MIS LECTURAS: EL LAZARILLO DE TORMES

MIS LECTURAS: EL LAZARILLO DE TORMES

¡¡¡¿Un clásico?!!! ¿Es posible tal desajuste en una reseña literaria con el viso de modernidad de las redes sociales? Pues sí, ahí va un clásico de la literatura española con toda la fuerza del término y el misterio añadido del anonimato en la autoría.Mil veces leído, y no menos, glosado, El Lazarillo de Tormes es una novela del siglo XVI, aún llena de frescura. Un clásico lo es por la actualidad que desprende la historia, porque su contenido familiar y cercano, pese a estar escrito en una jerga salpicada de anacronismos, transmite un mensaje que el paso del tiempo no oxida. Lo dice el profesor Nuccio Ordine: los clásicos, en efecto, nos ayudan a vivir: tienen mucho que decirnos sobre el “arte de vivir” y sobre la manera de resistir a la dictadura del utilitarismo y el lucro”.

Es el relato más representativo de la novela picaresca, patentada por las letras españolas. La picardía que, a falta de otras alternativas de la sociedad en los albores imperiales del siglo XVI, fue la herramienta de supervivencia del pueblo llano que no se benefició (más bien padeció) las gloriosas ínfulas imperiales de los inmensos territorios patrios en los que no se ponía el sol.

El Lazarillo de Tormes parece más una obra de denuncia social que costumbrista, aunque ambos estilos puedan parecer indisociables de la antropología de aquellos tiempos. Las tribulaciones de Lázaro, con sus recursos imaginativos de combate, describen la heroicidad de la supervivencia, por encima de la legitimidad de las aspiraciones a una vida mejor, según se queman etapas en la vida. Simplemente matar el hambre era el paradigma de los muchos miserables de aquella época. La religión fue el bozal de aquellas masas resignadas a su suerte, y bien lo pone de manifiesto esta novela, perseguida por la Inquisición. Esas aspiraciones básicas de bienestar para el hombre, que tan rutinarias nos parecen hoy, lo mismo en unas generaciones adelante, se tornan radiografiadas, en angustioso futurible, por un pícaro modernoaltamente tecnologizado. En cierto modo, empieza a asomar, si bien, no con denominación de origen nacional, sino global.

La denuncia social que planea sobre el texto, obviamente, gira sobre el eje de la pobreza rayana en la miseria física y moral de todos los personajes, excepción hecha del propio Lázaro, lanzado desde la infancia a una supervivencia que arrolló caracteres y edades más recias. Lázaro solo quiere comer. Sus andanzas no apuntan a un trabajo más o menos estable, como hoy es máxima aspiración entre toda una generación de jóvenes. La sociedad imperial, reluciente en las alturas, no concede, siquiera migajas, a las bajuras, pues hasta éstas se disputan con ardor guerrero de tercio flamenco.

Un ciego con ojo de lince y astucia viejuna para las picardías y sus ardides; un clérigo avaricioso de despensas llenas, pues sin monedas que idolatrar en soledad, se solaza con un arca repleta de hogazas; un escudero, hidalgo venido a menos, con ramalazos del honor hipócrita de la época, pero que se despide a la francesa del protagonista, dejándole inerme a los pies de la corrompida justicia de alguaciles y comendadores, por sus impagos; de nuevo un clérigo, éste, andarín, que le saca de algunos sofocos trota que trota, y al que abandona con un halo de misterio por cosas que no quiere contar ( ¿acaso escabrosas?); un buldero o vendedor de bulas, con el que perfecciona las artes de birlibirloque; un capellán que le pone a repartir las aguas con un asno, y con el que llega a generar unos maravedíes redentores de fachada externa; y finalmente, un cargo de pregonero de vinos que le trae esposa, celos y… el ansiado bienestar.

El pícaro español necesita la comicidad; es con ella con la que sablea y engaña. Por eso, la novela del género se viste de un humor que vira constantemente a negro, porque es la gracia del uno en pos de la desgracia del otro. La añagaza con la que se deshace del viejo encierra crueldad, como reconocimiento de compasión, pero hay que admitir que es difícil que se escape la sonrisa, incluso la carcajada.

Grandes diferencias con los supervivientes de Dickens. Su héroe nace trágico, vive trágico y, llegado el caso, muere trágico. No le concede la capacidad imaginativa de la que goza el pícaro español. Sobrevive por la providencia de un benefactor, casi siempre escondido, pareciendo avergonzado de su riqueza. No existe un pícaro inglés, ni aunque se llame Oliver Twist. De las islas se exportaron andrajosos que viven en una sociedad estúpidamente orgullosa, desde los estados más bajos, de sus opulentos aristócratas. Nuestro pícaro, a la hora de engañar no se detiene en galanuras. Dispara a discreción, sin atenerse a los azares de la predestinación. Es un desclasado en la más rotunda acepción de la palabra.

En la edición de mi lectura (Colección Austral-Espasa Calpe), en su prefacio, Gregorio Marañón señala que la inmoralidad de la novela picaresca no se refiere a ciertos episodios atrevidos – además no excesivamente crudos, del orden del amor y de la barraganía –. Esto nunca daña, ni siquiera a los adolescentes en flor, y añade: lo pésimo de esta literatura estriba en el hecho de vestir las fechorías sociales o el robo, el engaño, la informalidad ante la palabra, el mismo crimen, de una gracia tan sutil que todo lo atenúa y que acaba por justificarlo todo.

El pícaro está en la línea del bandido generoso, volvemos a Marañón, que encumbraron los viajeros románticos del siglo XIX, y al que se estaba predispuesto con bondad por la imagen que de España transmite durante siglos el pícaro y sus simpáticas andanzas, junto a un lenguaje que siempre encuentra recursos a sus travesuras, nunca maldades.

Marañón alude a la alegría seria, que caracteriza al prototipo de español, y que le brota del alma. Goza – dice el intelectual –de una vida en una naturaleza infinita, pero muy dura en los detalles y ello configura un estado de ánimo ascético. Por el contrario, los países centroeuropeos portan una alegría de paisaje limitado y de ambientes confortables tendentes al hedonismo. Concluye que ese ascetismo, propio del hispano, muta a morboso regodeo. La caridad orientada hacia lo feo y lo triste.

En fin, España se autorretrató en el pícaro, digámoslo otra vez por si no ha quedado claro, un superviviente en estado puro que no puede entender de juego limpio en la confrontación con sus congéneres. Le va en ello el condumio, la vida sin calificativos. Practica una lucha de clases que no entiende de tratos ni de generosidades; solo de ingenio y engaño para subsistir. El pícaro practica una doble moral, excepcionalmente sin hipocresías visibles. Exige la ética del comportamiento ajeno, pero al propio le aplica todas las atenuantes de las malicias de la convivencia, porque su victimismo es justificación y perdón universal.

¿Es el pícaro un arquetipo actual? Desde luego, de España, sí. Un país que sufre como pocos en el pasado y en el presente las desigualdades de la fortuna y la relevancia, tendrá al granuja como ser digno de admiración y simpatía, porque se le supone actuando contra el poderoso, de por sí, malvado, pero este personaje tan nuestro, en sus fechorías, no entenderá nunca de lucha de clases desde la tribuna de las ideologías. La astucia, las artimañas, son sus poderes y, puestos en marcha, no entienden, ni entenderán jamás, de zonas francas en la conciencia individual y social.

ÁNGEL ALONSO

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS