Vivo en una calle privada, porque así lo dice el letrero que cuelga del poste de la luz: “calle sin salida”.

La calle es tan inclinada que necesitas tener condición física para subirla, lo prometo.

Esta calle es la que hoy me pertenece.

Crecí en una que se inundaba cuando llovía en demasía.

Luego viví en una angosta, como angosta y pequeña era la casa.

Y ésta, la que puedo decir “nuestra casa”.

Esta calle que juega con la gravedad, donde la humedad se burla de las alergias, y donde se ve todo espeso cuando es invierno.

La calle se burla de mí.

No hay señal de televisión porque es algo así como una cañada.

No se logra ver mucho cuando hay neblina y, cosa rara, al salir de esta pendiente, puedes ver al sol brillar.

Siempre he dicho que soy solar, porque en verdad el sol me da energía para hacer muchas cosas. En el invierno todo se aletarga.

Volviendo a la calle, en esta calle, en esta casa hemos vivido por épocas, marcadas por un paréntesis donde estuvimos en Oaxaca, en unas ricas vacaciones por cinco años.

Me costó trabajo regresar.

Pero hoy, a menos de un año de estar aquí, ya volvió a ser un tanto mi casa. Esa de paredes altas, de humedad, de ecos, de la calle empinada.

Esta es la casa donde ha crecido mi hija, y donde yo he aprendido a ser un tanto madre.

Esta casa es diferente a la que yo habite de niña.

Pero en fin, todo tiene su justo valor, su tiempo, su distancia.

El nuestro es este espacio, llegar a la casa y encontrar paz en tiempos un tanto violentos.

Al regresar, tuve que empezar a respirar tranquila, a reconocer el espacio, a quitar una palma gigantesca para el diminuto espacio.

Riego con devoción el pasto que siembro para que se vea bonito.

He encontrado cierto brillo en los cristales. El sentir que es mi espacio, que puedo hacer con él lo que quiera.

Mudé de Oaxaca unos corazones de copal pintados.

Me recuerdan la magia del sur, una magia mística que anhelo aun.

El sonido del móvil, que asemeja campanitas, cuando todas las mañanas mi hija las hace sonar.

Ella ya ha dejado atrás la etapa de ser niña, ahora sueña, sueña en grande y a la par conmigo escribe, ella sobre esta calle con su visión propia y yo en mi computadora, de la misma calle, con mi visión de madre.

Aquí vivimos, hemos aprendido que te tienes que adaptar y ver lo bueno solamente.

Estamos caminando despacio, reconociendo los espacios, porque insisto, yo desde chica, me he esforzado por enredarlo todo.

Y me siento en la escalera y veo por la ventana, la casa de los pajaritos que todas las mañanas y las tardes vienen a comer.

Veo la madeja de cables que se entrelazan y que me fastidian, así como mis ideas.

Pero el tiempo todo lo calma, los sueños se siguen gestando, mi hija sigue creciendo y yo sorprendida de lo que llaman memoria celular.

Ella escribe. Yo lo intento

Yo escribo. Ella lo intenta.

Y llega Raúl cansado del trabajo, y lee lo que hacemos, para entonces, solo entonces compartirlo.

Así es mi vida, así de simple como esto.

No hay ficción, tal vez le falte mucho para que suba al nivel de literatura.

Empecé hablando de la calle y me desvío tanto con la rutina.

Pero soy así, entre líneas leo y escribo. Entre líneas veo y entre calles vivo.

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