MIS LECTURAS: LAS PEQUEÑAS MEMORIAS

MIS LECTURAS: LAS PEQUEÑAS MEMORIAS

José Saramago escribe de su infancia, adolescencia y juventud temprana en Las Pequeñas Memorias. Se hace difícil imaginar esta etapa de la vida, en quienes concitan su esplendor con el paso de los años, cuando llegan los reconocimientos universales. El escritor portugués sube a lo más alto en 1988, con la concesión del Premio Nobel de Literatura -el primero en la lengua de Camoens -, un galardón, como suele ser habitual en los concedidos por la Academia sueca, a la trayectoria más que a la inspiración de una obra. Por eso, es común que de puertas afuera veamos al hombre, a la celebridad, como un ser eternamente maduro. Esta costumbre nos hace cometer el grave error de borrarle una infancia que tiene, como todas, sus claroscuros, pero que, como pasado que siempre es, se aviene con sencillez a la evocación de lo bueno y la renuncia de lo malo. Agradezcamos pues estas memorias parciales de tiempos tan mágicos, que siempre ayudan a comprender mejor el genio de un autor, tantas veces discreto en su genialidad.

Saramago da con una biografía literariamente muy afortunada, desde el mismo título. Unas pequeñas memorias por edad, pero grandes en los condimentos que van haciendo a la persona, que nos ayudan a cocinarlo mejor, a tirar una línea regular de su propia vivencia. Sí, son pequeñas, porque todo se ve desde una baja perspectiva vital con muchos huecos por rellenar, o con los ojos de la inocencia, una emoción que se va estrechando con el paso de los años para mudarnos a desconfiados y gruñones.

La genialidad de este relato parte también de un pasaje de El Libro de los Consejos, que reza: déjate llevar por el niño que fuiste”. Es todo un recalentamiento para el lector, ya que Saramago cumple a rajatabla la propuesta, y nos expone, mejor nos adelanta, que el hombre que llegará a ser en su cometido literario, no se aparta de las ilusiones que sembró en lo que fue su niñez.

No solo en esta breve obra, en buena parte de la misma, el escritor portugués, de firmes convicciones, más sociales que políticas, no puede evitar que aflore un sentimiento anímico, desde lo más profundo de su alma, en contraposición al materialismo característico de su declarada y férrea militancia comunista. Hay lugar para el oxímoron: Saramago es un comunista místico, por la búsqueda incesante que sostiene casi toda su obra de una espiritualidad para las personas y las cosas. El Evangelio según Jesucristo, pasa bien por el tamiz de una vida de Jesús, narrada desde los poderosos condicionantes éticosque sugiere el evangelio. Recordar que esta obra, entre el ensayo y la novela, fue censurada en el Portugal posterior a la Revolución de los Claveles, por las presiones del ultracatolicismo, enemigo acérrimo de una visión de Jesucristo como hombre corriente. Sigue una trayectoria similar al Rey Jesús, de Robert Graves o a La Última Tentación de Cristo, de NikolasKatzantzakis, igualmente repudiadas por la más cerrilortodoxia cristiana.

Volviendo a la niñez, Saramago nos la presenta como pobre, pero con la dignidad viril de la felicidad. Nace en una aldea que bordea el río Tajo. Vive en sus carnes el azote de la migración, por lo que tiene de fractura con una naturaleza que le impacta, pero que no puede aguantar el asalto a las ansias de prosperidad. Es una movilidad dentro del mismo país, pero igualmente rompedora. Recala en Lisboa y, aunque sigue siendo su país y comunica con sus semejantes en el mismo idioma, la ausencia de los espacios abiertos, y, sobre todo, del abuelo (siempre un abuelo) que le desentraña con la emocionante carga poética de su analfabetismo inteligente los secretos de la vida en estado puro.

