— ¡Corre! —Soltó sin preámbulos, casi sin aliento.

Gerardo, sorprendido por la interrupción, identificó a su interlocutor como uno de aquellos asamblearios que llevaban meses juntándose en la Plaza de Fefiñanes, ¿quién si no se viste así?

— ¡Yo no tengo por qué escapar de la policía, kinki! —repuso seguro de sí mismo— ¡Soy un ciudadano decente!

Su voz sonó lo bastante potente como para que el joven lo escuchase aunque ya se hubiese alejado bastantes metros.

— ¡Un oso, ciudadano decente, que viene un oso!

Necesitó unos segundos de no correr para entender. ¿Un oso en Cambados? No tenía ningún sentido.

El instinto le urgió a girar la cabeza en la dirección de la que provenía aquel barbudo—al miedo hay que ponerle cara— y comprobó que más gente venía huyendo desde la calle Terra Santa. Unos entraban a toda prisa en los locales comerciales, otros escapaban hacia él como antes había hecho su consejero. Al fondo, subiendo a paso tranquilo, identificó a una mole cornuda.

— ¡Eso no es un oso, ignorante! —observó lleno de razón mientras por fin corría hacia la sucursal del banco— ¡Es un rinoceronte!

*****

—Pase, jefe, rápido. Aparte un poco que vienen más.

Gerardo era un negociador avezado curtido en las lonjas de toda la provincia, pero con medio rinoceronte hubiera bastado para que no le incomodase compartir el espacio del cajero con un yonki. Lo había visto muchas veces por allí y se había tomado la molestia de ignorarlo cada vez que le pedía unas monedas. Tras él entraron una pareja de veinteañeros, una señora con el carro de la compra y Mariana, de la inmobiliaria. Hacía tiempo que no la veía.

Desde su pecera, los ocupantes del cajero divisaban toda la plaza, la cual se había convertido en un coso de losas pétreas en el que ya asomaba el perpendicularmente astado. Todo el que por allí hubo se encontraba a refugio.

— ¿Llamaste a ver si hay alguien en el banco para que nos dejen pasar? —preguntó Gerardo.

— No hay nadie, cho. Se marchan a las cinco.

—Pues habrá que esperar aquí y rezar para que haya cogido algo de dinero antes de escaparse del circo —dijo la señora entre resignada y divertida.

—Señora, ¿pero qué dice? —intervino la chica—. Ese monstruo podría comernos y este sitio que escogiste es de chiste, todo cristal —la mirada hacia su novio era de reproche—. Fijo que viene a por nosotros.

—Ay filliña, no lo dije por mal.

—Tranquila Bea. Vendrán los del circo, o los del Seprona, o alguien y se lo llevarán. Sólo tenemos que esperar, aquí estamos seguros.

—Tu novio tiene razón, señorita. Es un herbívoro —dijo el yonki—. El mayor peligro sería que el patán de Curbera esté de turno con la local. Ese es capaz de venir aquí y empezar a dispararle con la Beretta. No querría ver yo al unicornio este embistiendo. Un 4×4 como él daría para un buen alunizaje, pero no tiene por qué, sólo se está dando un garbeo.

—No sabía que teníamos aquí a un experto, menos mal —dijo Bea aún no convencida.

— ¿Estás seguro de que no come carne? —preguntó Gerardo.

La idea de que el animal le arrancara una pierna para saciarse le había rondado por la cabeza y le tenía preocupado.

—Es más fiable que tú mil veces, Gerardo —dijo Mariana, de la inmobiliaria—. Jacinto era el más estudioso de clase en el instituto.

—Y tú la más buena y más guapa. Yo aquí hecho un trapo y tú sigues estando que te rompes —le miraba al escote sin disimulo—. Por ti me hubiera drogado menos.

—Si listo fuiste siempre, Jacinto —completó la señora—. Demasiado.

—Es cierto, Bea —dijo el novio al tiempo que le enseñaba su móvil con la entrada de la Wikipedia—. Es un herbívoro.

—Sácame la pantalla de delante. ¡Qué pesado, siempre igual!

— ¿Te liaste con éste? —dijo Gerardo señalando al yonki.

