Ella tiene un par de piernas

Ella tiene un par de piernas

Mariano Furlan

14/01/2019

Ella tiene un par de piernas.

Ella tiene un par de piernas; fue la primera idea que surgió cuando intenté explicarme el porqué de nuestras diferencias, de hecho sus piernas, o mejor dicho, el hecho de que ella tenga un par de piernas no ameritaba de modo alguno la controversia central que hacía que Sofía y yo nos desencontráramos de semejante manera, y no es del todo anormal que así fuese, pero entonces por qué las piernas?, ¿Por qué surgió este planteo absurdo y curioso al intentar conocer la razón, el por qué de mis discrepancias con Sofía?.

Podría haberlo pasado por alto, podría haber conjeturado alguna alternativa más racional, más cercana o al menos más común para sobrepasar el trance, pero no solo siento que resulta un atisbo al problema mismo, sino que además ella piernas tiene y la casualidad no me remite a que sean casualmente dos (un par), sino más bien a las incontables veces que en forma indirecta pensarla o sentirla me llevaba a la imagen de sus piernas.

Mi primera conclusión quedó adherida a la estética, a la forma particularmente bella en que ella posee sus bellas piernas; pero no era sustentable puesto que la belleza y la fealdad se sostienen por la forma y esto era más esencial que una imagen generadora de insustancial impresión.

No era la belleza ni la forma en que portaba sus piernas, debía haber algo más.

Pasé la tarde intentando rescatar la punta del ovillo, el primer elemento que mentalmente me remitió a sus piernas, y aunque rara vez fui capaz de destejer el intrincado recorrido de asociaciones y símbolos con los que se construye una idea, lo intenté a expensas de que entre una y otra de sus piernas se consolidara un doble callejón sin salida.

(Tras interminables elucubraciones caer en esta situación de estaca, de freno de mano, de plantar bandera en medio del camino e intentar definir lo transcurrido de lo transcurrible. Después de años caer en la cuenta de un límite que explica las sensaciones previas a la duda, la angustia en el pecho, la antesala de la certeza, la calma que no alivia, el entre juego entre la tragedia inconclusa y el descubrimiento liberador).

Sofía y yo habíamos construido un puente que era más que una postal o un plano arquitectónico, nuestro nexo respondía a las variables y particulares formas en que andábamos y desandábamos el trayecto del uno al otro y a cómo esta repetida comunión de cubrir distancias nos había transformado en cotidianos vecinos, en cercanos camaradas, en amantes próximos.

Tan conocidamente despertábamos juntos, capaces de predecir los rituales que practicaríamos, ella sabía que mi forma particular de coordinar la realidad con los sueños diurnos se plasmaba en la excitación incoherente donde se articulan fantasías con las más miserables expresiones de realidad, al tiempo yo sabía que su paso del sueño a la vigilia era lento y paulatino, que necesitaba de varios minutos para despertar completamente. Simultáneamente conocíamos la necesidad de mantener determinados silencios para evitar malhumores o desentendidos que posteriormente se adhiriesen al desayuno o la puja por el primer turno del lavabo.

Pero entonces, ¿Dónde residía la explicación de nuestro desencuentro? Si un puente se forma entre dos extremos resulta difícil pensar en un camino alterno, si algún recorrido no llegara a destino podría fácilmente identificarse al haber solo una dirección.

Durante días traté de resolver el enigma y evidentemente había quedado preso de un juego de palabras. Puente, dirección, recorrido, extremos…

(Los dedos son extremos, el abrazo una ínfima parte del saludo, si la mirada no acudiera al auxilio, la piel no sería puente sustentable. Si la boca de Sofía no fuera la única plausible por mi boca, la conexión en el beso se confundiría con otras bocas. Mi cuerpo y el suyo son extremos que se acoplan imperiosamente para formar un sólido paso en el aire, dúo de extremos exclusivos, frontera poco definible en la planicie.)

Por momentos éramos capaces de articular palabras y gestos para no caer en ofensas, conversábamos mates por medio atenuando la intensidad del desencuentro, sin llegar al centro del problema y liberarnos por fin de la tensa postura que manteníamos desde tanto tiempo atrás, charlábamos como dos criaturas que en ronda describen la dirección circular que no se anima a ocupar el centro.

Por momentos desentonábamos el mismo lenguaje, capaces de conocer el ritmo e incapaces de sostener la frecuencia de la nota en tiempo y forma, palabras notarias sobre el pentagrama de los hechos, tantas obras juntas que impedían la exquisitez del diálogo y el tiempo propicio para que la mente recorriera el intervalo que supone el pasaje del dedo de una a otra nota.

