– ¡Debe ser sacrificada! – Gritó un hombre en la multitud. Diana, retrocedió de forma instintiva ante las amenazas, los gritos y los insultos de la gente enardecida. La cuerda alrededor de sus tobillos, hizo que perdiera el equilibrio, y cayera, sin que ninguno de sus captures se dignara a ayudarla.

La joven de 16 años, apenas comprendía lo que estaba sucediendo; los sentimientos de confusión, tristeza y miedo se combinaban en su mente. – ¿Cómo hemos podido llegar a esto? – Se preguntó Diana a sí misma. –…he crecido con ellos… muchos de ellos, fueron amigos de mis padres…– pensó, mientras unos gruesos dedos se enroscaban como garras sobre su rizado cabello, tirando de ella hacia arriba, forzándola a mostrar el rostro, como si de una criminal se tratara. Los campesinos, comerciantes, herreros, curanderos y todas las familias que conformaban el pequeño pueblo de «Veriz», estaban ahí, con antorchas, machetes, picas y azadones, exigiendo su sacrificio.

– ¡Quémenla! – Gritó una anciana, vestida con la típica falda de oficio, acompaña del gran delantal blanco, propio de las mujeres que trabajaban en cafetal; esta sujetaba a una niña en brazos, que parecía ser su nieta, y a su lado estaba otro niño. Ambos infantes mostraban signos de infección. – ¡Ella trajo la plaga! – Aseguró otro hombre en la multitud.

Diana, aun en el piso, miro aterrada al panadero, que solo la semana anterior, le había vendido a un precio más barato, una hogaza de pan. El obeso panadero agitaba un machete, y al igual que todos los demás, también exigía sangre. La plaga, ya había enloquecido incluso a los que no estaban enfermos. Uno de sus captores la obligó a levantarse. En frío de aquella noche, hizo sentir a Diana avergonzada. Horas antes, cuando se inició la persecución, se vio obligada a retirarse la falda de oficio, y correr con ropas más livianas, lo cual al final, no sirvió de nada.

Todos estaban en la plaza central del pueblo. Un lugar que hace solo un mes atrás, era completamente diferente; Diana aun recordaba a su padre, «quien trabajaba en la herrería del pueblo», comprando un saco de naranjas en el pequeño puesto de la señora Nereida. Aquel día, su madre recorría los puestos de queso, como de costumbre, saludando a todos sus vecinos. El festival del queso ya estaba cerca, y todo el pueblo debía prepararse. La mejor amiga de Diana, se dedicaba a vender arreglos florales en otro puesto, ubicado casi en la entrada de la plaza. Diana recordaba que todos los días ayudaba en el puesto de su amiga, para que ambas tuvieran más tiempo para conversar, sobre los guapos gemelos, hijos del alcalde.

– ¡Tú puedes quedarte con Miguel! – Recordó Diana, la última conversación normal que tuvo con Salome, su mejor amiga. – ¡Definitivamente me voy a quedar con Luis! – Exclamó Salome sonriendo. – ¡Son idénticos, tonta! – Recordó Diana; ambas amigas rieron a carcajadas como de costumbre, indiferentes a lo que les deparaba el futuro.

Un tomate podrido la golpeo en el rostro, haciéndola regresar a la realidad. – ¡Puta! – La insulto, el señor Ernesto; uno de los agricultores que trabajaba en el cafetal junto a su padre. – ¡Nos has traído la muerte! – Destacó el mismo hombre, que le regalaba muñecas cuando era niña. Diana, cerró sus ojos, buscando en su memoria la eterna sonrisa de Salome, pero en su lugar, se encontró con el recuerdo de ver a su mejor amiga, tendida en una cama ensangrentada, con la cabeza abierta, y una rosa azul, creciendo desde el interior fracturado de su cráneo.

Alguien gritó. El pueblo enardecido, paso de violento a temeroso en cuestión de segundos. El pánico se reflejó en la mirada de todos los presentes. – ¡Lo tiene, él lo tiene! – Advirtió una madre embarazada, que sujetaba a otro niño asustado, entre sus brazos. – ¡Lo tiene! – Repitió otro hombre. La multitud se dispersó, formando un círculo alrededor de Miguel. Uno de los gemelos. Diana no lo reconoció al principio. El muchacho que caminaba desorientado con desagradables hemorragias en los ojos, nariz, oídos y boca, era muy diferente de aquel guapo joven de facciones masculinas finas y cuerpo esbelto. La plaga lo había vuelto un despojo humano, pero lo peor aún no sucedía.

