Nunca sospechó que regresar tuviera un significado tan literal, que la vuelta a casa estuviera marcada por una pérdida tan irrecuperable, que supusiera amarrarla para siempre a la tierra de la que huyó y en la que se pudrían irremediablemente sus raíces.

Víctima de padre maltratador, hija de madre maltratada, de ciudad maltratada a fuerza de intentar sobrevivir a una tierra estéril y a una economía enferma. Solo pudo salir huyendo de su cuna en cuanto la más mínima oportunidad la pasó por delante en forma de beca de estudios. Ahora, después de 30 largos años en los que su taciturno empeño por borrarlo todo había conseguido un poco de paz en su frente y mucha tristeza en su corazón, volvía convertida en inspectora de policía para asegurarse de que el monstruo había muerto y todo el mal se iba con él.

Perdida en tan oscuros pensamientos, Ana penetró en la pequeña ciudad donde nació y pasó la parte de su vida que se empeñaba en desdeñar. Todo era reconocible, como un maniquí abandonado en un escaparate, un poco antiguo, descolorido, triste…

Detuvo el coche junto a la plaza y caminó un trecho estirando las piernas e intentando limpiar su mente de tanto gris. Antes de las visitas oficiales quería hacer una muy particular. En esa ciudad aun había alguien que realmente la importaba. Maruja estaría en su Mercería, perdida entre miles de botones, hilos, corchetes, agujas… en ese rinconcito donde tantas veces se había refugiado y tanto consuelo había encontrado.

Pero quedó invadida por la decepción cuando, al penetrar en la estrecha calle que salía desde uno de los laterales de la plaza, vio la entrañable tienda tantas veces visitada con claros signos de abandono. La puerta, siempre pintada en algún color claro, según estuviera de inspirada esa temporada su querida Maruja, estaba descolorida, sucia e incluso alguien se había atrevido a decorarla con algunos feos dibujos un tanto obscenos, aquel escaparate que tanto la había entusiasmado con su variado y colorido bagaje, aquellos tesoros ya a penas se entreveían amontonados y ennegrecidos tras unos sucísimos cristales.

Un escalofrío la recorrió más que el cuerpo el alma ¿qué había pasado con Maruja?, tenía muchas preguntas, como siempre su vida estaba marcada por una cantidad excesiva de interrogantes y escasas respuestas. Y eso era lo que por fin había ido a buscar, siempre supo que llegaría el momento en el que tendría que volver y sumergirse en el mal para, paradójicamente, encontrar la paz. Indudablemente este era el momento, ya no había más tiempo para la ilusión de lo irreal.

Frustrada, helada y triste encaminó sus pasos hacia el Ayuntamiento, allí tenía su primera cita oficial y ya casi llegaba tarde. Lo personal, como tantas veces, tendría que esperar.

Entró con pocas ganas y muchas prisas, quería acabar cuanto antes con el puro trámite legal. Sin embargo, tal vez por su instinto natural o quizá por la torpeza de aquellos funcionarios, no se sintió ni cómoda, ni aliviada escuchando las explicaciones que le facilitaron. No era lo esperado ¿Por qué esa extraña sensación?

Según le contaron, hacía ya muchos años que su padre se dedicaba a vagabundear por las calles completamente borracho. En más de una ocasión había ingresado en los servicios de urgencias por caídas estrepitosas o por comas etílicos de los que, milagrosamente iba saliendo, pero inevitablemente uno de esos ingresos sería definitivo.

A nadie le sorprendió encontrarle muerto una madrugada, con el cuerpo sumergido hasta la cintura, en una alcantarilla cuya tapa había desaparecido. Indudablemente eso le resultó muy apropiado, una tremenda ironía del destino que, a pesar de la situación, no pudo evitar arrancarle una mueca parecida a una sonrisa. A veces desaparecen tapas de alcantarilla, sí, tal vez se rompen y tardan en reponerse. El caso es que el Ayuntamiento no quería problemas, por lo que tenían bastante prisa por dar carpetazo al asunto.