Así el ruido de afirmaciones subía en tono y desafinaba la idea para dejaros en la controversial pregunta que no permite resolver: ¿Cómo te explico? Y ante la dificultad para explicar, la ampliación posible. ¿Cómo le explico que a mi forma de ver así son las cosas?, ¿Cómo le explico que entiendo lo que siente, pero que de todos modos está equivocada? ¿Cómo le explico que tiene razón pero necesito ser necio al menos momentáneamente porque no puedo soportar la forma real de las cosas?, entonces terminábamos por recorrer la escala, la cortina de fondo con la forma en que el cansancio da tregua sin definir el último compás. Violín en bolsa y a dormir, al silencio resonante que en intento individual reconstruye ese lenguaje como una melodía soportable.

( A veces lo que parece una formulación simple, un pedido, una observación, un silencio se convierte en la imagen del problema, en la incapacidad temporaria o permanente de adoptar una postura o evitar otras, de definir un certero paso hacia adelante por encima del dolor y la crudeza, ¡Cuánto más benévolo resulta un desencanto que la ofensa dudosa y los libertinos sopapos del intelecto!)

Así las noches se sucedían con días en que el afecto y la costumbre se apoyaban en la continuidad histórica de despertar unidos, la historicidad que nos remitía al primer encuentro, el primer nosotros, ese tiempo en que fuimos en parte lo mismo que somos, en parte lo que dejamos de ser para sumar y restar juntos distintos atributos y errores, pero que substancialmente y por separado reconoce la historia individual que cada uno describió, entonces ¿Quién era yo? ¿Qué lugar ocupaba en la parcial mitad de nuestro vínculo? ¿Cuál de mis miserias me hacía titubear en la continuidad de la suma? ¿Qué despojos habían quedado en el camino común que día a día nos habíamos propuesto como propio?

Saltaba a la luz un desencanto brutal, se superponían las fantasías de los futuros propuestos ante la realidadde un tiempo común, bien logrado, ordenadamente administrado, monótonamente cotidiano, evidentemente arrastrábamos pequeños traumas, como un hueso que por golpes minúsculos acaba por quebrarse suponiendo que el último esfuerzo fue la causa y ¿Quien era ella? ¿Con qué certezas batallaba desde la mitad del barco que ya no habitábamos y que estaba a punto de hundirse?

Sofía era, a la vez, la predecible mujer que conocí a través de los años y la misteriosa mujer que creo jamás conoceré. En su mirada y desde siempre supe encontrar simultáneamente la complicidad y el secreto, una Sofía que sufría y gozaba en su soledad compartida, fue entonces cuando por primera vez pude distinguir entre los recuerdos de sus gestos las tantas veces que revisaba su historia para constatar si había alcanzado o no la dimensión de sus proyectos.

Y al verlo transitaban por mi mente frustraciones mal definidas como los cuadros de una película vieja pero vigente que mostraban el viaje desde el malestar de haber acumulado angustias hasta el llanto del que fui cuando lloraba.

Tanto tiempo había pasado sin conversar mientras charlábamos, sin repasar el itinerario de los logros y yerros individuales que resultaban de nuestro andar sueltos y juntospor la vida, esta incapacidad nos mantenía amarrados a un mismo pesar, a la pena de ver cómo lo que habíamos construido atentaba con desaparecer, evaporarse lentamente en tanto no tuviéramos la lucidez o las agallas para sobreponernos, para apoyarnos en los tantos momentos en que fuimos capaces de compartir lo otro del otro, lo que hace que dos personas se compartan, se supongan partes disímiles y encontrables, el soporte sobre el que dos parecidos se enamoran de la diferencia con la inexactitud que propone una libertad acaso más amplia que la soportable, acaso enjuiciando la capacidad individual de sostener el consenso.

(Fortuitamente hallar el pozo de la pena, la raíz capital que puede interrumpir la caída, esa noción perdida de lo simple que se descubre una vez tramitado la complicación más escabrosa)

Ella tiene un par de piernas al igual que yo las tengo, por medio de las cuales somos capaces de llevarnos o traernos, sus piernas son la forma libre en que va por la vida recorriendo su propia senda, mientras mis piernas me llevan por la mía.

Caminar juntos supone dos marchas con la sincronicidad acompasada en que una pierna se aleja un paso de la otra describiendo una misma dirección y proponiendo que ante la fatiga, la lucidez y el afecto sean suficientes para retomar el paso, porque además de piernas hay tantas otras cosas capaces de unir o separar.

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