café de la piedad

café de la piedad

Roberto Massi

23/11/2018

¿Para qué le voy a mentir, Galeaso? No lo invité a tomar este café para eso.

Venía escapando de esa escuela sin libros que machaca y machaca la cabeza. Es menester que uno haga lo que otros dicen, porque es conveniente. Una obediencia debida para no declinar el poder. Como una dictadura para toda lo que resta de vida, que de a poco, se vuelve cárcel.

Uno a veces, persigue otros cielos.

Es difícil vivir así, entre tanto atropello. Lo empujan hasta echarlo de casa con el asunto ese de los mandatos, en la escuela con los preconceptos, en el trabajo con los estereotipos, en la vida con las circunstancias. Ni los pensamientos lo dejan a uno en paz con tanta idiotez organizada.

¿A usted le parece, Galeaso? Tropezar y tropezar hasta encajar no es sano. Es el modo con que se van perdiendo o abollando las piezas y cuando se quiere uno acordar, ya no hay formas de rearmar el rompecabezas. Uno no es juguete de nadie.

Hablando de cabezas, mi hermano era de los que no dejaba títeres con mollera. Algunas de sus maravillosas máximas todavía rondan como merodeadoras furtivas y lo vistan a uno en los momentos de ocio.

Uno está en las antípodas.

A uno le gusta disfrutar de la mujer como ser humano integral, como una compañera ideal. Por ejemplo: Isabel canta como los Dioses, esa es una afirmación que enaltece a una mujer, la vuelve majestuosa. Sabe interpretar, que es mucho más profundo aún. Gabriela a la hora de filosofar lo pasa a uno por encima veinte veces y vuelve como si nada al lugar donde parió sus pensamientos, uno la queda mirando atónito, con más dudas que certezas. Claudia en sus sueños, visita otros mundos, sus manos hacen y deshacen con sapiencia. Crea con desparpajo, pareciera para ella todo un permanente deja vú, su obra conquista los sentidos. Raquel tiene el don supremo de saber incluir, saber compartir y uno no está hablando de caramelos o tostadas con manteca. Cuando uno platica con ella todo fluye, es un ser de luz. Miriam mientras cocina o ceba mate sabe escuchar, para completar el momento apoteótico, es muda, por lo que nunca va a decir una palabra fuera de lugar.

No lo mire a uno como si nunca hubiese conocido mujeres así, Galeaso, queda feo. ¿A usted le parece arruinar esos momentos mágicos metiendo uno mano en algún escote o bajo la falda? ¿Existe en verdad la amistad entre el hombre y la mujer? ¿O solo es una utopía que dura hasta que uno se enamora del otro, o de otro y ahí se cae en la cuenta que ya no habrá amistad posible? ¿O en realidad uno se enamora siempre de cómo es uno cuando está con el otro y tienen razón los agoreros que afirman que el amor es un acto solitario?

Uno no quiere aburrirlo, si tiene que ir vaya, Galeaso. Pero antes atienda esta situación, como le decía, uno esquiva manotazos de derecha e izquierda, zigzagueando como gallina perseguida, no quiere caer en la trampa. Porque en definitiva, fanatizarse es eso. Más aún con esa filosofía de arcaicos argumentos y peores actos de fe. Sería morir un poco, tal cual dormir la siesta.

Siempre hay un puntapié inicial. Un día entre aburrido y distraído, como quien no quiere la cosa, de tanto ir a buscar quien sabe qué, uno encuentra abrazos, caricias, besos, despierta a los placeres del sexo, idealiza y se desconcierta.

¿Hay amor sin sexo? ¿Es el sexo hacer el amor? ¿El deseo es el motor del amor? ¿Quiere un jugo de naranja, Galeaso?

Uno se ve en la obligación de reflexionar sobre el amor, sopesar la ecuación entre amar y ser amado, testear la capacidad de saber amar y dejarse amar. Debatir sobre la inalterabilidad del amor, considerar lo dañino que resulta el hastío. Hay quienes piensan que lo más hermoso, como en el fútbol es la imprevisibilidad del resultado, en cambio hay quienes apuestan su sueldo en favor de un cero a cero aburrido y sin riesgos disputado en cancha neutral. Todas las variables son válidas, si hasta quien jura amor eterno gusta de cambiar la ropa entre temporadas para sentirse vivo y renovado.

El hombre debe dejar de lado los pruritos y cuestionarse, examinarse, desafiarse, deje de amagar y pida esas dos medias lunas, Galeaso, que va a hacer zozobrar la historia.

Uno comete el atroz error de suponer. A pesar que los Toltecas advirtieron que no debe hacerlo, supone que está viviendo la experiencia amorosa más alocada, superadora e inédita que pudo haber vivido ser humano alguno. La vanidad colabora gustosa.

Hasta que un día, sentado en la cama, se da cuenta que está solo en la pieza, siente que al hablarle, se habla a sí mismo y las palabras rebotan burlonas en el piso.

Uno descubre que ella sólo cree en ella y las partes que ha ido rejuntado por el camino. Ha cerrado filas y vuelve a esa estructura de bicho de metal que solamente abandona para amar. Allí se convierte en el maravilloso engranaje de la máquina amatoria que lo tritura y deja rendido a uno a sus pies. Cuando ella ama, uno siente la pérdida del peso específico, la piel se torna una frontera difusa e imperceptible. Sería un facilismo afirmar que el tiempo se detiene, al contrario, uno disfruta con fruición que el reloj pierda su traje de tirano hereje y suplique recobrar el protagonismo con que atormenta. Hasta tocar el éxtasis, momento preciso en que regresa otra vez a su metálica crisálida, al ostracismo de su mundo interior y uno a mendigar. Se nota que ella ha escuchado lo que uno no ha querido, pero al revés. Cosas de tribus, uno piensa, no es para cualquiera amar las diferencias.

Definitivamente uno está seguro que las cosas sólo les suceden a los demás, es como si el instinto de conservación se hiciera extensivo a todo lo que uno posee, llámese bienes, sentimientos, deseos, idiotez, absolutamente todo.

La vida pasa y uno anda a las vueltas en esa rueca de querer y no poder, de necesitar y no contar, de amar y no saber a quién. Hilando preguntas. Consumiendo frases de autoayuda.

¿En eso se transforma el amor? ¿Qué necesidad hay de volverse desconocidos cuando la palabra juega a favor? ¿Pero qué necesidad, Galeaso, de mojar las medialunas en el café?

Mozo, la cuenta. Comenzó a lloviznar, a uno le encanta caminar bajo el agua canturreando algún tango. Los hombres de verdad son los que mejor saben llorar.

Uno ha quedado encantado de conocerlo, Galeaso, cuídese mucho.

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