Pero no contaban, ni con el instinto de Ana, ni con su sentido de la justicia, de tal manera que, muy a su pesar, quería analizar qué demonios la impedía acabar con toda esa carga de una vez por todas y solicitó que la dejaran ver el cuerpo de su padre. Su petición sorprendió y desconcertó a los funcionarios pero, estaba en su derecho, no podían negarse. La amabilidad que había reinado hasta entonces, se trasformó en tensión palpable y desde luego, le dijeron que sería imposible hasta el día siguiente. Ana no quiso tensar más la situación y accedió, acordaron encontrarse en el depósito a primera hora y salió de allí con una desagradable sensación de ahogo.

Al llegar a la calle respiró profundamente cerrando los ojos y al abrirlos se encontró con un joven que la miraba y que, sin conocerle, le resultaba familiar.

  • Hola, – se presentó – soy Daniel, nieto de Maruja, ella te espera, se alegrará tanto de verte… no le queda mucho tiempo… ¿vamos? Está en el Hospital Provincial.

Probablemente resultaba irracional, pero no necesitó más explicaciones, confió en ese rostro, sus rasgos eran los de Maruja y, sintiendo una mezcla de alegría y miedo, subieron al coche.

Durante el trayecto, Daniel le explicó que su abuela siempre la había tenido presente, que sufría por no saber nada de ella y que ahora, al borde de la muerte, su obsesión era verla y darla algo, por eso había ido a buscarla.

Cuando Ana escapó de aquella ciudad, creía haber acabado definitivamente con su capacidad para llorar, sin embargo ahora apenas podía reprimirse, la emoción iba adueñándose de ella al avanzar por aquel pasillo que finalizaba en la puerta de la esperanza, del cariño, esa puerta que nuevamente se abrió y…

Allí estaba, pequeña, perdida entre las sábanas, como un blanco cisne, bella, etérea, con toda su ternura. Corrió a abrazarla y ya no pudo sujetar la fuerza del mar en sus ojos, volvió a llorar todo el llanto escondido, el del amor, del miedo, del agradecimiento, de los silencios, del reencuentro, del inminente y definitivo adiós…, Maruja acariciaba su cabeza con una dulzura tan inmensa… los ojos cerrados, la sonrisa en los labios… Las dejaron solas respetando su momento. Charlaron de tantas cosas…, como aquellas tardes en la mercería después de clase. Pasaron horas que para Ana fueron segundos y Maruja, con voz cansada le dijo:

– Mañana ve a ver a Marta… es una maestra en la escuela donde estudiaste… al acabar las clases a mediodía, está avisada… tiene algo para ti… no preguntes… haz lo que te digo… tú sabrás qué hacer… Y ahora vete… estoy agotada…

Ana se resistía, era difícil separarse de aquella magnética y amada mujer, pero sabía que era lo prudente y besándola, se despidió con la promesa de cumplir su deseo.

Extrañamente esa noche durmió sin malos sueños, plácidamente, no recordaba un descanso tan profundo y reparador. Al despertar lo único que quería era cumplir lo prometido, intrigada, pero sin dudas.

Antes tenía que terminar el feo tema de su padre, así que acudió al depósito. Sorprendentemente, después de varias horas no consiguió ver el cadáver; no estaba el responsable, una emergencia, no habían pasado la autorización, una casualidad… Aquello empezaba realmente a olerle mal, pero le importaba más lo que tenía que entregarle la maestra, por lo que no quiso ocuparse de momento de eso y se dirigió hacia la escuela.

Cuando llegó tuvo que amarrar fuertemente infinidad de recuerdos que pugnaban por invadirla. Faltaban unos minutos para que acabaran las clases y mientras se entretenía observando como un obrero parecía arreglar unas tejas en la Farmacia, situada frente a la escuela, Daniel la llamó para preguntarle si quería que la acompañara a ver a Marta. Ana le agradeció su ofrecimiento asegurándole que ya estaba allí y no hacía falta. Vale, – dijo Daniel – pero si me necesitas estoy cerca, volando mi maqueta de avión-. Ana sonrió y se despidió de él.

