Hebras de azafrán

Y aquella noche, allí, tumbada en la cama, lo decidió.

Se despediria de su madre y sus hermanas, y de su queridísima abuela, cogería un par de mudas, algo de pan y queso quizá, y aceptaría el regalo y la oportunidad que le habían ofrecido.

Cuando despuntó el alba, la sorprendió despierta. La emoción y el miedo por la decisión tomada le habían robado el sueño, pero ya no había marcha atrás.

Se levantó decidida, se aseó y se puso uno de sus mejores vestidos. Y así, acicalada y elegantemente vestida, se dispuso a compartir con su familia la buena nueva. Por fin uno de ellos se marcharía de aquel pueblo, por fin uno de ellos tendría la oportunidad de una vida mejor. Era tanto el dolor que moraba en aquel lugar, susurrando historias terribles, historias de viles traiciones, de hermanos que se daban muerte, de mujeres rompiéndose en lamentos y de niños pérdidos… Era tanto el sufrimiento de aquel lugar, que había terminado por quedarse yermo. Las tierras no daban fruto, el sol ya no brillaba, y el agua ya no seguía el camino antaño trazado para ella.

Allí ya no quedaba nada para nadie, la guerra se lo había llevado todo, y ahora ella tenía la ocasión de escapar de aquel lugar maldito y empezar a vivir de nuevo.

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