Rizos rojos y un atardecer

Rizos rojos y un atardecer

Ana Pérez

21/03/2017

Atardeció como cualquier otro día, sin que a penas nadie fuese consciente de como la luz iba desapareciendo poco a poco. El sol caía sin remedio y sin admiradores, perdiendo débiles rayos que se extinguían con el lento transcurrir del tiempo. A nadie le importa que se esfume, ni le dan las gracias por estar ahí, porque saben que de cualquier modo aparecerá a la mañana siguiente, que, hagan lo que hagan, su sol siempre les dará luz y calor.

Para mi todo parecía diferente. Entre aquellas dos montañas tras la que se iba ocultando la gran estrella estaba ella. La había visto crecer, caer y levantarse, cortar su melena y dejarla crecer de nuevo. La había visto bailar, correr, nadar, gritar, llorar, reír y luchar… y, sin embargo nunca me había parecido tan hermosa como en aquel momento. De pie, como una sombra difusa y con su espada goteando sangre a la hierba.

No veía su cara, pero no me hacia falta para intuir su expresión. La mandíbula apretada, los labios tensos, la nariz abierta, el ceño fruncido y una mirada impasible. Escudriñando el horizonte, esperando la llegada de la noche y alerta ante cualquier amenaza que pudiera traer consigo. Como una fiera salvaje.

Y así se quedaría hasta bien entrada la madrugada.

La única persona que absorbía cada ultimo rayo de sol, como si esperara que no hubiera una mañana después. Hacia años que a penas dormía, aunque nunca parecía demasiado cansada.

Yo solía ir a buscarla a media noche, me sentaba a su lado y hablaba, sin importar de que. A veces me daba la sensación de que mi presencia mermaba su tensión. Otras, parecía no darse cuenta. Pero era la única compañía que toleraba en sus noches. Y la única persona a la que dirigía algo mas que gruñidos de desaprobación.

Aquella tarde el sol calló, ella clavo su espada en la tierra y se dio la vuelta. Contemple sus rizos pelirrojos ondear con una brisa inexistente y recorrí todo su cuerpo con la mirada, tratando de encontrar la razón de que aquella noche hubiera decidido darle la espalda al sol para mirarme a mi. Pero no encontré nada. Solo cansancio bajo sus ojos y una mirada furiosa.

Se acerco a mi muy despacio, como si temiera que, después de tantos años fuera a esfumarme. Me miro a los ojos y sé que trataba de encontrar en ellos una razón a mi firme lealtad. Ella jamas aceptaría que sencillamente la quisiera, y en ese momento supe que toda su furia se debía al miedo. Al miedo de quererme y encontrar en mi su kryptonita.

Sin embargo, todo aquello dejo de importar en el momento en que sus labios rozaron los míos, con toda la dulzura que ella jamas había tenido.

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