Sonaba en ese momento el timbre de salida de la escuela. Volvió a mirar al hombre del tejado, sus movimientos le parecían muy torpes y lentos. Alguien se asomó a una ventana, era Marta, que también observó al hombre en el tejado pensando: qué raro, se ponen a arreglar las tejas de la Farmacia ahora que van a cambiar de local…

En ese instante algo captó la atención de todos, un gran cisne blanco cruzó volando bajo el cielo de un azul brillante. El reloj digital de la Farmacia marcaba las 12 horas 33 minutos.

Más tarde supieron que fue la hora exacta en la que falleció Maruja.

Al anochecer del día siguiente, Ana entró en la habitación del hotel donde se alojaba dejándose caer completamente agotada sobre la cama. La avalancha de acontecimientos sucedidos en las últimas horas, había devorado su energía. Su cerebro necesitaba detenerse y descansar, aunque sintiera el alma consumida por la pena.

Tras la alegría del reencuentro, ahora solo le quedaba una antigua y preciosa caja de marquetería de gastados colores. Una caja que le había entregado una afable maestra en la escuela de su triste y ya lejana infancia. Y allí estaba, anacrónica y majestuosa mirándola desde la mesa, guardando aún no sabía qué. Pero no podía más, estaba al límite de sus fuerzas, la curiosidad tendría que esperar.

Se levantó trabajosamente, llenó un vaso de agua y se tomó una de esas pastillas que guardaba para las emergencias, cuando el insomnio la castigaba durante demasiados días seguidos. Se descalzó, tiró la ropa al suelo y se hizo un ovillo bajo las sábanas. Casi inmediatamente se quedó dormida.

Despertó con la boca seca y con el cuerpo como apaleado, siempre era así cuando el sueño tenía que ser inducido, pero ya no podía concederse más tiempo. Tras una ducha fría y rápida, bajó buscando un cargadísimo café que completase la tarea de despejarse y encarar todo lo que aún le quedaba por resolver.

Aguantando el deseo de descubrir lo que Maruja quiso entregarle, partió hacia el depósito con la intención de no salir de allí sin haber visto el cuerpo de su padre y comprobar que se había realizado la autopsia.

Cuando llegó, un funcionario distinto al que ya conocía, salió a atenderla. Ana se identificó explicando lo que quería, el hombre muy sorprendido le aseguró que su padre ya no estaba allí. Se había incorporado después de unos días de vacaciones y personalmente había revisado los archivos esa misma mañana, por eso sabía que, el día anterior, ella misma había firmado todo el papeleo.

Efectivamente, constaba en el registro su firma conforme con el resultado de la autopsia y la autorización para la incineración del cadáver. Ana no podía creer lo que estaba viendo, aquello sí que era una sorpresa.

Ese día lo pasó sumergida en el dolor y los ritos que acompañan a la muerte de un ser querido. No había pensado ni un solo segundo en su padre y las rarezas en torno a su muerte. Fue un día que marcaba un paréntesis en el que se había entregado a la triste despedida, había bajado la guardia y bastaba eso, un pequeño paréntesis, para perder la punta del hilo de dónde tirar y averiguar qué estaba pasando, qué había en torno a la muerte de su padre, quién se empeñaba tanto en ocultar, en pasar página lo antes posible, por qué.

Pidió una copia de aquellos papeles y salió hacia la Comisaría.

Una vez allí, Ana mantuvo una tensa entrevista con Antonio Casado, el Inspector Jefe, quien cerca ya de la jubilación, mostró poca disposición y estar repleto de prejuicios. Claramente no iba a ponerle las cosas fáciles y en pocas palabras la indicó que, dada la historia personal y el poco interés mostrado en los últimos treinta años, no era apropiado venir ahora a remover mierda jugando a ser la hija pródiga.

