Bajo cada escalón, cada peldaño mis pies arriban y dejan atrás mío. Cada vez a mayor profundidad me acerco a la puerta que da paso al infierno.

Siento como el aire se vuelve más pesado, más denso, más insoportable y lleno de ese olor que tanto lo caracteriza, esa nauseabunda mezcla de azufre y vapor de orines. Percibo como el mundo que dejé se diluye transitoriamente entre aquel día ciego y sometido por una noche eterna.

El conducto que me dirige al infierno se estrecha, empequeñece y mi cuerpo es gradualmente comprimido conforme avanzo, pero tengo que seguir avanzando, es irremediable que lo haga, es mi condena.

No existe ya la luz ni corrientes de aire, no existe ya el sonido ni las vertientes de lluvia; no existe nada ya, solo la más pura indeterminación y desasosiego. Llega el momento en el que no siento mi cuerpo, olvido que dentro de mi cráneo existe un cerebro, que entre mis costillas se encuentran dos pulmones, que al costado de mi estómago hay un hígado, que sobre mis huesos hay carne y piel; olvido que porto un cuerpo y que este consigo trae un alma o una conciencia. Simplemente la autorreferencia de existir se esfuma súbitamente; todo ello se olvida, pues mi cuerpo y alma se fusionan, diluyéndose entre la densa oscuridad, donde se pierden sin retorno.

He llegado al infierno, firme lo palpo y siento; ando un poco entre la frialdad de la atmósfera y bajo el firmamento marchito que no porta ni luna ni estrellas. Ruinas observo, iluminadas por fogatas de procedencia desconocida y entre un matorral de hierbas malas yace un cercenado. Sombras de seres con apariencia humana, pero ausentes de alma deambulan y se escabullen por entre las zonas que la luz ilumina; se arrastran por el suelo, suben por las paredes y los techos, manifestándose en un siniestro espectáculo de alternancia de sombras danzantes silenciosas.

Sigo recorriendo el lugar, hasta encontrarme esta vez con una quimera compuesta de 6 cuerpos de mujeres sin piel, con la carne viva a la intemperie. Miran inexpresivas a través de sus ausentes doce ojos lubricados por una gotera de oscuridad sanguínea.

Mi avanzar continua entre la arquitectura del averno, calles podridas e inundadas de agua podrida que emana continuamente nubes de diminutos demonios alados que buscan succionar la sangre; edificios sin piel y neblina abundante.

Volteo, sintiendo una presencia, sin embargo, no es una presencia sino más de veinte que se divisan como sombras a lo lejos. Me siguen, no paran, no reparan en cambiar de rumbo, solo profesan el acosar mi andar. Yo, solamente avanzo sin más, avanzo por sobre el suelo cubierto de cenizas ardientes y que expele un olor fuerte a azufre.

Paso frente a una muralla de cruces erosionadas por el olvido. Junto a estas se escuchan jadeos, chillidos y gritos de un insoportable sufrimiento, todo ello clamado por un inmenso coro de miles de voces que poco a poco son ahogadas en el silencio.

Sigo mi andar y cruzo un lago rojo donde salen flotando extremidades que se retuercen, como queriendo salir de esa prisión líquida; algunos ojos afloran a la superficie, flotan y me miran, me siguen como un puñado de peces deseosos de alimentarse de su presa.

Mi éxodo no tiene fin, cruzo y supero cientos de escombros, cruzo el desierto cubierto de más ojos, más grandes que los del charco rojo y que permanecen inmóviles mirando a la nada. No se mueven, pero puedo percibir como me miran, como con su presencia tan pesada penetran cada pedazo de mis fibras musculares y como una radiografía logra examinar cada ínfimo rincón de mi organismo. No hay que esconder nada ya, estoy diluyéndome entre esas miradas ionizantes mientras me aborda una ligera lluvia de cenizas que cubre mi piel y la tiñe de un absoluto gris.

No hay luz, solo su ausencia. Veo en la lejanía una especie de edificio con ventanas rotas, paredes roídas por la acidez del ambiente y puertas de un metal tristemente oxidado por el azufre. Mi llegada al infierno no me permite pensar claramente porque me dirijo a dicho inmueble de manera mecánica, casi automática, como si una fuerza extraña y extracorpórea me indujera a ello. El magnetismo entre el edificio y yo es intenso y no puedo resistir obedecerlo, soy su presa y estoy a merced de lo que desee.

Llego ante el lugar en procedo de hundimiento, recordándome a cualquier barco del mar Aral. Mi mano instintivamente toca la puerta de metal descarapelado. Se oye por detrás de esta una estridente serie de chirridos que resuenan con incesantes ecos que hacen crujir todo el panorama observable. La puerta se abre pesadamente, como queriéndose caer y romper la corteza terrestre; tras de ella una figura humana me recibe. Piel gris, ropa gris y una cara gris sin expresión alguna acompañada de largos cabellos igualmente marchitos; sus ojos parecen apagados, no parecen de algo vivo, sino de algo inerte, como un objeto. Así siento su presencia, como la de un objeto en forma de persona.

Me conduce esta entidad humanoide al interior de recinto, donde rápidamente me encuentro con una gran congregación de cientos de seres iguales como el que acabo de describir. Estaban todos sentados en escritorios, hacían algo con las manos, armaban algo. El ser que me atendió me dirigió a uno de estos escritorios donde me hizo sentarme y armar mecánicamente un artefacto que ya no recuerdo de que tipo era.

Miraba a los demás entes sin emitir sonido alguno, lo mismo me pasaba. Miraba a los demás entes sin manifestar expresión facial alguna, lo mismo me pasaba.

La eternidad fue el cronómetro que determinó la duración de esta jordana. La eternidad, sí, la mismísima eternidad regía los ciclos perpetuos de este armar y armar cosas sin fin. En un determinado momento de esa eternidad mi psique me hizo saber que me encontraba en el limbo. No estaba ni en la Tierra ni en el infierno, no estaba en ningún lugar, nada me podía hacer nada, las sombras no entraban como tampoco podían escucharse. Aquel sitio era, como dije antes, similar a uno de esos barcos oxidados en medios de un desierto inhóspito.

No advertí cuando dejé de estar en el limbo y me encontré nuevamente en el infierno, deambulando en mi forma de alma en pena el camino a mi eterno retorno cíclico engañoso. Sin luz era nuevamente mi trayecto.

Encontré, después de una caminata inmensurable, la puerta que me trajo al infierno. La abrí y ascendí nuevamente por las escaleras. Mis pies subieron los componentes de aquella estructura ascendente hasta que aparecí en el cuarto de una casa. Era pequeño, con pocos muebles, con una ventana por donde lo único que entraba era oscuridad y un baño al que accedí. Vi los azulejos que lo cubrían y un espejo.

Debí de gritar, pero no pude hacerlo, todos los músculos de mi garganta y mi boca estaban congelados, como rígidos; no pude expresar ningún tipo de sorpresa, más que en mi interior. Todo esto lo sabía al mirar sobre la superficie del espejo una figura humana pálida de largos cabellos, pálida, gris e inexpresiva que me observaba fijamente. Volteé y para mi sorpresa no había nadie. Regresé mi vista y encontré a la figura nuevamente en la superficie del espejo. Era claro, ese era mi reflejo.

Me resigné no por ello, sino por saber que al siguiente día esta mujer que vi sobre la superficie reflejante tendría que descender y cruzar nuevamente la oscuridad de las calles de Ciudad Juárez para llegar a su trabajo. Antes de morir, mi padre solía decir que esta urbe era el infierno.

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