Hijos de una Edad Perdida

Hijos de una Edad Perdida

BAJO EL MAR DE CRISTAL

Caía la tarde cuando el cielo, más allá de la eterna neblina cristalina, se cubrió completamente de gris. Una ligera tormenta arreciaba en la ciudad en ruinas, de la que solo restaban ya escombros fundidos entre maleza, y el agua ahora salpicaba sobre hierba y restos de piedra y metal oxidado. Los difusos rayos del sol lograban atravesar de alguna manera los derruidos edificios por el oeste, donde el cielo todavía era claro. El azul celeste de la atmósfera adoptaba unos tonos lúgubres y melancólicos en aquella iluminación crepuscular.

Era un duro día en las salvajes tierras cubiertas por el Mar de Cristal, lejos de la civilización humana. Tras una extenuante jornada contra el frío y los grandes vientos que removían las praderas, el joven soldado Cástor Valea observaba ahora con atención y curiosidad una extraña roca de tonos oscuros que había hallado mientras descansaba en una céntrica plaza del asentamiento en que se encontraba, un vestigio del mundo vetusto conocido como Bandelach, donde su facción había instalado un pequeño campamento en el cual pernoctarían. Apoyado en una desgastada estatua de alguna importante figura de la antigüedad, cuya cabeza posiblemente se hallaría bajo alguno de los escombros que rodeaban la planicie, observaba embelesado la peculiar piedra con sus penetrantes ojos negros. Su corto y liso cabello de tonos oscuros se movía grácilmente al son del viento.

Como todo miembro del cuerpo de los “soldados de fe”, Cástor debía afrontar constantemente los innumerables peligros que albergaban las letales tierras de La Hondonada, como se conocía a los inmensos e infinitos páramos que formaban el mundo exterior, donde el ser humano no habitaba, envueltos siempre en una neblina cristalina de tonos azulados conocida como el Mar de Cristal, la cual había tomado el mundo entero hacía casi dos mil años, y no parecía que fuera a querer desaparecer jamás. Lo mismo ocurría con los grandes asentamientos humanos de la antigüedad, como aquel en que se encontraba entonces el joven, los cuales se hallaban por doquier en el seno de estas peligrosas regiones pletóricas de vida salvaje, negándose aún a fusionarse completamente con el entorno. Los altivos edificios que se contemplaban en su interior, aunque completamente desintegrados por el paso del tiempo y tomados ya como parte del mundo salvaje, mostraban aún los signos de los grandes avances tecnológicos y arquitectónicos a los que habían llegado aquellas desarrolladas sociedades del mundo antiguo, antes de que todas ellas fueran aniquiladas durante la Gran Catástrofe hacía casi dos mil años, el terrible cataclismo que provocó la llegada de la temible niebla celeste y las criaturas que moraban en su seno, el azote de la Civilización Vetusta.

En aras de proteger el acceso por parte de estas letales bestias al interior del vestigio en que se encontraban, el equipo del que el joven formaba parte durante aquella incursión a lo desconocido había levantado grandes e insondables barreras de fuego, lo único que podía mantenerlas alejadas de su posición, tras lo cual se había dado luz verde a la labor de investigación y recolección de información sobre el asentamiento y todo cuanto pudiera contener interés cultural. Diversas facciones se habían dividido entonces para cubrir el complejo y expulsar a cualquier tipo de hostil criatura que pudiera hallarse por allí, pero, sin embargo, aparte de los diferentes animales salvajes comunes que se habían adueñado de la zona y lo habían tomado como su hogar, no parecía haber mayor amenaza en aquel tranquilo emplazamiento, lo cual causó cierto asombro y confusión entre los soldados.

Apasionado de lo olvidado y lo desconocido, en aquella tarde en las ruinas del derruido asentamiento, Cástor Valea reflexionaba tranquilo sobre el posible significado de la peculiar roca que sostenía, mientras esperaba novedades por parte de los miembros de su facción, los cuales se hallaban en su mayoría vagando por las calles colindantes. La lluvia que caía sobre él en aquel momento era suave y agradable, por lo que no sentía necesidad aún de buscar cobijo.