Ana apretó los puños escondidos en los bolsillos de la chaqueta y su mandíbula se tensó. El esfuerzo de contención era notable, pero había practicado mucho en su vida. Controlando el tono de voz se limitó a pedirle toda la información de la que dispusiera sobre su padre en los últimos años; posibles detenciones, ingresos hospitalarios… todo, incluyendo, por supuesto, cualquier cosa en torno a su muerte. Quería abrir una investigación de la que se encargaría personalmente, solo necesitaba hacer una llamada.

El inspector Casado soltó una carcajada exclamando:

-Sí anda, llama a quien quieras pero no aquí guapita, que estoy muy ocupado, que mientras las niñas monas gimotean si papá les da un azote y se liman las uñas en los despachos, los hombres nos jugamos la vida en la calle…-

Ana se quedó un instante mirándole a los ojos desafiante, arrojándole todo su desprecio a través de la frialdad de su mirada, fueron solo unos segundos, pero al inspector Casado se le coló una gota de frío, que hizo que su última palabra no sonara tan firme… Ella giró sobre sus talones y salió sin cerrar la puerta, caminando lentamente por el pasillo, aunque el corazón llevaba su propia carrera contrarreloj.

Estaba muy acostumbrada a controlar sus sentimientos, a reponerse inmediatamente y seguir adelante cuando resultaba herida, pero eso no significaba que no sintiera, y aquel viaje la estaba poniendo a prueba constantemente. Era un viaje en el que, por un lado su cuerpo se movía con la precisión acostumbrada y por otro su corazón, a toda velocidad, regresaba al origen, al tiempo en que ella era mucho más frágil y el dolor la convertía en vulnerable. Era un viaje que hacía temblar su carácter inquebrantable, que le recordaba lo que era el miedo…

Llegó a la escalera marcando ya el número de Mario, su Jefe de División. Además de llevar trabajando juntos muchos años, eran buenos amigos. Se compenetraban bien en lo privado y formaban buen equipo. Comenzaron juntos en la Academia y su olfato y buen hacer les sirvió para ir ascendiendo en la escala vertiginosamente. Ambos sabían que el único motivo por el cual Mario era ya Jefe de División, mientras Ana continuaba siendo Comisaria, era la condición masculina de éste.

Además, los ancestros de Mario eran “de rancio abolengo”, como a Ana le gustaba decir, y había entre sus familiares cercanos importantes y estratégicos cargos que en algunos casos venía bien utilizar. Como ahora.

Le puso inmediatamente al corriente de cómo estaban las cosas y Mario le aseguró que en dos horas tendría a sus pies al Inspector Casado y el equipo disponible. Era innecesario, pero le rogó que recelara de aquel inspector y que tuviera mucho cuidado. Incluso se ofreció para viajar hasta allí y ayudarla, pero Ana sonriendo lo rechazó, era un tema muy personal que prefería resolver sola.

Se despidieron cariñosamente y, aferrándose a la imagen de Mario para cargarse de fuerzas, se dirigió a tomar algo mientras dejaba pasar el tiempo. Era la hora de la comida.

Cuando regresó a la Comisaría, el despacho del Inspector Casado estaba vacío. Enseguida le salió al encuentro un joven que, con una franca sonrisa, se presentó como el agente Juan Prendes, indicándole que desde ese momento estaba a su disposición. El Inspector había tenido que ausentarse y, si hacía el favor de acompañarle, inmediatamente le facilitaría toda la información disponible sobre su padre.

Ana sintió enseguida que con aquel joven podría conectar y agradeció mentalmente que el soberbio Casado hubiera preferido retirarse, al menos aparentemente, y siguió los pasos de Prendes.

Entraron en una sala con varios ordenadores, tomaron asiento uno junto al otro frente a dos terminales y el agente se dispuso a informar indicándole dónde encontrar los archivos.

Ana no se equivocó con aquel joven, se mostraba entusiasmado con la idea de colaborar con ella, era evidente que su trabajo solía ser bastante aburrido y aquello suponía una salida de la rutina.

Cuando ella, con poco más de trece años, salió de su casa, su madre acababa de fallecer. La causa oficial de su muerte fue un infarto, aunque Ana sabía muy bien que su padre había sido su verdugo indirecto, lento, constante e implacable hasta acabar con su vida.

