Sombras de invierno

Sombras de invierno

Josué Mares

20/01/2019

Despertó con la sensación de que la cabeza le daba vueltas. Estaba en total oscuridad, y a pesar de ello sentía un malestar en sus ojos recién abiertos, como si una fuerte luz lo cegara, pero no había luz; el invierno había llegado. Había disfrutado de muchas primaveras y veranos, pero ese tiempo se había acabado. Debería estar en la enorme cama, en la que cómodamente podrían acostarse tres personas sin siquiera rozarse. En lugar de eso sentía la dureza y frialdad de las baldosas en su espalda. Se levantó del suelo; la noche había llegado. Caminó a tientas, totalmente en penumbras. Su mansión era una de las más grandes del país, prácticamente un palacio, y a pesar de eso conocía a la perfección cada rincón. No hubiera tenido problemas para esquivar los muebles de memoria, si tan solo supiera en cuál de la centena de habitaciones estaba. No le tomó mucho tiempo notar que estaba en la cocina. Pulsó el interruptor de la luz, pero no encendió. Entonces recordó el estúpido arrebato en el que destruyó todas las ampolletas y focos de iluminación, muchas con lámparas incluidas. Tomó uno de los candelabros bañados en oro y encendió la mitad de las velas.

La soledad lo había abrazado fuerte, lo había seducido y lo había despojado de sí mismo. Nunca antes había bebido, por lo que bastó apenas un cuarto de botella para derrumbarlo.

Llegó a su habitación y estaba hecha un desastre. La tenue luz de las velas bailaba proyectando sombras, dando vida a fantasmas de la oscuridad. Tomó el revolver en su mano libre, miró hacia arriba y se unió al baile.

Todo estaba en absoluto silencio, pero en su cabeza sonaban melodías; una musiquilla odiosa, triste, tétrica, profunda como sus decepciones y oscura como sus pensamientos. Se metió a la ducha sin siquiera quitarse la ropa y empezó a reír frenéticamente. Sabía que estaba enloqueciendo, pero ya no iba a luchar más por mantener la cordura. Después de todo, ¿de qué le había servido? ¿De qué le servía todo? Pensó que el final perfecto sería ver la mansión en llamas. Sí. Si le daba el tiempo, lo haría. Sería épico. Todavía bajo la ducha se desnudó y terminó de limpiarse. Sentía sucia su conciencia, por lo que necesitaba al menos estar limpio de cuerpo. Se puso un traje caro y los zapatos más lustrosos. Tomó el reloj de oro que había heredado de su padre, antes de que desapareciera de su vida. Le parecía poético utilizar ese reloj, que representaba su abandono y la época más negra de su juventud, en la misma mano que ahora cargaría el arma con la que haría justicia.

Se sentó en el piano y tocó tres melodías en tristes bemoles. Lo hizo con fuerza, con violencia; con desesperación. En el fondo, se estaba dando a sí mismo la última oportunidad de reaccionar. Una oportunidad para tomar el control de las cosas, como tanto le gustaba hacer, porque sabía que si llegaba a cruzar el umbral de la puerta, ya no volvería a ser el mismo; no habría vuelta atrás.

Terminó golpeando las teclas con el puño con tal fuerza, que el impulso lo hizo ponerse de pie. Allí entendió que las cosas solo podían terminar de una sola forma. Todo el ritual había servido únicamente para retardar lo impostergable. No había providencia ni azar; simplemente iba a hacer lo único que podía en esas circunstancias. Todo había llegado en el momento preciso: la vida, la muerte, el abandono, la amistad, la disciplina, las humillaciones, la mujer que tanto amaba, la fortuna, el éxito, la muerte, la soledad, la furia y finalmente el arma. ¿Podía estar más claro?

Sentía que todavía faltaba algo que hiciera el momento inolvidable. Algo dramático. Una carta. Eso. Tomó la pluma y comenzó a escribir:

«Un pequeño momento, una mirada casual, un lugar inhóspito, un saludo frío y sus ojos celestes. Esas simples cosas cambiaron mi mundo. Ella llegó a ser mi música. No lo sabía entonces, pero ahora lo sé; lo sé porque en su ausencia no hay más que silencio. El silencio es desquiciante ¿no creen? Jamás busqué nada de esto. Jamás esperé nada, pero llegué a tenerlo todo. La fortuna me llegó sorpresivamente, y así mismo me fue quitada. Sin el amor de mi vida, ¿de qué me sirve todo lo demás? Si me arrebataron la música, entonces haré ruido».

A esas palabras le siguieron muchas, muchas; muchas. Cuando terminó, dobló las hojas en cuatro y las puso en el bolsillo de la chaqueta junto a una foto suya, tomada en 1998, el año que la conoció.

Abandonó el candelabro y se aferró al arma. Ya no dudaba: no sentía frío, no le temblaban las piernas, no tenía el corazón acelerado ni nada de lo que se supone debería pasarle. Ya no sentía; mejor así. Justo en el momento de cruzar la puerta se escuchó un rugido que luego fue acompañado por un fuerte sismo. Uno muy, muy fuerte. Siguió caminando con dificultad, viendo con emoción que las montañas estaban incendiándose, allá a lo lejos. El cielo era un manto negro, lleno de estrellas y con un par de nubes amenazantes que avanzaban desde el sur. El invierno había llegado. La noche había llegado; él reía. Sabía que alguien tenía que pagar el precio de su vida. Alguien tenía que hacerse responsable por su fracaso, por su soledad, por la indiferencia, por la falta de empatía hacia él, por el desinterés, por no escucharle, por no leerle, por no preocuparse, por no hablarle; por no amarlo. Alguien tenía que hacerse responsable de su rabia y de su tristeza. Alguien iba a pagar por todo lo que le habían quitado, por todo lo que había perdido y aún por lo que él mismo había despilfarrado. Solo tenía que salir, escoger una víctima y declararla culpable.

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