Serio y tranquilo, el joven soldado gozaba de una buena habilidad en el combate, aunque su endeble apariencia física apenas infundía respeto entre sus compañeros, cosa que a él no le importaba. De mente abstraída, Cástor era una persona que disfrutaba en exceso de la soledad y el silencio, y evitaba por ello muchas veces cualquier contacto humano. Debido sobre todo a su vano deseo e incluso incapacidad de socializar, y a su constante ensimismamiento, tendía a pasar la mayor parte del tiempo solo y con la mente inmersa en mundos fantásticos o tiempos remotos.

Antes de convertirse en soldado de fe, Cástor estudió un grado de Historia General del Planeta, así que tenía buenas nociones sobre la diversidad de culturas de la Edad Vetusta, la era anterior al cataclismo, cuando aún la civilización humana se extendía por todas las regiones del planeta, a pesar de que la información de que se disponía sobre aquella época de la Historia era en general muy escasa en la actualidad. El joven confiaba en que la roca que había hallado junto a la estatua ofreciera algún tipo de información de interés, pues se mostraba de lo más peculiar y sospechosa, aunque era incapaz de deducir de qué podría tratarse y cuál podría haber sido su utilidad. Contenía parte de un mensaje sellado en un lenguaje incomprensible para los seres humanos de su época. Un mensaje que confiaba descifrar una vez de vuelta en las tierras de la Nueva Civilización.

Aquel sosegado estado de reflexión y ensimismamiento en que se hallaba el joven sumido, se vio de pronto perturbado, sin embargo, de la forma más brusca que jamás pudo imaginar: toda la atmósfera que le envolvía fue invadida de pronto por el estremecedor sonido de las sirenas de emergencia, las cuales provenían de una de las entradas del vestigio. Aquello era extremadamente inusual e inesperado, por lo que Cástor se levantó bruscamente y, con gran desasosiego, comenzó a mirar alrededor, tratando de buscar una explicación al respecto, o a alguien a quién preguntar.

Tan pronto como se levantó, apareció atemorizado tras él uno de sus compañeros de escuadrón, el fiel Nayen Torel, un peculiar soldado casi tan joven y novato como él con quien había logrado trabar amistad y camaradería con el tiempo, quien rápidamente le recomendó buscar juntos a su superior para que les informase acerca de la anomalía. Tampoco este podía ocultar su expresión de sorpresa y recelo bajo su largo pelo alborotado, mientras hablaba entrecortadamente a Cástor y no le dejaba pronunciarse. Las sirenas seguían resonando en todo el asentamiento causando gran perturbación, y múltiples gritos y gente corriendo por las calles colindantes eclipsaban la suave melodía del agua cayendo sobre la tierra devastada sumida en el más absoluto crepúsculo.

En cuanto los dos soldados se acercaron al resto del grupo, el cual pronto se hallaría en su totalidad al otro lado de la plaza, les fue transmitida a todos por su superior, con la mayor calma posible, la terrible noticia que cambiaría la vida de Cástor para siempre: por alguna extraña razón, las supuestamente infranqueables barreras de fuego que sus compañeros habían levantado para proteger el asentamiento habían caído, y pronto todos quienes se hallaban en su interior estarían en grave peligro, pues una manada de agresivos y poderosos Soberanos atravesaba en aquel momento la contención. Aquellas estremecedoras sirenas significaban por tanto que había dado comienzo el Protocolo de Custodia, y que todo soldado que se hallaba en el asentamiento debía abandonar su tarea actual para asistir a los compañeros en peligro hasta que todo estuviese de nuevo bajo control.

A pesar del importante deber de todo soldado de fe de no agredir a ser alguno perteneciente a La Hondonada, en los casos de absoluta necesidad el uso de arcos y lanzas estaría permitido, únicamente cuando estuviese en juego la supervivencia de uno mismo o de los miembros del equipo. Aquel sería uno de esos casos tan evitados e indeseados por todos, pues no había escapatoria posible en aquel lugar: debían luchar. Era la única opción que tenían si querían sobrevivir.

Cástor giró entonces la cabeza hacia su compañero, quien tenía los ojos bien abiertos y miraba hacia ninguna parte, y un escalofrío le recorrió la espalda. Quiso decirle algo, pero no se vio con fuerzas siquiera para hablar. Era un momento crítico en su vida aquel; no se sentía aún preparado para morir.

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