Narrador guion personaje

Por qué no puedo escribir? ¡Carajo! Figúrate que le estoy empezando a cuestionar las razones de mi pendejez a una pantalla de ordenador carente de respuestas, como si de pronto me fuera iluminar con algo más que sus putos pedazos de plástico, circuitos, metal y demás materiales tecnológicos de los cuáles no sé ni una mierda y por eso no pienso describirlos y por eso me duele mencionarlos. Quisiera ahogar este puto ruido y poder reducir las desbocadas palpitaciones de mi corazón, pero no puedo. Me está persiguiendo la voz detrás de mi cabeza, disque queriendo hacerme estallar. Si sigue con esta pinche cantaleta tal vez lo logre y yo me muera, por fin me muera. ¿Pero a quién engaño, si yo no me quiero morir? Yo quiero que esto salga, quiero dejar de tener tantas fluctuaciones emocionales, permanecer en esa calma de ayer y de anteayer. Me gustaría poder disfrutar por más tiempo de esos momentos en los que vuelo sin rumbo y sin nada importante en mi mente, porque darme cuenta de quién soy, de mis pocos logros me hace deprimirme. Claro que no me deprimo en serio porque no sé qué es la depresión, aunque sí puedo asegurar la existencia de un problema aquí adentro, en dónde te señalo con tanta insistencia.

La solución sería escribirlo, o platicarlo, o ir a terapia. ¿Yo a terapia? No, qué puto miedo. Los valientes van a terapia, porque quieren solucionar sus problemas, mientras yo sigo estancado es un constante estado de negación. Tal vez por eso insisto tanto en el orden externo, porque es más fácil de lograr que el interno; y ahí mi ropero lo atestigua, con los calcetines emparejados, las pijamas clasificadas, playeras dobladas, camisas colgadas mirando todas a la derecha, de manga larga a manga corta, pantalones negros antes del claro y la bufanda bien colgadita hasta el fondo.

La solución sería escribirlo, sacarlo y volver palpable la idea. Si tan sólo la hija de la chingada (hija de puta, bastarda malnacida) se dignara en dejarse atrapar en vez de escabullirse por los rincones tan estrechos de estas líneas. Ojalá fuera tan fácil comenzar, dejarse llevar por las musas y después no preocuparse por nada. Ojalá las palabras no volaran tan alto o yo fuera menos chaparro o una escalera de metáforas pudiera ayudarme a alcanzarlas. Mas no es así esta triste realidad.

Esa repetición de la que tanto me hablaba mi maestra de Literatura es posible siempre y cuando haya algo para repetir. Aquí no hay nada. Pondría sus consejos en práctica si al menos existiera algo menos borroso para plasmar.

Me encabrona. Tengo tanto enojo contra un escritorcillo de porquería, un inútil llamado Ezequiel, con tan poca consistencia y tan poco cariño por él mismo, que parece hecho de gelatina. Voy a gritarle “púdrete” para ya luego ver qué hace. Claro, si llega a hacer algo.

Ahora con mayor tranquilidad y un poco desahogado empezaré con este cuento, avanzaré con el otro, quizás hasta termine la novela interrumpida desde hace más de un año. Tal vez pueda sacar algo bueno de esta catarsis, después de tanto repelar y patalear contra mi álter ego (o identidad secreta, realmente es confuso no saber quién es quién), porque me siento liberado de un peso tan antiguo como sofocante y puedo atisbar un vislumbro de esperanzas donde antes había un pozo sin fondo de aguas tan sucias como la conciencia de los pecadores. De entre tantos proyectos en espera alguno decente debe salir. Al final de cuentas, si no sale nada podría continuar con el proceso depurador, pero en vez de dirigirlo a mi persona me enfocaré en mis carpetas de documentos, ahí junto al de las tareas de la Licenciatura con el ensayo sobre Aristóteles que tengo sin terminar, debajo de la nombrada como “portadas” en donde guardo eso sin nombre que ya se imaginan, ahí debo empezar.

Puedo matar a algún personaje, para reducir molestias y acabar de manera rápida algo sin opciones de final. Porque en realidad sí hay opciones cuando sabes buscarlas, pero aquí el creador de este mundo soy yo, por lo tanto si mi flojera se extiende más allá de los límites permitidos tomaré las decisiones correspondientes; después de todo no creo cometer errores cuando no tengo ningún acierto.

En fin, esto comienza a tener una forma más o menos definida, pero ya es tarde, mañana tengo una cita y se supone que debería estar terminando mi tarea. Así que el narrador-personaje de esta corta entrega ha decidido cometer un acto valeroso de suicidio, aprovechando el brillante revólver escondido al fondo de la única maleta de la que dispone. Lo observa con detenimiento, recordando el propósito original para el cual lo había adquirido e imaginando el estallido sobre la cabeza de otros enemigos menos imaginarios que este monstruo dentro de sí mismo. Comprueba la recámara. Se decepciona. Debe buscar las municiones en algún cajón de la cómoda. La interrupción le abre una ventana de arrepentimiento, pero la cierra inmediatamente recordando lo romántico de la muerte por propia voluntad. “Las líneas de la mano” le viene a la mente, mientras Cortázar y sus amigos se acomodan junto a él a la orilla de la cama. Todos colocan el dedo en el gatillo, recitan al unísono un poema de José Emilio Pacheco cuando el último verso coincide con el bang que retumba en todas las paredes, hace llorar a una niña, ladrar a un perro y enojar a la casera porque la mancha sobre el colchón no puede quitarse con nada y el joven no le pagó la renta del último mes.

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