— ¿Y a ti qué te importa con quién me haya liado yo?

—Tranquilo, jefe —dijo Jacinto—. La Mariana siempre pasó de mí desde que no estoy limpio, y mira que lo intenté, pero ella vale un millón.

Gerardo no podía esconder su extrañeza. Mariana, emocionada, quiso abrazar a Jacinto.

—Cheee, ¡quieta! —la detuvo él—. La hepatitis. No debiera pasar nada, pero no la vayamos a joder ahora. No me dieron aún la medicación nueva. Creo que estoy el penúltimo en la lista. Aún hay uno más podrido que yo —dijo riéndose—. ¡Pobre criatura! A ver el año que viene. Así podré notar tus pechos contra mí… otra vez.

—Se acerca, viene a por nosotros — susurró Bea al tiempo que se escondía detrás de Jaime, su novio—. No sé por qué te hice caso.

El animal tenía su enorme hocico pegado contra el cristal del escaparate. Los maniquíes permanecieron inmóviles hasta que Jacinto se acercó a él y se quedó observándolo fijamente.

—Hola, Kung, bonito —dijo posando su mano en el cristal.

— ¿Qué coño haces? —le preguntó Gerardo.

—Kung es rinoceronte en suajili.

—Anduvo embarcado un tiempo —explicó Doña Concha como si aquello aclarara algo.

—En la vida he ido aprendiendo y olvidando muchas cosas. Ahora mismo sólo tengo claras dos: Este rinoceronte va hasta las trancas de Trankimazin y esa chica no te quiere, chaval. Tú verás lo que haces sobre tu tema, pero a esta vaca acorazada me la llevo yo de aquí fácil.

— ¿Pero qué dices, chalao? —protestó Bea— ¿qué puedes saber tú, yonki de mierda? Esto es una pesadilla, Jaime. No entiendo por qué tengo que aguantar que me insulten.

—Nadie te ha insultado, petarda. Ten cuidado con quién te metes —saltó Mariana de inmediato.

— ¿Pero qué vas a hacer, hijo? —dijo Doña Concha.

—Entre yonkis nos conocemos, Doña Concha. A este pobre paquidermo le deben de poner un supositorio de tranki del tamaño de un pepino todos los días para que esté así de idiota. Un circo es como un psiquiátrico de animales. Se le ve desde Vilanova que va puesto. Tienen buen olfato, y como yo llevo encima unos gramitos de jaco, que iba a hacer un recado, pues se nos ha plantado aquí. Se lo daré y me lo llevo hacia la fuente, que los del circo no deberían tardar. ¿Contenta, cielo? —dijo guiñándole un ojo a Bea.

Las despedidas no eran su fuerte así que, sin decir nada más, sacó del lateral de sus botas unos papeles y salió de allí. Una vez fuera, sacudió las papelinas en la palma de su mano y se las ofreció a la bocaza del animal. El Kung, más manso que un peluche budista, lamió obediente y continúo con los lengüetazos lo que duró el trayecto hasta la fuente que ocupaba el centro del albero granítico. Una vez allí se puso a beber, pues hacía calor y es importante mantenerse bien hidratado cuando se va de opiáceos. El Kung también bebió.

— ¿Tan obvio es que no me quiere? —preguntó Jaime al foro sin mirar a Bea.

Los demás no podían dejar de mirar a Jacinto de reojo, incómodos por tener que afrontar la que se les estaba viniendo encima.

—A veces yo también lo pienso —confesó Jaime—, pero es que yo no soy ni mucho menos perfecto.

—No eres perfecto, y claro que te quiero, tonto. ¿Por qué les preguntas nada a estos desconocidos?

La primera en volverse hacia él fue Doña Concha.

—No sé cuáles son vuestras vidas, hijo, pero esta chica no es feliz y tú no vas a arreglarlo por mucho que lo intentes.

Mariana asintió con la cabeza al tiempo que sonreía al chico.

—Podré ser un poco capullo, pero de eso, hasta yo me he dado cuenta —dijo Gerardo.

