Siempre he tenido la idea que los gatos son muy parecidos a los seres humanos. Cuando era niño no le prestaba mucha atención a aquellas criaturitas, sólo las miraba de lejos y contemplaba con detenimiento lo perezosos que eran. Cuando crecí, después de un tiempo considerable en el que la vida me azotó sin piedad, comprendí muchos aspectos de la humanidad y sin querer logré asociarlos de una u otra manera al gato que hoy me acompaña. Y sí, los gatos son muy parecidos a nosotros. Mi gato está todo el día recostado sobre la cama de mi habitación, esperando ser acariciado, buscando mi mano en cada momento que escribo este relato. Cuando se aburre busca cualquier cosa lo suficientemente manejable para jugar. Lo arroja con sus garras de un lado para otro, lo levanta y lo deja caer sobre su boca, mientras se mueve con rapidez. Mi gato es bastante ágil, cuando se le acerca un perro lo puede esquivar subiendo a cualquier árbol que encuentre en el camino. A veces, cuando lo acaricio, pareciera confundirse y de un momento a otro me entrega un arañazo o un mordisco doloroso. En el invierno, escarba entre los pliegues de mis sábanas buscando refugio, y en el verano se recuesta sobre la fresca loza del piso, con sus patas hacia el cielo.

Cuando Gabriel llegó a mi vida, mucho antes que adoptara a mi gato, mi vida se basaba en amarlo lo más que pudiera. Podíamos pasar horas recostados ambos en la cama, mientras el buscaba mi mano para sentir mis caricias en su pelo. Cuando los días eran malos, sus palabras podían elevarme al firmamento y dejarme caer, siempre caía sobre un fajo de hojas, el nunca permitía que el daño que me causaba me matara fulminantemente. Esto ocurrió muchas veces, incluso llegué a pensar que le resultaba entretenido. Después de un tiempo, cada vez que le invitaba a salir, me eludía con algún sólido argumento que siempre creí fielmente. Que tonto fui. Recostados en la cama, su mano ya no buscaba mis caricias, era yo el que lo buscaba, y en más de alguna ocasión me llevé una discusión por mi insistencia. Cuando nuestra relación se volvió fría, Gabriel desapareció, se escondió en un pliegue del mundo. Cuando el sol volvió para él, lo vi en una plaza con los brazos hacia el cielo, con otro chico que lo abrazaba por la cintura.

Este día de verano he comprendido que ya superé a Gabriel, aprendí a estar bien conmigo mismo y aquello me tiene bastante feliz. Ahora me recuesto sobre la fresca loza del piso, con los brazos hacia el cielo, mientras mi gato se acurruca en mi cuello, se acaricia con mi cara, y me regala un tierno arañazo mientras ambos caemos en un profundo sueño.

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