Era también muy consciente de que el siguiente objetivo era su propia hija y que, gracias a Maruja, que consiguió la beca que la alejó de allí, salvó su vida, aunque nunca supo cómo consiguió que su padre lo permitiera.

Lo que encontró Ana en todos aquellos datos facilitados por el agente no era mucho, salvo que su padre, poco después de su partida, abandonó la casa y todos sus bienes para vivir en la calle sin un motivo aparente. Que se entregó por completo a la bebida, vicio con el que ya anteriormente coqueteaba, y a perpetrar robos de poca monta para sobrevivir. Su paso por hospitales y calabozos fue constante. Nadie le quería, ni siquiera la gente de su calaña, no se le conocían relaciones de ningún tipo.

Con respecto a la autopsia no desvelaba nada relevante. El cuerpo presentaba una fractura de peroné en la pierna derecha que podría haberse producido al caer en el hueco de la alcantarilla y diversas contusiones, algunas anteriores al momento del fallecimiento, y otras posiblemente causadas al golpearse con los bordes exteriores del orificio. La causa de la muerte: parada cardiorrespiratoria que, en su caso, no significaba mucho. Dado su estado, era algo que sucedería en cualquier momento.

A Ana le quedó bastante claro algo que sabía, su padre era un indeseable, un estorbo, un desecho que nadie apreciaba y que había causado muchas molestias. Aquella alcantarilla no debía estar descubierta y el Ayuntamiento no quería verse implicado en problemas por un ser tan despreciable. Así de sencillo y de crudo. Y a pesar de no ser justo, Ana tendría que decidir si su padre merecía algún tipo de justicia o no.

De momento volvería al hotel, descansaría, pensaría en el asunto y por fin le dedicaría tiempo al legado de Maruja.

Ya en la habitación, Ana se acomodó en el confortable sillón junto a la ventana, con la hermosa caja sobre sus rodillas, dispuesta a desentrañar el misterio que contenía.

El aroma a canela que la invadió al abrirla, la transportó inmediatamente a las tardes de invierno en la enorme cocina de aquel hogar que tomaba prestado, que no era el suyo, pero que Maruja la dejaba creer a ratos que podría serlo. La añoranza salpicó su rostro en forma de lágrimas recordando aquella doble vida entre el infierno y el cielo.

Un sobre cerrado, con la inconfundible caligrafía de Maruja, a su nombre, reposaba sobre algunos objetos. Inmediatamente sus diligentes y temblorosos dedos, comenzaron a abrirlo mientras se fijaba en unas cuantas fotos ajadas y descoloridas atadas con un lazo rojo.

Intuía que algo cambiaría para siempre cuando descubriera lo que estaba allí escrito, pero ya no podía huir como hizo cuando era una cría, ya no, esta vez tendría que enfrentarse y ganar o perder.

Mi querida niña:

Supongo que ha llegado el momento del conocimiento. Con dolor o no, la historia es la que sucede, no la que nos quieran contar o la que queramos escuchar. Considero justo que sepas la tuya, la de tu familia, de dónde vienes y, tal vez así poner punto final, porque también es cierto que se acaban, con final feliz o no, las historias se acaban.

…….

La carta era muy extensa, al terminar su lectura aun estuvo un rato impregnándose de aquellos objetos antes carentes de sentido. Miró detenidamente las fotos acariciando las imágenes casi borradas. Lloró sin contener ya los gritos, tanto tiempo reprimidos en sus entrañas. Le concedió el tiempo negado a la expresión del dolor sin escamotearle ni un segundo y, cuando pensó que tal vez su voz podía ser clara, tomó el teléfono entre sus temblorosas manos y, sin fijarse si quiera en lo inoportuno de la hora, llamó a Mario y le contó, haciéndole conscientemente cómplice de la verdad.

Maruja, miembro de una adinerada y relevante familia, tenía quince años cuando se quedó embarazada. Nunca desveló el secreto sobre el padre del hijo no deseado, aunque siempre sospechó que su progenitor sabía que aquél supuesto amigo suyo al que tanto debía y que tan cariñoso se mostraba con ella….

