A Palmira Yebra Fandos le habían estado asaltando durante los últimos meses, noche tras noche, una serie de sueños repetitivos. Aquella mañana, sintiéndose agotada e incapaz de levantarse, empezó a repasar mentalmente, uno a uno, los relatos oníricos que había ido anotando con cuidado en un cuaderno cada día al despertar. Los había memorizado de tanto leerlos intentando desentrañar su significado. Se quedó con el ceño fruncido y la mirada fija en un punto del blanco techo y las imágenes empezaron a desfilar ante sus ojos. De repente éstos se habían convertido en sendos proyectores, ayudados por la escasa luz de la habitación, que aún permanecía en penumbra.

Aquel romanescu hirviendo sobre la lumbre en la casa de su abuela, mientras el agua se escapaba a borbotones por la rendija de la tapa mal cerrada. La cacerola de barro empezaba a agrietarse por las numerosas queimadas que se habrían cocinado en su interior.

El recorrido por una escalera de caracol suspendida en el cielo que parecía no tener fin. Daba igual que subiese o que bajase, nunca llegaba a ningún lado. Pareciera que M.C. Escher la hubiese dibujado a propósito para ella, tal vez para poner a prueba su equilibrio, o acaso su entendimiento.

Aquel campo lleno de girasoles que se perdían en el horizonte. Y ella en el medio, arrancando pétalos, de izquierda a derecha primero, y semillas, de derecha a izquierda después, hasta dejar huérfanos a una multitud de tallos verdes cimbreándose al viento, decapitados.

El examen de matemáticas. —¡No entiendes la secuencia de Fibonacci!—, le gritaba su profesor desde algún rincón de su mente dormida.

Aquel tornado avanzando de modo amenazante por la llanura del desierto del Sáhara, ¿o tal vez del Gobi? Tampoco importa. Suspendió Geografía aquel trimestre, mientras los ojos se le llenaban de llanto y arena al conocer el resultado. Por más que intentaba correr siempre permanecía en el mismo sitio, sintiendo sus piernas atrapadas en un enorme y azulado cordón umbilical.

El remolino de agua girando en el río la tarde en que no volvió a ver más a su amigo del alma, Bálder.

La tela de araña cubriendo las paredes de su cuarto, de su casa, del barrio, de su ciudad, del planeta entero que latía al ritmo de las patas del gigantesco insecto. Y aquel camaleón que le escrutaba desde lo alto del armario con su párpado globoso, moviendo con hipnótica lentitud su cola enroscada mientras permanecía atento con el otro a la presencia del arácnido, ahora minúsculo y agazapado en algún rincón sin ser consciente de qué él ahora ya no era el depredador, sino la próxima víctima.

Sin darse apenas cuenta, Palmira, que empezaba a quedarse dormida, volvió a soñar. Se vio a sí misma subida a un estrado frente a una multitud que esperaba atenta a que se dirigiese a ellos. El griterío de la gente pronto dio paso a un leve murmullo, y después, silencio. Ahora ya sólo alcanzó a escuchar el sonido de su respiración agitada. De pronto de sus labios brotaron, como por arte de magia, las siguientes palabras: —Por fin he descubierto su simbolismo. La espiral es una obsesión que se traga a sí misma a la vez que se expande, como el universo. La espiral es mi mente, la espiral soy yo—.

La muchedumbre aplaudió durante un largo rato. Luego de nuevo se hizo el silencio.

Esta vez cuando Palmira despertó, respiraba con tranquilidad, no quedaba ya rastro de ceño en su frente amplia, y una leve sonrisa se dibujó en su rostro. Como el día en que nació.

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