Un frasco de bolitas

Un frasco de bolitas

Jorge Milone

08/02/2019

UN FRASCO DE BOLITAS

Imposible me ha sido rehusarme á las repetidas instancias que el Caballero Trelawney, el Doctor Livesey y otros muchos señores me han hecho para que escribiese la historia circunstanciada y completa de la Isla del Tesoro. Voy, pues, á poner manos á la obra contándolo todo, desde el alfa hasta el omega, sin dejarme cosa alguna en el tintero, exceptuando la determinación geográfica de la isla, y esto tan solamente porque tengo por seguro que en ella existe todavía un tesoro no descubierto.

La isla del Tesoro, Robert Louis Stevenson

Vivíamos cerca del Parque Chacabuco, en Capital Federal. En un departamento amplio y cómodo, pero departamento al fin. Sin embargo, la cercanía del parque me servía para intentar patear una pelota de fútbol. A los seis ya jugaba con chicos de mi edad, muchos de una villa cercana.

Mientras tanto, mi padre hacía construir una casa en la zona oeste de Buenos Aires, entre Ramos Mejía y San Justo. El día anterior a mudarnos había llovido, así que el camión nos dejó una cuadra antes. Nuestra nueva casa estaba sobre una calle sin asfaltar. Un chico, de mi edad, en bicicleta, observaba la escena. Se acercó y le dijo a mi padre de un vecino que tenía carro y le podía hacer el resto de la mudanza. Así se hizo.

El chico se presentó muy formalmente, pero cruzamos sonrisas cómplices. A partir de ese día Beto, pasó a ser mi mejor amigo.

Tenía un mechón rebelde que le caía continuamente sobre un ojo, tapándolo. No se lo quitaba con la mano, sino con un gesto de la cabeza, como de fastidio.

Mi problema con el pelo eran unos rulos insurrectos que no podía solucionar ni cortándome el pelo, muy corto. Tirabuzones revolucionarios que ninguna gomina podía contener. Siempre me aparecía un rulo sobre la frente.

Así es que él me decía Rulo y yo le decía Pirata.

Un par de semanas después de habernos asentado en la nueva casa, caminábamos con mi amigo por el barrio, cuando apareció de la nada un chico más grande que nosotros y sin decir nada le pegó a Beto. Lo empujé, parece que eso es lo que estaba esperando. Aparecieron otros que estaban con él, lo apartaron a mi amigo, hicieron una ronda y quedamos en el medio ese chico y yo. No sabía su nombre, todos los conocían por el apellido, digamos García, era algo así como EL matón del barrio.

—Ah, así que sacás las uñitas. El nuevito del barrio. Que viene de la Capital, mariconcito…

Y siguió hablando y hablando. Demasiado. No sabía que yo había jugado al fútbol con chicos de la villa, que había tenido que defenderme no una, sino mil veces. Así que, mientras hablaba le salté encima, no sé con qué le pegué o si le pegué realmente, quizá solamente lo empujé y caí encima de él, le puse el codo sobre la garganta y apreté. Cuando la cara se le puso roja le hice prometer que no nos iba a joder más.

Un caballero el García. Nos dimos las manos y, a partir de ese día, nunca tuvimos problemas ni con él, ni con sus secuaces. Pero siempre formaron parte de los ejércitos rivales en nuestros juegos.

Beto no era muy buen lector que digamos, pero le gustaban las historias que le contaba. Casi todas sobre los libros que había leído y algunas inventadas.

El tesoro estaba en el punto más alto de la isla. En la colina a mitad de la calle J, enterrado sobre la cima. Teníamos poco tiempo para defenderlo, las cuadrillas que estaban haciendo el asfalto pronto volverían a trabajar. Contábamos con unas pocas espadas de madera y muchas piedras. Y, por supuesto, la ventaja de estar arriba.

La batalla parecía dominada, no los dejábamos avanzar, pero hicieron trampa. De pronto, en medio de todos ellos apareció un gigante. El primo de uno de ellos, que nos doblaba en edad. Hacía caso omiso de las piedras y se nos venía con cara de pocos amigos. Ya nos dábamos por perdidos, pero por detrás de la colina subió mi primo. De la misma edad que el gigantón, lo dejó llegar y sólo le dio un empujón. Fue cayendo y arrastrando a su paso a los demás.

Fue apoteótica aquella batalla. Y durante años se habló de aquella colina.

También fuimos mosqueteros: Todos para uno y uno para todos. Rescatando el collar de la reina a maderazos contra cualquiera que se opusiera.