La situación era inaceptable, su madre, una recalcitrante beata de la época, espantada, decidió “esconderla” en aquélla olvidada ciudad esperando que pasase el tiempo. Su padre no tuvo objeción, no podía sostenerla la mirada. Sería lo mejor, no les faltaría de nada a ella y a su hijo, pero lejos, muy lejos, donde nadie les conocieran. Pagarían gente que se ocuparan de ellos y dejarían que el tiempo pasara… Inventarían lujosos viajes con familiares lejanos y tal vez, pasados los años, podría volver quizá como una rica viuda, ya pensarían…

Los meses de gestación le sirvieron para esculpir a la mujer que sería. Prematuramente maduró a base de días de soledad en los que pudo pensar mucho, dedicados a la lectura, a meditar, asimilar y aceptar lo que la vida le había preparado. No intentó relacionarse con nadie que no fueran las personas que habían contratado para el cuidado de la casa, de su propia persona y el bebé que estaba por venir, un extraño matrimonio huraño que no le ofrecía ni confianza ni cariño y solo interesados en el dinero. Estos informaban a sus padres, ella ya no quiso tener contacto con ellos. Durante estos meses afianzó la idea de llegar a independizarse también económicamente de ellos, ahora era pronto, pero cuando naciera su bebé buscaría la manera de mantenerse por sus propios medios.

Pero aún la vida la sorprendería más y en un parto en el que casi perdió la vida, vieron la luz dos varones mellizos. El momento se produjo en plena noche, la pareja no avisó al médico, solo se harían cargo de un bebé, no querían más trabajo, ella nunca sabría que habían nacido dos niños, estaba inconsciente, el otro el que parecía más débil, simplemente se desharían de él. Antón, que nació el primero, fue el privilegiado, Juan, seis minutos más tarde fue envuelto en una manta y llevado al basurero.

Cuando amaneció, para dos mujeres cambiaba la vida. Una era Maruja, que debilitada y febril conocía a su hijo. La otra, una indigente a la que llamaban la bruja que vivía en una chabola en las afueras de la ciudad, encontró la manta y a Juan, aún con vida, y se lo llevó.

Maruja fue criando a su hijo, montó una preciosa mercería y consiguió prescindir de la ayuda de sus padres, tan solo mantenía la casa. No tardó en deshacerse también de la pareja por ellos asignada para su cuidado.

La gente de aquella ciudad era un poco fría y distante con ella, pero su mercería funcionaba lo suficiente como para permitirle vivir bien a ella y a su hijo, no necesitaba más. Intentaba mantener una relación cordial con todo el mundo y que su tienda fuera agradable de visitar, eso era suficiente. Era una mujer sabia y su conversación, moderada y justa, atraía a algunas interesantes personas, pocas y escogidas, mejor así.

La bruja cuidó de Juan como pudo, para ella era un regalo que se había encontrado. Lo mantuvo oculto en su chabola hasta que tenía un año aproximadamente, después alguien lo vio un día cuando lo llevaba cargado a la espalda envuelto en sábanas, dio la voz de alarma y se lo quitaron. Jamás vieron llorar como a aquella mujer. Pero no sirvió de nada, no estaba capacitada y lo entregaron en la inclusa.

Juan creció lleno de una inexplicable ira, alimentada por los constantes chismes sobre su nacimiento, que le enseñaron a odiar ciegamente a todo y a todos en general y a Maruja y a Antón en particular.

Los rumores eran tan insistentes que finalmente Maruja decidió hablar con un policía que no ocultaba su amor por ella, Antonio Casado. La investigación fue difícil, pero nada podía detener a un joven enamorado y culminó con la confesión de la despreciable pareja. Antón y Juan eran hermanos.

El golpe fue tremendo para Maruja que, desde ese momento dedicó todo sus esfuerzos a intentar el acercamiento a Juan. Por esta razón rechazó el compromiso con Antonio. Solo quería recuperar el tiempo perdido, pero Juan jamás lo permitió y se dedicó en cuerpo y alma a atacarles a ella y a su hijo física y verbalmente, a hacer de sus vidas un infierno.

