Publicado en el diario digital Astorga Redacción (www.aastorgaredaccion.com) el 29 de diciembre de 2018.

Hoy me he levantado con alma de niño en cuerpo de hombre. Es como si en la noche, una varita mágica de hada madrina hubiera operado el hechizo.

Lo primero que se me pasa por la cabeza es bromear con las cosas sesudas de los adultos, chanzas que siempre se dan bien en los niños, sinceros espontáneos que se pasan por el forro de las entretelas protocolos y urbanidades.

Si a un niño algo le vuelve loco son las cochinadas escatológicas. Todo infante se aprende de memoria la concatenación cacaculomocopedopis, que recita de corrido tras la primera audición y que, culminada, es abono de risas y muecas traviesas.

De la relación de guarrerías, propongo, sin distar mucho del acierto, que la preferida es el pedo, sonoro, oloroso y emanado de las honduras más profundas de sus pequeños cuerpos. Los ve venir, y en el entretanto, amasa la travesura.

Al acto de la expulsión y presentación en sociedad, sigue una algarabía entremezclada de sonrisas y acusaciones digitales, de dedo índice enhiesto e inquisidor, a los que se tienen más próximos. Ninguno pecha con el bulto, pero el bullicio no cesa, ya que todos, a nariz tapada, estallan en carcajadas por saberse protagonistas de una transgresión. Luego está el juego de localizar al maldito, y como la misión se hace imposible, pues la huella es gaseosa y volátil, aunque pertinaz en los efectos, se apela al tradicional argumento de la frase contundente: “el que primero lo huele, debajo lo tiene”, fórmula jurídicamente débil para hacer recaer el agravio en quien simplemente lo denuncia.

En esto de las ventosidades, los mayores somos más hipócritas. Alivian de la irritantepresión de los gases en la zona digestiva. Cosa buena en bienestar propio, pero mal vista;o mejor, mal olida. Hay médicos que recomiendan su expulsión sin miramientos, para evitar males mayores de salud. Pero el código de las buenas maneras lo juzga como portentosa falta de educación.

Sin embargo, nos los obsequiamos en soledad, porque, como apunta Rafael Sánchez Ferlosio al respecto son: “ese halo que a todos agrada, salvo si es ajeno”.

En estas edades, y en las sucesivas, hay una concesión a la colectividad. Limitada siempre al consorte, porque incluso delante de los hijos deja un poso de vergüenza y de incoherencia docente. Pues ya lo sugirió Quevedo: el matrimonio se consuma más con peerse que con copular. No puede haber más demostración de confianza en la convivencia que el efluvio a discreción y por turnos en las soledades de la alcoba.

Como el recurso intelectual se antoja contundente en semejantes menesteres, si se es pillado in fraganti, más, con toda lógica, por el rugido, que por el aroma, se cita a Plotino y su “nada natural es vergonzoso”, y aquí la paz y después la gloria de tan insólito recado.

Tengo un amigo cachondón y heterodoxo, que me confiesa sin rubor que en los actos sociales al aire libre pasa momentos memorables a costa de esta escatología. Se une a corrillos y forma parte de la tertulia durante un rato, y cuando nota la llegada de lo inevitable -para él, por supuesto-, se aleja subrepticiamente dejando su particular tarjeta de visita. Lo mejor-me comenta- es observar desde una lejanía prudencial las caras y miradas de mosqueo en personas formales con sus mejores galas y su prurito de clase pudiente y poderosa, lidiando con tan soez provocación a su innato buen gusto y refinada nariz. “Me troncho” – apostilla- con ojos chispeantes y rostro aniñado.

El pedo no es antisocial, pese a su mala fama. Un redactor jefe de mi medio, hace ya sus años, cuando empezaba la profesión, se jactaba de llegar a la redacción a primera hora, y antes de dar los preceptivos buenos días, inquiría con su voz cazallera“¿Cómo ha sido vuestro primer pedo del día? ¿Acaso retumbón, posiblemente cadencioso, silencioso quizás, o puede que dulzón? Sabed que por la tipología de vuestra ventosidad, sabré el comportamiento vuestro durante el día. El mío ha sido tronante; así que ya sabéis a qué ateneos”. Y tan rumboso, entraba en su despacho.

La simple amenaza moviliza individual y socialmente. Le ocurría a otro amigo que utilizaba su propia escatología maleducada para provocar la reacción contraria. Él entraba en un ascensor lleno de gente y daba los preceptivos buenos días. Como nadie le contestara, ni corto ni perezoso entraba a matar: “anda, como estoy solo me voy a tirar un pedo”.

Tengo mi historia. Me acaeció durante la espera de cambio de luz de un semáforo en un cruce. Apretaron en ese momento las ganas. Miré en derredor con tímido disimulo, y como aquello estaba desierto, abrí compuertas sintiendo gran alivio. No había terminado la última nota de la escatológica sinfonía, cuando dos señoras, de las de abrigo de visón y alhajas por doquier, parecieron surgir de la nada y se colocan a mi vera. Aguanté el tipo. Una de ellas se vuelve hacia la otra y la espeta. “Hay que tomar medidas con esto de la circulación y la contaminación; fíjate como huele últimamente la gasolina quedesprenden los coches”.

El pedo tiene su mítica y no falta la poesía para certificarlo. Sirvan estos versos a modo de despedida: Tímidos de monja son/Rudos los del campesino/Más existe el pedo ambarino/Que deja sucio el calzón.

¡¡Ah!! Y ustedes perdonen.

ÁNGEL ALONSO

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