Había cuorum y había unanimidad. Se volvió hacia Bea y le dijo:

—Me voy. Puede que fuera culpa mía que lo nuestro no funcionara, pero ya no puedo intentarlo más.

Jaime tampoco era un experto en despedidas que digamos, así que viendo que Jacinto seguía en la fuente con el Picasso tan pancho como un dominguero con su perro, abrió la puerta y salió a la plaza para irse de allí.

No había dado tres pasos cuando una enormidad peluda se abalanzó sobre él, convirtiéndolo la bestia en invisible bajo su masa.

— ¡Hostia puta! Pues sí que había un oso —acertó a decir Gerardo.

Aún no habían dejado de gritar por el horror que estaban presenciando cuando cuatro fornidos eslavos se lanzaron sobre Boris, que así se llamaba el plantígrado, y entre empujones y el sonido del látigo que un quinto rubio blandía, consiguieron voltearlo no sin forcejeo. El capataz de los rusos —el del látigo— también llevaba una botella de vodka de litro y medio en la otra mano. La agitó para hacer sonar su contenido y aquella música líquida hizo que el oso recordara su aprendida mansedumbre. Se incorporó a dos patas según la coreografía tantas veces repetida y Jaime pasó a ser, en un instante, una antigua pasión tan fugaz como olvidada. Los ayudantes lo alzaron entonces como si fuera de trapo y en el cajero sollozaron de alegría al comprobar que no había extremidades despegadas y que Jaime estaba bien.

— ¿Y ése ahora a dónde se va? —dijo Bea excluída del abrazo colectivo.

Durante el macabro interludio, ante el sonido del látigo, el Kung había reanudado su parsimoniosa marcha, esta vez pastoreado por un Jacinto que le hablaba como a una vaca. Ambos se encontraban al borde de la plaza cuando un nuevo golpe de látigo contra el suelo de los rusos afanados en encadenar a Boris provocó que el rinoceronte, muy profesional él, se subiera al primer coche que vio en el callejón de Cholita. Una vez estrenada la chatarra, el artista bajó el cabezón para saludar al público, esto es, a un Jacinto que aplaudía entusiasmado, feliz como con el primer chute. Allí esperó la bestia hasta que lo recogió un bosquimano con el que Jacinto parecía entenderse y al que trataba de explicar que sus padres tenían una finca grande en Vilariño y que podría cuidar del Kung si se lo regalaban.

Resulta que Boris era un alcohólico recalcitrante con habilidades para el escapismo, aunque otros dicen que la falta de alimento le había aflojado las cadenas. Fue él, demostrando un buen rollo muy sano para con su colega, quien abrió el corral del rinoceronte para que lo acompañara en su aventura. Si Gerardo no lo vio antes que al Kung fue porque el oso, más saleroso que el mastodonte, se metió en el bar “Bubuchis” en cuanto olió algo de su agrado. Allí mantuvo a quince vecinos escondidos en los dos cuartos de baño durante un buen rato y, de paso, demostró la creencia de que en la variedad está el gusto, pues mostró clara predilección por el whisky de malta para sus catas hastiado como estaba del vodka.

—Jaime, ¿estás bien? —dijo Mariana.

—Mejor que nunca. Hoy he renacido dos veces —contestó el rapaz con cara de iluminado.

Una vez se lo llevaron los sanitarios, Bea se despidió con un «iré al centro de salud» que a todos los presentes les pareció una pregunta.

—Podíamos quedar a cenar y tomar una copa, Mariana. Tú y yo lo hemos pasado bien antes — se atrevió a decir un Gerardo embriagado de hormonas.

—Los capullos para mí se acabaron, Gerardo — le acarició la cara en tan odiado gesto y se volvió hacia su vecina—. Hasta luego, Doña Concha. Nos vemos.

*****

Al llegar a casa Doña Concha se encontró a su marido donde lo había dejado.

—Ni te imaginas lo que ha pasado hoy delante mía —dijo impaciente—. Jaime, el de Luisa, la mujer de tu primo segundo Roberto, el de A Illa, por fin ha dejado a su novia, esa de “Los Tamarindos” tan creída.
—Vale, cariño, luego me cuentas que estoy viendo el Tour.

FIN

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