Maruja llegó a temer por la vida de Antón y decidió que realizara sus estudios fuera de la ciudad, confiando que el tiempo calmara el odio de su hermano, no quería acudir a las autoridades, aunque sospechaba que tampoco encontraría el apoyo buscado, todos parecían mirar hacia otro lado. Juan no gozaba de muchas simpatías, pero ella tampoco, no era más que una advenediza, una niña rica que había ido a lavar sus pecados a aquella ciudad.

Con el tiempo Juan se llevó a su casa a Marina, compañera de inclusa y un poco deficiente, a la que había dejado preñada, y empezó a volcar su odio contra ella y su hija, a la que llamaron Ana. Aflojó entonces su presión sobre Maruja, ahora parecía disfrutar del poder sobre las que consideraba mujeres de su propiedad.

Maruja intentaba proteger a su nieta de aquella fiera cegada por el rencor, acogiéndola en su casa y en su tienda con todo el amor, todo el tiempo que su padre se lo permitía.

También sentía una inmensa pena por Marina, veía como poco a poco se consumía entre el miedo y el dolor físico de las tremendas palizas con las que desahogaba su odio. Un día decidió aliviar su agonía adelantándole el descanso eterno. Fue a visitarla a escondidas y le inyectó cloruro potásico provocándole una parada cardiaca, nadie investigó su muerte.

Para Ana consiguió una beca de estudios. Viviría en una buena residencia para estudiantes, sin pretensiones pero cómoda y tendría como tutora hasta cumplir la mayoría de edad, una persona de confianza vigilada por la familia de Maruja, con el firme compromiso de no darse a conocer bajo ningún concepto. Una vez cumplida la mayoría de edad, la propia Ana decidiría continuar sus estudios en las mismas condiciones, hasta poder vivir por sí misma, o volver con su padre.

Juan siempre sospechó que Maruja había acabado con Marina pero calló, tampoco quiso evitar la marcha de Ana. Había vivido siempre odiando, aquella mujer que era su madre, nunca lo había sido, nunca le había dado nada y ahora le quitaba sus juguetes, pero estaba cansado, se sentía podrido de tanto odiar… así que una mañana abandonó su casa y dejándolo todo atrás salió de su propia vida, quiso vivirlo como todo un símbolo, desposeído, como siempre había sido su destino, ya no quería nada, ni si quiera odiar, solo quería dejar de existir. Y a eso se dedicaría, a llamar a la puerta de la muerte hasta que ésta tuviera a bien abrirse para él…

Durante todos esos años en que Ana estaba alejada de la podedumbre formándose lejos de allí, Antón había ido construyendo su vida en otro lugar y Juan destruía la suya en la misma ciudad en que Maruja consumía la propia tristemente, hasta que el cáncer la invadió. Entonces Antón y Dani acudieron a su lado, Maruja les contó toda la historia y les pidió ayuda para cerrar el círculo, las cosas tenían que quedar terminadas correctamente.

Sin dudarlo y, siguiendo las indicaciones de su abuela, Dani hizo desaparecer la tapa de la alcantarilla justo unos momentos antes de que, Antón dirigiera a su hermano, completamente borracho, hasta el mismo borde y, entre padre e hijo, le dejaron caer.

El hombre que fingía arreglar el tejado de la Farmacia cuando Ana fue a recoger la caja en la escuela era Antón, quería asegurarse de que cumpliría lo prometido antes de desaparecer junto con su hijo, aunque la muerte de Maruja retrasó la huida.

El Comisario Casado, que sospechaba la verdad desde el primer momento, jamás abriría la boca para acusar a Maruja de nada y utilizó todo su poder para que nadie moviera un dedo sin su consentimiento. En cuanto a la firma de la autopsia y la autorización para la incineración del cadáver, Prendes era un virtuoso con el ordenador, y le debía una muy gorda al Comisario, pero esa es otra historia…

…y esta es toda la verdad, tú sabrás qué hacer…

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