Las bolas de papel

Las bolas de papel

Serafín Cruz

26/01/2019

LAS BOLAS DE PAPEL

Tres filas de pupitres permitían, en el aula de 4º A de secundaria, formar dos pasillos por donde el profesor, un adusto hombre de panza pronunciada, de pelo blanquecino amoldado merced a un perenne peinado hacia atrás, con bigote descuidado y con gafas graduadas, acostumbraba a dar parsimoniosos paseos, oteando aquí y acullá, a la vez que se cercioraba de que todos y cada uno de sus alumnos prestaban atención a sus deberes. Rara era la vez que don Raimundo, el profesor, permitía que los niños de su clase entrecruzaran palabras, y menos aún cuando daba por hecho que el ejercicio impuesto era de vital importancia para sumar o restar puntos en la nota trimestral.

Ocupando la tercera “banca” —como popularmente llamaban los niños al pupitre— de la izquierda, la que daba a la pared donde estaban las ventanas, se encontraba Saúl, un mozalbete vivaz y zanquivano, más bien alto para su edad, de tez morena y de pelo lacio. Saúl, poco dado a los estudios, sabía que no podía apartar la vista de su cuaderno, pues si el “profe” —diminutivo con el que normalmente se refería a su profesor cuando este no le oía— le volvía a pillar distraído, como en decenas de ocasiones en lo que iba de curso, su aprobado solamente llegaría si se obraba un milagro, pues su cinco raspado no daba para florituras. En la fila de en medio, justo a la derecha de Saúl y un par de asientos hacia atrás, una guapa chiquilla de cara pequeña, de denso cabello agraciado con grandes ondas y de sonrisa fácil e inocente, se afanaba y ponía esmero en acabar sus deberes para entregar su trabajo sintiéndose satisfecha. Parecía encontrarse sola en el aula de tan ensimismada y entregada a su labor como estaba, prestando toda su atención a las preguntas que debía responder en el par de folios que le hacía un rato le había entregado don Raimundo. De pronto, inesperadamente, algo la sobresaltó, aunque fue respetuosa con el resto de los compañeros de clase y temerosa de la rectitud del profesor y no pronunció palabra; un simple vistazo hacia el pasillo fue suficiente para percatarse de que alguien había lanzado, aprovechando la lejanía del maestro, un papel en forma de bola deforme, aunque no había acertado con el blanco. No le dio mayor importancia y trató de volver a su trabajo, aunque acertó a saber quién había sido el causante de que insignificante proyectil hubiese sido disparado. Casi ni había dejado de prestar atención a lo recién acontecido cuando una nueva bola blanca aterrizó, esta vez, en su mesa, y fue motivo para que se enojara y, airada y con cara de pocos amigos, dirigiera una enemiga mirada a Saúl. El larguirucho jovenzuelo, lejos de ocultar su culpabilidad, permitió que Maite, la chica a la que había lanzado su improvisada munición, supiera, sin el más mínimo resquicio de duda, quién era el causante de que las bolas de papel llegasen hasta su pupitre. La sonrisa del zagal se le antojó maliciosa a Maite y, cauta y sigilosa, cogió la cambemba bola y, antes de que se percatase el profesor, la metió en su lapicero. Pero no tardó en llegar una tercera bola, estando más acertado esta vez el francotirador y dando de lleno en el rostro de la chiquilla. Visiblemente malhumorada, dedicó al chico una segunda mirada, esta vez más de odio que de enemistad, y asió el lapicero con el firme propósito de borrar la estúpida sonrisa de la cara del impertinente joven, intencionada acción que fue abortada por la casual voz de alerta de don Raimundo:

—¡Maite!

—Lo siento, profesor —se excusó, astutamente, Maite—, no encontraba mi goma de borrar.

A la vista del profesor, todos los demás niños mantenían una actitud decorosa, por lo que creyó las palabras de Maite, a la que le tenía un gran aprecio, y se encaminó a su mesa con su lento andar y con los brazos cruzados a la espalda. Poco antes de llegar a la mesa, cuando el apaciguado profesor ofrecía la espalda a todos sus alumnos, la cuarta bola importunó de nuevo a Maite, teniendo la molestada niña que frenar su ira, aunque no se reservó en, por lo bajini, llamar idiota a Saúl, que mantenía su estúpida sonrisa.

El tiempo establecido para el examen tocó su fin cuando un alarmante y repetitivo “bip-bip” dio el aviso.

—¡Se acabó, niños! —anunció el profesor—. Pónganse todos de pie y dejen sus exámenes sobre sus pupitres, abandonen el aula en orden y disfruten de la hora del recreo.

Maite esperó en el pasillo a María y a Mónica, sus compañeras de clase y sus dos mejores amigas, y salieron juntas al patio.

—¿Qué tal os ha ido el examen? —preguntó Mónica, la más alta de las amigas.

—Yo he estado súper concentrada, lo he visto fácil. A ver si subo nota y alcanzo el notable —se adelantó a contar María, la gordita del grupo.

Ante el mutismo de Maite, que acompañaba con un rostro compungido, Mónica preguntó:

—¿Y tú, “Chorbi”? —Mónica acostumbraba llamar así a su inteligente amiga.

—He estado a punto de tirarle el lapicero al imbécil de Saúl; me ha estado tirando bolas de papel durante el examen el muy idiota.

Acabada la última hora lectiva, el esperado “bip-bip” del despertador fue como una catapulta para las posaderas de los niños, que se despegaron de sus asientos como si estos tuvieran pinchos. Don Raimundo, guardando su seria compostura, alcanzó a decir, antes de que la clase quedara completamente vacía, que quería para mañana el trabajo de inglés… no tuvo tiempo para más.

Maite, una vez en su casa, saludó con un escueto “hola” a su madre, subió a su cuarto y dejó caer su pesada mochila sobre la cama. No se había cerciorado del cierre y, al inclinarse la mochila en la caída, salió despedido el lapicero. Se acordó que había guardado allí las bolas de papel que le había tirado Saúl, y las cogió para depositarlas en la papelera de plástico que mantenía bajo la mesa de su escritorio. Tuvo curiosidad y, antes de ejecutar dicha acción, deshizo una de las bolas, quedando, en unos instantes, un papel arrugado entre sus manos. Pudo leer unas letras sinuosas, escritas con bolígrafo de tinta roja, que decía “te quiero”; algo parecido a un corazón hacía de la vocal que cerraba la frase; debajo aparecía un corazón flechado cuya flecha sostenía una eme mayúscula a un lado del corazón y, con la misma caligrafía, una ese al otro lado. Todo lo anotado en aquel maltrecho papel hizo reflexionar a Maite que, sorprendida y contrita, perdonó al chico que la había estado molestando lanzándole aquellas bolas de papel.

FIN

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