En Las Pequeñas Memorias, una especie, creo que pretendida de evangelio de su vida, Saramago busca y encuentra el recurso de mágicas parábolas que adornan la felicidad de su niñez en la aldea. Hay que leer y releer, despacio, como se saborea un manjar, la confrontación de la infancia moderna, prisionera de cachivaches en soledad, con la suya, la de su tiempo, sin artificios, cara a cara con el ámbito rural y la poderosa imaginación de lograr jugar en la nada. La demoledora comparación de un chaval actual, depredador virtual de marcianos y tiranosuarios, pero incapaz en lo real, de cazar una lagartija a mano es, sencillamente, para enmarcar en el arte de la reflexión.

Maravilloso el retrato del abuelo, una especie, en sus propias palabras de analfabeto ilustrado, poseedor de la inteligencia natural labrada en los movimientos de las nubes y en los cielos estrellados de las noches diáfanas.

Los padres aparecen como personajes secundarios. Del progenitor describe la frialdad de su oficio como policía de calle, aunque con el tiempo asciende a escalafones intermedios. También alude al dolor que produce en ese hombre la indiferencia que muestra a los abuelos paternos, ya que son los maternos el motor de la vida del escritor. De la madre, a la que tacha de escéptica en materia religiosa, evoca con halo de tristeza cómo dejó que una familia vecina acogiera al niño Saramago para llevarle a misa con regularidad y liturgia de precepto.

Queda en una cercana lejanía, Francisco, un hermano mayor fallecido en la niñez, en lo que parece un accidente doméstico. José expresa en el libro la duda de hacer pasar su propia persona por una foto de su hermano. ¿Qué nos quiere contar? La semblanza de ese chiquillo trasluce ambigüedades complicadas de discernir. Otro tanto ocurre con su primo José Dinís, una relación propia del ni contigo ni sin ti. Sobrecoge la fría reacción al conocimiento de su fallecimiento, pero Saramago argumenta que “éramos así, heridos por dentro, pero duros por fuera”.

La experiencia lisboeta transcurre en una continua andanza entre domicilios, siempre en habitaciones compartidas con otras familias, con las que se establecen lazos de unión. Barrios obreros de la migración interior portuguesa, en la que Saramago mama y consolida la militancia comunista tan peculiar en su trayectoria de escritor. Una movilidad constante que tiene continuación en la abundante secuencia de centros de estudios por los que va adquiriendo conocimientos culturales profundos y variados. Se sorprende de que se enseñe francés y literatura en una escuela técnica. Semejante trasiego de residencias y docencias depara una amplia nómina de personajes curiosos que acompañan esa fase de su existencia como profesorado de la universidad que es la vida misma, tanto más en esos años.

Pocas referencias, sin embargo, a la política. Una mención conjunta a Hitler, Mussolini y Salazar, a los que califica de iguales en la mano de hierro, pero distintos en el grosor del terciopelo del guante y en el modo de apretar.

Y una anécdota de la Guerra Civil española, pues sigue su desarrollo con ayuda de un mapa que decora con alfileresde colores en función de los movimientos de tropas de cada bando, de acuerdo con las informaciones que lee en los periódicos, hasta que cae en la cuenta de una censura rígida que solo destaca las victorias de las tropas franquistas. Tira a la basura mapa y alfileres.

Saramago, portugués, ibérico, tan familiar, tan cercano, un español por vía consorte. Su esposa, hoy viuda, Pilar del Río, es la traductora de la versión española de este libro. Una dedicatoria en el mismo: a Pilar, que todavía no había nacido, y tardó en llegar, una declaración de amor plena de misticismo.

Autor de estas memorias que, a nosotros, sus vecinos, nos palpitan muy dentro en sentimientos y costumbres, Saramago es también un ciudadano del Tajo hacia oriente. Rezuma en su literatura y en su vida la doblez de las idiosincrasias peninsulares en lo marxista y en lo cristiano. Bien puede ser el costalero penitente de Semana Santa y al día siguiente, el encendido defensor de una causa social al frente de una manifestación portando pancarta reivindicativa. Al fin y al cabo, nada nos separa de él, salvo la fina e irregular línea de una frontera sobre el mapa.

ÁNGEL ALONSO

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