Voluntad Inquebrantable

Voluntad Inquebrantable

Rubén Martinez

04/12/2018

Cataleya se acerco al escritorio, se sentó, y cogió la pluma que tenía guardada bajo llave en una caja de madera con finas talladuras formando un corazón en relieve.

Comenzó a escribir sobre una lamina de papel grueso, viejo y acartonado. La tinta cobró vida, y con un suave chasquido, el corazón de madera comenzó a latir.
Cataleya lo sabía, lo sentía en el aire, aquellas palabras prohibidas por los Reyes impíos, escondían un secreto, ahora imperioso para los hombres, en la primera edad de los Mares.

Con cada palabra escrita, mayor era su dolor y desesperación. Las líneas trazadas de caligrafía impecable y elegante, se convertían en latigazos sobre su piel, insufribles, invisibles, pero caían una y otra vez como castigo por su osadía. El dolor se hizo suyo, se incrustaba en su carne con cada letra de un texto que nunca debía de ser escrito. Gritaba, lloraba y temblaba, pero su puño seguía firme.

Tras la primera línea el dolor desapareció, su alivio fue inmediato, al igual que su avidez para continuar escribiendo. Su mente comenzó a divagar entre brumas y pensamientos confusos, de repente, olvidó por que estaba allí, y de la incertidumbre paso al miedo. Miró a su alrededor, desconocía cuanto había en aquel cuarto, desconocía su propósito, su existencia, y la luz de la vela que alumbra aquel papel lleno de palabras que no pudo interpretar. Se escondía de sí misma, balanceándose con la cabeza entre las rodillas. Así estuvo lo que pareció ser, cien años de vida en la tierra. Pero alguna fuerza extraña la mantenía allí sentada, sin saber como ni porqué, la mano derecha volvió a su cometido.

Cataleya volvió en sí, sollozaba entre sombras danzantes y paredes de madera húmeda. La calma se hizo presente, pero tenía poco tiempo. El texto debía quedar grabado con tinta y lágrimas.

El silencio mas absoluto lo absorbió todo, nada se podía percibir, ni el sonido de la pluma sobre el papel, ni los golpes sobre la mesa, ni tan siquiera su respiración. Alzó las manos sobre su cara, pero tampoco podía verlas, no podía sentirse, haciendo de su presencia algo ficticio en un vacío tan lleno de oscuridad, como una noche sin estrellas, sin luna. Era un silencio doble, el de la nada, y el de la duda. Hizo un esfuerzo sobrehumano para respirar hondo y lanzar un grito inaudible, pero tan desgarrador que rompió la infinita oscuridad, el rotundo silencio. Continuó escribiendo, su voluntad era inquebrantable.

Terminó su misión, una que ella misma se impuso, por el bien de los hombres de la edad de los mares. Todo volvió como al principio, podía sentir las manos sobre su cara, oír su movimiento, y no quedaron cicatrices en su piel. Cataleya pudo ver al fin su cara reflejada en una pequeña ventana que había sobre la mesa, se le escapó una leve sonrisa, cerró los ojos y suspiró. Comenzó a desvanecerse lentamente, sus piernas y brazos se fundían con el aire, polvo blanco de piedra, madera y hueso que se alzaba en armonía con el tiempo, al compás de una vela que iba perdiendo su llama. No había dolor ni agonía, tan solo certeza y paz.

El corazón de madera, tras un suave chasquido, dejó de latir.

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