Y tigres de la Malasia. Piratas del fin del mundo, luchando en las selvas de los jardines vecinales, hasta que nos sacaban corriendo.

Estuvo la época de la guerra en bicicletas y cañas con pibes de otros barrios. Peladuras en codos y rodillas. Porrazos y sacudidas hasta que quedaba un ganador. Justas en torneos medievales en rodado 24. Hasta que alguien casi perdió un ojo, ahí se terminaron los campeonatos.

Alguna vez con mi amigo Beto, quisimos jugar a los indios que atacaban con flechas incendiarias. Apuntábamos a un potrero, pero el viento y la mala suerte produjeron un pequeño incendio en una casa vecina. Hasta los bomberos vinieron al barrio. Enterramos los arcos y las flechas.

Siempre el fútbol, claro. Bastaban dos prendas para hacer un arco y se armaba el picado. Queríamos más, claro.

Hacia la izquierda de mi casa había una quinta abandonada. Un lugar enorme cubierto de yuyos y árboles. Y las infaltables moras que comíamos en pleno verano y nos descomponían sin remedio.

Hacia la derecha, también a una cuadra había otro potrero cubierto de malezas. Nos propusimos hacer un par de canchas para jugar en serio y con tranquilidad.

Tan en serio nos tomamos la empresa que, con Beto, nos pusimos a trabajar, a escondidas de nuestros padres, para juntar plata para camisetas y pelotas. Lavábamos damajuanas quitándoles las etiquetas y les poníamos nuevas. Además cortábamos el pasto a los vecinos, hacíamos mandados, etc.

La cancha de la derecha fue sencilla de desmalezar. Y tuvimos ayuda de algunos vecinos. Nos faltó algo de tierra para relleno, así es que quedó bastante despareja. Hicimos los arcos, la marcamos y nos pareció perfecta.

Las camisetas fueron todo un problema, no nos alcanzaba lo recaudado. Y no nos poníamos de acuerdo en colores, nombre del equipo, etc. Hasta que alguien vino con la novedad que en una casa de deportes había una oferta. Once camisetas de sólo dos equipos en oferta, junto con una pelota de fútbol y un pico. No recuerdo el otro equipo, pero por decisión unánime llevamos las de San Lorenzo. Así nació San Lorenzo de V L. Once años invictos en ese lugar.

La selvática quinta de la izquierda nos llevó mucho más trabajo. De hecho, hicimos un pasadizo hacia el medio y allí limpiamos un pequeño rectángulo donde se hizo la cancha. Nos quedó como para entrenamiento o para divertirnos entre nosotros.

Pasaba mis días entre las bibliotecas y el fútbol. El sexo ya bullía en mi sangre. En una de las bibliotecas que frecuentaba, le pedía a la mujer que atendía, los libros de arriba, sólo para verle las piernas y las nalgas fuertemente apretadas por su falda. Creo que ella siempre lo supo, por eso cada vez que me veía, me atendía con una pícara sonrisa. Era un enano encantador de serpientes.

Doña Elvira fue una vecina regordeta, aunque su gordura estaba muy bien distribuida. Y ella se empeñaba en demostrarlo con amplios escotes y vestidos muy ajustados. Era amiga de mi madre, así es que solían pasar mucho tiempo juntas tomando mate y charlando. También tenía una hija de mi edad y las dos, mi madre y doña Elvira, intentaban que esa niña y yo fuéramos buenos amigos. Una misión imposible. No me caía bien la niña en cuestión.

Doña Elvira tenía muy buen carácter. Continuamente hacía bromas y me invitaba a comer muy seguido. Comencé a notar que tenía una debilidad por el vino. Comenzaba tomando con la comida y continuaba mucho después. Los cachetes y la nariz se le ponían rojos y sus bromas se hacían más frecuentes, incluso incoherentes. Aunque a mí me causaba mucha gracia.

Con Beto solíamos pasar mucho rato hablando de mujeres, pero doña Elvira siempre ocupaba un lugar especial.

Para ese entonces, había empezado a notar que el vino, entre otras cosas, le provocaba calor a doña Elvira. Aligeraba su ropa para beneplácito de mi enfebrecida vista.

Un mediodía que me invitó a almorzar, comentó como si nada que por la mañana había ido a una consulta médica y que, como había tenido que quitarse la ropa interior y, hacía mucho calor, no volvió a ponérsela. Supongo que debo haberme puesto tan rojo como un tomate y debe haberme salido humo de los rulos. Apenas si podía comer bocado. En un momento dado dejé caer el tenedor y me agache a recogerlo para mirar por debajo de la mesa.

