ojos me comunicó la muerte de mi madre. Me dijeron que no sufrió, que murió de unas fiebres no superadas, pero yo sabía que murió de tristeza, de melancolía. No fui al entierro por deseo expreso de mi padre, cosa que no le he perdonado en la vida, y yampoco asistí a su entierro unos años después, pero esta vez por decisión mía.

Seguí varios años en el internado y algunos veranos fui a Vernón, a casa de un tío mío, muy parecido a mi madre y allí disfrutaba de los paseos por el río, los picnic con mis primas, los paseos por sus calles estrechas con casas señoriales, e incluso un verano me llevaron a Paris.

Cuando cumplí los veinte mi padre concertó mi matrimonio, con un hombre de treinta y ocho años, madrileño, con escasos recursos, pero de una familia importante. Un caso igual a su matrimonio, pero en este caso la dote la ponía yo.

Por supuesto el amor, la ternura, la amistad no aparecían en esa relación y mis sueños románticos compartidos con mis compañeras de internado volaron y se hicieron trizas. Ya no vendría mi príncipe azul…, se imponía la realidad y la realidad era casarme con un extraño por decisión de mi padre.

Tuve una boda espléndida, un traje de seda con encajes holandeses que impactó a todas las mujeres, numerosos invitados, la mayoría desconocidos llegados de Madrid, de varias ciudades, para dar prestigio a la fiesta y al nombre de mi padre.

Los aparceros, con el traje de los domingos, me trajeron regalos, y así tuve varias colchas de crochet hechas por sus mujeres en las noches de invierno, unos chales de lana de todos los colores, manteles bordados en telas no muy primorosas… Mi padre les invitó en una de sus fincas a unos arroces y vino peleón.

Mi marido pronto se quitó la máscara, y cuando volvimos a Madrid, a un piso en la calle Salamanca comprado y amueblado por mi padre, dejó bien sentado como iban a ser nuestras relaciones, unas relaciones frías donde él seguiría viviendo su vida en libertad y sin contar conmigo. No entendía esa relación, pero, ¿a quién iba a acudir?, ¿a un padre al que nunca le importé?, ¿a un padre déspota e inmisericorde que solo le importaba su prestigio?, ¿a Sor Isabel, lo más parecido a una madre, que solo podía apenarla?

Mil veces recordé a mi madre, pensé en su tristeza que era ahora era la mía, y casi anhelaba el mismo final de ella. Era en esos momentos una cobarde.

Un día supe de mi embarazo, y aunque Miguel, mi marido, seguía con sus juergas y amoríos, yo me sentía casi feliz porque iba a tener lo más anhelado de mi vida, un hijo o una hija y me juré que si era nena, su vida sería distinta, ella no seguiría esa maldición de las mujeres de esta familia.

Cuando llegó el parto Miguel me llevó al hospital, y tras varias horas de espera me hicieron una cesárea. Cuando desperté en una habitación blanca, de cama blanca, con las blancas enfermeras, miré a mi marido y vi el horror en su cara congestionada, el desprecio infinito que despedían sus ojos ensangrentados, y al mirar la niña colgada a mi pecho me quedé paralizada. Era una preciosa niña, pero una niña de piel negra como el tizón.

No entendía nada, me explicaron las leyes de Mendel, me hablaron de que algún antepasado de mi madre tendría ese color de piel, de las estancias de mi tatarabuelo en las colonias, de… Miré a mi pequeña y la sentí mía, y me prometí que nadie le haría daño.

Miguel se comportó como un verdadero rufián, me abandonó pero se quedó con mi piso del barrio de Salamanca, con mis cuentas bancarias, amenazándome con llevarme a los tribunales por adulterio y quitarme a mi hija. Cedí en todo, no porque no tuviese energías y fuerzas para luchar, sino por evitar hacer daño a mi pequeña.

En el pueblo las murmuraciones destrozaron mi buen nombre y oí frases como: ¡qué callado se lo tenía la mosquita muerte!, ¿qué habrá hecho en Madrid?, ¡a mí me parecía una zorrilla con piel de cordero!, ¡vaya con la Señorita Paca, que ya de señorita no tiene na de na! Y frases como estas, murmuradas a mi paso, entre risas, eran habituales a mi paso cuando fui a pueblo. E incluso el cura vino a mi casa para confesarme y darme la absolución. No sé de donde saqué la energía para abofetearle y expulsarlo a la calle.

No lo soporté más e hice un pacto con los aparceros muy beneficioso para ellos: cada año me ingresarían una cantidad muy por debajo de lo conseguido en las cosechas anteriores en una cuenta del banco abierta recientemente y les dejaba todo lo sembrado en mis tierras para ellos. Cerré la casa, y me refugié en Francia, donde conseguí trabajar dando clases de piano en el colegio de las Irlandesas de Vernón y donde mi hija tuvo una infancia feliz convirtiéndose en una mujer independiente, sin complejos, sin prejuicios, satisfecha con la vida y con un próspero futuro.

Pero de pronto sucedió algo terrible que me partió el corazón, suceso ocultado y silenciado, aunque mi deseo era ir a mi pueblo y gritarlo a todas y a cada una de las personas que me despreciaron, a mi marido infame, al cura pueblerino, a la España cerrada y anclada en el pasado llena de prejuicios…

Era una carta de un juzgado español dándome explicaciones, pidiéndome excusas y rogándome que obrara en consecuencia. Me hablaba de niños robados, del mal funcionamiento del hospital, de errores administrativos, de demandas contra el hospital, de niños cambiado en la maternidad, pero yo solo me fijé en una frase: “La niña entregada a usted por el hospital no es hija suya, es hija de unos senegaleses”.

Marie, mi niña, la ilusión de mi vida no era mi hija, porque la niña que me sacaron de mi vientre, murió en el quirófano…

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