– ¡Quemen a la bruja ahora! – Vociferó el panadero una vez más. Diana observo horrorizada a un infectado Miguel, avanzando hacia la multitud. Un hombre delgado, lo golpeó con una vara en el pecho, en un desesperado intento por alejarlo. Miguel, se arrodilló, y dejó escapar un desgarrador grito, mientras se sujetaba la cabeza con ambas manos. Su cráneo se estaba quebrando desde adentro hacia afuera, y el sonido, era perturbador. La multitud se alejó un poco más, pero ya era tarde, la cabeza del atractivo Miguel exploto. La materia cerebral cayó sobre todos los presentes, dejando un rastro sanguinolento en el aire. Diana apenas tuvo tiempo de sorprenderse. El calor del fuego, le subía por las piernas. Uno de sus captores, o tal vez alguien de la multitud, le había arrojado una antorcha.

Diana rodó para apagar las llamas, mientras el pueblo entero se sumía en el caos. Las personas que no resultaron manchadas con la sangre de Miguel, atacaron con machetes y palos, a aquellos que sí se mancharon con la sangre. No importaba que ese no fuera el modo de transmitir la infección. Ahora, el miedo era la mejor cura, por lo que cualquiera en contacto con la sangre de un infectado seria inmediatamente sacrificado. Diana logro apagar las llamas, y por el dolor en su pierna, supo que las quemaduras no eran tan graves. – ¡Si aún puedo sentir dolor, quiere decir que estoy viva, y si estoy viva, puedo seguir corriendo! – Se repitió una y otra vez, mientras se levantaba y corría lo más rápido que sus heridas le permitían.

El camino de regreso a su hogar, lo conocía muy bien, había pasado toda su infancia y parte de su adolescencia recorriendo esos concurridos callejones. La plaza principal del pueblo «Veriz», conectaba directamente con un callejón que ascendía entre varios grupos de casas, las cuales antes relucían de colores y ruidos musicales, pero ahora permanecían silenciosas con las ventanas obstruidas con tablas, como si aquello fuera a detener la plaga. Diana ascendió por el callejón, su casa estaba al final. Su padre y su madre, debían estar ahí. Cuando aparecieron los primeros enfermos, los síntomas eran fáciles de notar. Los ojos rojos y sangrantes, las interminables hemorragias nasales, las orejas siempre inundadas de sangre. No hubo tiempo de solucionarlo, la plaga apareció un viernes, y ya el lunes, se dieron los tres primeros fallecimientos. La muerte no es algo nuevo, en el pueblo había muchos ancianos, así que era normal, pero en este caso, la muerte no era algo que podían ignorar. Las víctimas sufrían terribles dolores de cabeza, se desangraban, y finalmente la cabeza estallaba, como si de un globo se tratará.

Salome, fue una de las primeras en morir. Diana, nunca olvidara aquella mañana, que descubrió a su mejor amiga, con la cabeza abierta, y una gran rosa azul, creciendo desde su cráneo, con las raíces firmemente adheridas a los fragmentos de hueso, que aún permanecían intactos. Esa misma tarde, se enteró que los otros fallecidos también tenían aquella rosa germinando entre sus restos. Aquello era aún más perturbador, la rosa no dejaba de crecer, y sus raíces crecían sobre los restos humanos, como si de la tierra más se tratará. – ¡Esto solo puede ser obra del diablo! – Se dijo Diana; ingenuamente influenciada por las creencias religiosas de su familia. – Mi padres, sabrán que hacer…– dijo, mientras abría la puerta de su casa, consciente de lo que iba a encontrar, pero esperando que aquella mentira de alguna forma la reconfortara.

El cuerpo de su padre estaba sobre la cama, su cabeza también había estallado, y la misma rosa azul, germinaba entre los huesos abiertos de su cráneo. Diana había dejado su casa hace dos días, cuando la gente del pueblo se enteró que ella había descubierto el cuerpo de Salome. Los padres de Diana eran buenos, pero conocían lo que el miedo podía provocar en un pueblo tan pequeño, por lo que no dudaron en esconder a su hija en las afueras del pueblo. La última vez que Diana vio a sus padres, estos ya experimentaban los primeros síntomas de la infección.