Era cierto. ¡Madre mía! Pensar que Rulo me decían a mí. El corazón me latía a mil. Fue a buscar otra botella de vino y, cuando se levantó, el calor le había pegado la tela en las nalgas que se marcaban a fuego. Creo que estuve a punto de irme, a mi casa también.

Volvió con la botella y el acto de abrirla fue algo que hasta en la actualidad, recuerdo como el acto más sexi que he visto en mi vida. Tenía transpiración entre los pechos. Se pasó la lengua por los labios y acercó la punta de la botella al medio de los senos, gimió de placer como si le calmara el calor sin dejar de mirarme. Acarició la botella y juro que casi estallo ahí mismo en esa mesa, delante de su hija, que seguía comiendo ajena a lo que estaba sucediendo.

—Quiero pedirte algo: viste que tengo un galpón en el fondo. A la tardecita, cuando baje un poco el sol, porque no venís a darme una mano para arreglarlo. Mi hija va a particular y no va a poder. Mi marido vuelve tarde. Necesito a alguien que me apoye. Si me ayudás, en el galpón hay un frasco lleno de bolitas que te podés llevar.

Todo eso sin dejar de mirarme y sin dejar de acariciar la botella casi sobre sus tetas. Creo que sonreí como un estúpido y le prometí que iría, por supuesto que allí estaría. Sin duda.

Fui a mi casa y no podía dormir la siesta. Tampoco podía ocultar la erección constante. Creo que imaginé cien maneras diferentes de estar con doña Elvira en la cama. Me sacó de mis ensoñaciones la voz de mi madre diciendo que había llegado Beto.

Le conté lo ocurrido con lujo de detalles, más algunos que agregué para hacer más sabrosa mi historia. Ya se sabe, a esa edad uno tiende a exagerar y a exacerbar lo desconocido. Entonces Beto me arrojó un balde de agua helada, esa tarde teníamos un desafío con un equipo muy jodido de otro barrio.

Al principio intenté negarme, poniendo como excusa que esta era mi única oportunidad, que no tendría otra. Beto fue más elocuente y me hizo ver que, en realidad, doña Elvira estaba loca conmigo. Y, lo que no pasara hoy, podía pasar mañana. En cambio el desafío era solamente ese día.

En fin, me convenció mi amigo. A la hora indicada estaba en la canchita preparado y contento de volver a jugar. Para mi sorpresa, el que no estaba era Beto. Estuvimos esperando, demorando lo más que pudimos, pero no llegó. Pusimos un suplente y jugamos.

Ganamos aún sin él. Terminado el partido nos juntamos a tomar unas gaseosas y comentar lo raro de su faltazo. Nadie sabía qué le había pasado.

A veces, el destino juega cartas de una forma muy rara. Vino a buscarme mi padre porque mi mamá estaba descompuesta y tenía que llevarla al médico.

Me pasé una semana entre mi casa y el hospital y no supe nada de Beto. Cuando mi madre regresó a casa, doña Elvira vino a visitarla y a mí me trató de una manera muy distante, muy fría.

Aproveché para ir a ver a Beto a su casa y me encontré con una sorpresa. En la persiana había un cartel de venta. Toqué el timbre, golpee la puerta, llamé a viva voz, pero nadie respondía. Salió la vecina para decirme que se habían mudado. Repentinamente. Pero que me había dejado algo para mí. Desapareció detrás de la puerta y volvió a salir con una cajita, que me alcanzó.

No necesitaba abrirla, pero igual lo hice. Sentado en la vereda, la abrí. Un frasco de bolitas y, en medio, una nota.

“Disculpame Rulo, no lo pude evitar yo también quería ese tesoro, pero la jodí por partida doble. Te cagué a vos y me cagué la vida yo. No me di cuenta de la hora, llegó el marido y se armó un kilombo bárbaro. Habló con mis viejos y antes que se arme más gorda, prefirieron mudarse. Quién te dice alguna vez capaz que nos volvemos a ver. Un abrazo Rulo. Tu amigo Beto.”

Nunca más lo volví a ver.

O, mejor dicho lo he visto en la traición de otros miles de piratas desesperados por el tesoro. Como a tantas Elviras dispuestas a todo por un poco de placer.

Y sí, no doy las coordenadas exactas, es porque sé que en algún lugar de esta ciudad existe otro cofre escondido.

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