Todos nos preguntamos cuándo empieza a escribirse nuestra historia, quién decide el prólogo, qué tipo de inicio nos espera, cuándo se producirá el primer giro, cómo se desarrollarán los distintos acontecimientos, y lo más importante, cuál será el desenlace.

Hay quién cree que todo se queda plasmado en nuestro libro en el instante mismo de nuestra concepción por arte de una magia desconocida; otros abogan por lo contrario, que nuestro devenir va transcribiéndose en cada paso, en cada encrucijada, en las decisiones que nos vemos obligados a tomar y en las reacciones ante elementos ajenos.

Por otro lado hay que reconocer que todo y todos estamos interconectados de una u otra forma. Por ello no cabe duda que cada de nuestros textos están entremezclados con el de muchos otros en una gran biblioteca, y todos los tomos han de escribirse al unísono. La relación entre ellos es tan fuerte que es imposible que se escriban por separado.

Y nos lleva a la eterna pregunta: ¿por qué y para qué estamos aquí? Unos piensan que todos tenemos un objetivo; para qué tomarse tantas molestias por nada. En el otro extremo están los que confirman que existimos simplemente porque sí, nada más.

Él no decidió nacer en aquel barrio, criarse en aquella calle cuyo nombre nos es indiferente, vivir en aquel piso, y lo más relevante: tener aquel vecino ubicado en el piso superior que le empezó a acechar cuando empezaba a pisar su existencia con pasos conscientes y sin necesidad de ser guiado. Su convecino usurpó su esencia generando un giro en su vida totalmente inesperado que hizo que se la replanteara por completo.

Él le hizo frente con todos los medios que le pusieron a su alcance. Nunca cejó en su empeño de seguir escribiendo más y más páginas; su fortaleza se alimentó con la batalla encarnizada que libró día tras día. Y, lejos de decaer, hizo de su bandera un objetivo en lo que le restaba de su corta vida: utilizó su imagen y la de su vecino para darse a conocer, usó los cauces para transmitir su eslogan de guerra: ‘¡SIEMPRE FUERTE!’.

Para qué cargar con tremendo peso y no compartirlo para que se le hiciera más liviano, por qué no propagar a los cuatro vientos qué se requiere para vencer a esos vecinos malignos que se mudan a las dependencias que creemos solo nuestras, en las que solo tienen cabida los que queremos que compartan nuestro presente y nuestro futuro.

Y así lo hizo: entre viaje y viaje, entre sueño y sueño, entre pesadilla y pesadilla, entre caída y caída; cuando las fuerzas se lo permitían hizo lo que tenía que hacer para permitir que el futuro fuera menos incierto a los que, como él, lidiaran con esos usurpadores de bienestares ajenos sin tener en cuenta quiénes y cómo son, sin tener en cuenta las huellas que dejarán tras su paso, sin tener en cuenta lo que podrían aportar si siguieran entre nosotros y sin tener en cuenta el sufrimiento que proporcionarán.

Gracias a que utilizó hasta la última gota de la tinta de su pluma, muchos podrán recargar las suyas impidiendo que dejen de escribir en la gran biblioteca de la que todos formamos parte. A los que seguimos garabateando nuestra existencia nos queda la mayor de las responsabilidades: donar nuestra buena tinta para quién la necesite.

Dedicado a Pablo Ráez, quien nunca dejó de escribir y seguirá haciéndolo.

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