La calle quedó desolada.Los chicos ya habían regresado de la Escuela y el olor al café recién hecho y a las tostadas, invadía el barrio. Las voces de las madres se escuchaban ordenando a sus hijos, mientras la jornada iba lentamente llegando a su fin y el silencio se apoderaba del ambiente.

Desde la plaza cruzó hacia la vereda de en frente, con paso seguro aquél hombre, como lo hacía siempre, todos los días rigurosamente.No saludaba a nadie.

Alto, delgado, con un sobretodo beige, zapatos negros bien lustrados,impecables, pantalones de color negro, con raya, de perfecta confección; completaban el atuendo una bufanda negra y un sombrero negro de paño, bien calzado, con una leve inclinación a la derecha. Al pasar por la casa de mis padres, saludaba con un movimiento del sombrero y seguía su camino sin mirar. Así dobló la esquina tomando un rumbo para mi desconocido. Pero que evidentemente para los mayores no era misterio, ya que apenas lo veían aparecer, los rumores entre ellos abundaban, conocedores de la andanza del vecino.

De esos amores de jóvenes, que por alguna razón ajena a ellos, se tuvieron que separar, había quedado una brasa encendida, que después de muchos años, se avivó.

Cada uno había seguido su camino. La muchacha incluso se había ido del pueblo, tuvo un hijo y la peleó para continuar viviendo. Él se casó y siguió una vida gris y rutinaria. También tuvo hijos. Pero la tristeza y el mal humor se presentían cada vez que se trataba con él por alguna venta.

Cuando ella volvió a vivir a la casa de sus padres, el hijo ya era un jovencito, y ella peinaba sus primeras canas. Él ya estaba mayor, era bastante mayor que ella. Él sí peinaba sus canas, es decir, el poco cabello que le quedaba. Y se encontraron nuevamente. Puntualmente a las 18 hs. pasaba al encuentro de su amor de juventud. Todos los días. Parecía un joven al encuentro de su primer amor.

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