Algo se movió en la casa. Diana, se giró instintivamente, aun con la esperanza de encontrarse con su madre, y lo hizo. Una bestia, con la piel extraña, similar a la corteza de un árbol, estaba frente a ella. La cabeza de la criatura estaba parcialmente abierta, desde la quijada, hasta la boca «la cual carecía de labios, y mostraba los dientes de manera grotesca», llegaba hasta la nariz, en donde el rostro se deformaba por completo, dando paso a una cavidad hueca de donde crecían varias rosas azules. Diana retrocedió, pero el miedo no le impidió reconocer la ropa de oficio que llevaba la criatura. La falda de trabajo, y el delantal blanco, definitivamente pertenecían a su madre.

–… ¿Mamá?…– Dudo Diana. La criatura, carecía de ojos, pero sin duda, esta, percibía la presencia de alguien más en la casa. Diana, levanto las manos, pensando en la posibilidad de que su madre, tal vez, de alguna forma, aun estuviera ahí. La criatura abrió su boca de forma amenazadora, y dejó escapar un rugido bestial, antes de abalanzarse sobre su presa. – ¡Mamá, por favor… soy yo! – Suplicó Diana, al sentir los dientes de la bestia enterrándose en su brazo derecho.

La fuerza de la mordida fue tanta, que el hueso se quebró. Diana, gritó aterrada. –…me va a devorar…– pensó Diana; mientras veía a la que antes había sido su madre, regresando por un nuevo bocado. Diana cerró los ojos, y suplico por una muerte rápida. No quería mirar su brazo, ella estaba consciente que no sobreviviría esa noche. Se hizo un silencio espectral. Diana, espero unos minutos a que los dientes la devoraran, pero nada sucedió; aun asustada, se atrevió a abrir los ojos, y se encontró con la criatura decapitada. La cabeza había rodado unos metros hasta llegar a la puerta de la casa. Una tercera persona, estaba en ese lugar, se trataba de una niña, pero no era común, ella sostenía entre sus frágiles manos una pesada espada oxidada.

Diana, intento encontrar una explicación, pero los gritos procedentes del pueblo, le hicieron recordar, que no había ninguna explicación razonable para lo que estaba sucediendo. – ¡Abandona el pueblo, ahora que puedes! – Ordenó la niña. Se trataba de una jovencita de buena familia, de unos 8 o 9 años de edad. Definitivamente no formaba parte del pueblo, su piel estaba muy limpia, libre de cicatrices, y su cabello rubio, estaba perfectamente peinado. Lo único sucio en ella era su ropa, la cual parecía ser robada, puesto que le quedaba un poco más grande, y la espada oxidada, que aun escurría sangre.

– ¿Quién eres? – Preguntó Diana; mientras la niña caminaba hacia la puerta de la casa, solo para darle una patada a la cabeza de la criatura.

– No tengo identidad, – contestó la niña, sin darle mayor importancia. – Sal de pueblo, te encontrare; necesito algunos ingredientes para tratarte esa herida, – agrego la niña.

– No hay nada para mí, ahí afuera, – dijo Diana con resignación, mientras intentaba infructuosamente contener las lágrimas.

– Lo que paso aquí, se repetirá en el siguiente pueblo, – aseguró la niña, – la rosa azul, es el símbolo de poder de DITE.

– ¿Dite? – Diana, estaba segura que aquel nombre, lo había escuchado antes.

– Ella es uno de los primordiales, también conocidos como «Los Primeros», – explicó la niña, – su sangre, genera modificaciones en los cuerpos de las personas; unos mueren a causa de la rosa azul que crece y se extiende como un parásito dentro y fuera del cráneo, y otros, cambian de una forma diferente…– dijo la niña, mientras señalaba el cuerpo decapitado de la criatura.

– ¿Eso, era mi madre? – Preguntó Diana; aunque muy en el fondo, ella ya sabía la respuesta.

– No pierdas el tiempo, haciendo preguntas para las cuales ya tienes una respuesta, – replicó la niña, – sal de pueblo; te encontraré, y te ofreceré una alternativa para lo que sientes ahora mismo.

Diana, dejó el pueblo sin mirar atrás, la niña con la espada oxidada, se quedó enfrentando a las personas que no murieron con la rosa azul; en ese momento, se preguntó que eran exactamente los «Primeros». No pudo seguir caminando, a causa de la herida, y se desmayó en medio del camino, recordando aquellos días con su familia y su mejor amiga, que ya no regresarían.

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