Los dedos me están quemando, quemando de nuevo, en algún lugar alguien dice mi nombre y tan pronto como la luz morada toca mi rostro sé que vuelvo a tener 20 años. Los ojos se me llenan del espectro y me impide pensar, un segundo parece durar todo un siglo.

Un mechón rizado en la frente marcaba el comienzo entre lo que éramos entonces y lo que somos ahora. Las preocupaciones rondaban en cómo alcanzar la cima del éxito mientras avanzábamos cuesta arriba. Los pensamientos no me traen de vuelta, lo hace un pitido extraño que obliga a taparse los oídos y fruncir el gesto a propios y extraños. He tirado el pedestal que sostenía el micrófono. En un gesto que ha resultado fácil para no verme torpe le levanto, haciéndole venir directamente a mi mano. Y es todo. Lo siguiente que sé es que me empujan a través de un corredor lleno de luz y me ponen sobre los hombros una frazada.

-Veinticinco minutos menos ¿Sabes en cuánto nos va a salir..?-

Su voz se apaga en cuanto cierro la puerta.

Las luces alrededor del espejo del fondo me hacen sentir como una cabaretera, sé que no pudimos conseguir algo mejor esta vez y nos contentamos con lo poco que quieren darnos. Cinco minutos la vez pasada se tradujeron en 1200 grandes menos. Si atienden a esa cifra, 25 minutos se llevaran la mitad de lo que aspira cada uno por tres horas. Mi paga entera si decido sacrificarme y quedaré debiendo. Stan sigue despotricando afuera. Aunque he pensado en echarlo, no lo hago y no lo haré – a menos que él decida irse solo- porque es el único que logra mantenerme en línea.

El agua sigue soltando burbujas dentro del hielo, una capa fina se ha formado debajo del contenedor trazando una elipse semiperfecta sobre la madera repintada del tocador. La botella plateada que contiene mineralizada dicta que ha sido envasada en Suecia y exportada. Me pregunto desde cuándo soy el tipo que pide agua mineral de Suecia reposada en hielo seco después de un concierto y al mirarme al espejo con sus luces amarillas todo me parece ridículo.

Los sueños se antojaban de colores cuando decidí retomar el camino, no he encontrado una sola de esas cosas durante este tiempo.

Cuando salgo al pasillo Stan y Michael hablan de algo que cuando me ven callan.

Doblo en dirección a la salida de emergencia, la única ruta segura.

-¡Hey! ¿A dónde vas?-

-Hemos terminado.- Hago un gesto al aire como restándoles importancia a todo lo que continuamente quieren decir.

El callejón al que salgo muestra el olor de la inmundicia. Los restos de comida, las plagas de roedores y la reciente lluvia se mezclan en un espectáculo no digno de admirar. Mis pasos se van comiendo los metros de asfalto. Voy siempre al mismo lugar cuándo necesito pensar, así esté a tres o a treinta kilómetros.

La cafetería tiene la misma esencia desde hace mucho. El olor del café y la ausencia de calefacción te golpean a la entrada. La mesa de siempre, la bebida de siempre, el tiempo de siempre. Desde ese lugar puedo observar, con el regusto de ser un mirón, la vida de los demás. Las citas primeras y las despedidas sobre las mesas, los cotilleos recientes y las memorias de años en los inigualables reencuentros. Banalidades que me vienen a menos en este momento.

A las 11 con 13 minutos me levanto, coloco un billete sobre el mostrador sin esperar el cambio y sigo caminando hasta llegar a casa, es uno de los pocos placeres de los que debería privarme, el continuar haciéndolo responde a una necesidad de superioridad fingida ante los otros con los que solía estar. Me fui de ellos sin despedirme.

En el fondo del departamento la soledad contesta a mi llegada con el eco del sonido de las llaves sobre la cerámica. Ni un solo mueble se ha movido desde que llegué a habitar, cada cosa ha sido colocada por defecto. Sobre un catálogo señalé con un dedo el sitio que quería habitar y sigo aquí 17 años después. En la locura de la abundancia del dinero logré escriturarlo a mi nombre y es por eso que sigo teniendo un lugar donde dormir y al cual volver.

El lúgubre espacio que representa al dormitorio tiene la cama hecha. Por las cortinas corridas entra la luz de la calle. El mundo sucede afuera. Mi mundo se derrumba dentro.

Eso mismo hubiera sido una buena línea, nadie dudaba de mi talento para escribir, se decía que era una persona completa, que yo mismo podría haber formado mi propia legión. Voz y talento. Las dos cosas más explotables.

Sincronizadas con mi teléfono se encuentran las bocinas que hablan desde el techo. Vuelvo a tener 22 años cuando cierro los ojos.

Mi cuerpo es esbelto de nuevo, los pantalones se me pegan a las piernas, mi abdomen no exhibe una barriga de dejadez. El cabello no se me cae cada mañana, éste es negro, abundante y casi rizado. Los ojos no tiene el café lechoso, las manos muestran su dedos largos, diestros y delgados, las primera ámpulas comienzan a formarse bajo las uñas, producto de horas dedicadas a la guitarra y la cosquilla del canto comienza a colarse a mi almohada. Cargaba la derrota de mi primera banda formada y su ausencia de nombre.

Recuerdo cada persona que conocí con la misma apariencia que tenían hace 33 años. Y en ese recóndito lugar aparece ella.

No abro los ojos, me permito verla de nuevo esta noche.

Mirar desde aquí su cabello corto y crespo, su ropa suelta y su sonrisa que restaba importancia a todo lo demás. La separación frontal de sus dientes me hacía mirarle la boca cuando hablaba. Ella jamás pudo imaginar que era la clase de persona que guardaba una púa dorada de guitarra en un bolsillo, la imagen arrogante que miraba era una construcción anatómica contra la que nada había que hacer.

Se acercó, porque sí lo hizo, y hablamos por horas y esas horas hicieron que todo el tiempo que había esperado para conocerla fuera suficiente. Jamás volví a hablarle.

Una nueva banda vino para reclutarme como su guitarrista, ascendí a vocalista y lo que vino después, a menos que durante los últimos veinte años hayan estado en otro planeta, ya lo conocen. La banda creció y no había un solo sitio donde Willmet no haya sonado.

Algunas veces pensaba en ella, sin saber su nombre, porque nunca me lo dijo, nuestra conversación iba de lo que habíamos elegido ser. Creí que volvería para reclamar que guardaba la púa de guitarra que el famoso vocalista de Willmet usaba antes de ser famoso, pero no lo hizo.

Tres canciones del siguiente álbum fueron tres mensajes a ella. Pero no respondió. Así de importante pueden ser cuatro horas frente a veintidós años.

Vuelvo a tener 39. Despierto con resaca y la cama hecha un desastre. Cada mañana la misma rutina. Las ideas de volver con ellos a Willmet y decirles que estaba listo para continuar.

Sí.

Jamás volví.

Mientras me hundía en el orgullo herido sus cuentas seguían aumentando y anunciaban una nueva voz que no hizo más que sustituirme en tres semanas y después todos me olvidaron. Muchos diarios decían que había muerto. Llevan los mismos años cobrando lo que les legué que yo sobreviviendo, porque antes que mi nombre mismo estaba el nombre de Willmet, Willmet era yo y yo era Willmet. Me quitaron Willmet y borraron mi nombre de las canciones, no tuve más remedio que dejar por paz la pelea de la autoría.

Me sumí en mi propia miseria, dando tumbos por la calle a las dos de la mañana para después hundir la cara sobre delgados hombros cuyo nombre no recordaba al día siguiente. Promesas de llamar y muchos números con carmín que guardé y que jamás usé se fueron a la basura. Estar conmigo, con el rebelde y legendario ex miembro de Willmet pasó de ser toda una hazaña a no significar nada, el hombre que quería comerse al mundo terminaba llorando cuando amanecía.

Les di todo de mí y las personas me olvidaron.

Cada canción contenía en sí pedazos de mi vida, pequeñas miradas adentro mío, rogaciones infinitas. Mi vida entera se les fue dada, recuerdos echados al precipicio que ahora me son devueltos en fotografías a blanco y negro.

La nueva banda a la que me he unido por tener algo qué hacer, la misma que fue catalogada como “El fracaso por triunfar” me alcanza para seguir en el medio. Las clases de guitarra a niños me dan para comer.

¿Qué fue de todo lo que había soñado ser? Me lo pregunto cada noche, ¿Qué fue del soñador hombre de veintitantos? Tuvo una vida de excesos, me respondo.

¿Cómo terminó todo tan mal? Fui lo que soñé ser, pero ahora ya no soy nada. Caminé hasta que el sendero se terminó.

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