Una mujer feliz.

Por Amalia Jiménez

Era tan alta que me parecía que jamás iba a alcanzarla. Tenía tantas arrugas en su cara que me horrorizaba pensar, que algún día yo también las tendría. Y sin embargo…Adoraba sus arrugas, sus grandísimas manos, sus silencios y las sonrisas que los rompían. María tenía mucho amor por sus hijos, también, aunque algo menos, por sus nietas. Seis hijos, tres enfermos y su amado fiel. Ocho personas que vivían en cuarenta metros. Para acceder a ellos tenía que subir por nueve, empinados, peldaños, de treinta centímetros. Con el tiempo no le quedó más remedio que instalar un pasamanos, de hierro, atornillado a la pared. Los años pasan inexorables y sus pies no podían, por sí solos, subir aquellas, terribles, escaleras. Yo, era feliz al subirlas. Llenar de besos aquellas caras de los titos, que sonreían plenos con la visita. María, al momento de verte entrar, estaba con un, gran, pan cateto en las manos, cortando un canto, para después hacerle un hoyo y ponerle aceite y azúcar. «Que era bueno para mis huesos», decía sonriendo. A veces olía mal, pero yo estaba muy identificada con aquel olor, que impregnaba toda la casa, lo sentía mío. Tras la puerta instaló un grifo. A sus años era feliz. Se había acabado aquello de tener que ir a lavar al río. Pero seguía siendo duro, muy duro, lavar en barreños y a base de restregones, con sus viejas manos. Nunca quería que subiera arriba. Un día me colé. Una cama, y otra para el otro lado y otra… Todas pegadas. Tenía nueve años y aquello fue una sorpresa que dolió . Yo dormía con mis dos hermanas, pero aquello me pareció peor. Los titos y el abuelo eran demasiado grandes. Unos se fueron, se casaron y… esas cosas que se hacen en la vida. Pero aún quedaban tres. Los más necesitados.

Me encantaba encontrarla en la calle. Con sus piernas cansadas, a paso lento. Portaba una gran cesta, grande y a rayas marrones, con la compra. Se veía que le pesaba. Yo saltaba a su alrededor para que ella me dejara cargarla. Se resistía pero al final siempre me dejaba llevarla hasta la casa. Me costaba subirla. Me sentía importante con aquel esfuerzo. Allí de nuevo ellos. La tita, aunque temblona, ayudaba. Le ponía el potaje de hinojos, o garbanzos en una olla, grande y roja. Nunca iba de festejos. Nunca fue a bodas, bautizos. Ella, no lo necesitaba. Era abnegada, pero generosa, callada pero de semblante feliz. No daba sermones. No cantaba como otras abuelas ni contaba chascarrillos. No hablaba de su vida, tampoco de la vida de nadie. Solo cocinaba. Limpiaba como podía y daba besos y pan. Salía con su velo negro y su vela encendida, por las calles del pueblo, detrás su santo. En ocasiones… Siempre había ocasiones de cosas diferentes. Como aquellas en las que preparaba los roscos de vino. Y tenía una fuente de plástico, verde, donde dejaba unos cuantos para las visitas. Ponía encima un paño. Nadie podía tocarlos. Sus visitas éramos nosotras.

Sus nietas. Mi madre me hablaba de ella. Mi otra abuela, que vivía justo al lado, también. De su vida, de la vida tan «trabajosa» que le había tocado vivir, según ellas. Siempre había trabajado demasiado. En lo que le había salido. Pintar, campo, cosechas de aceitunas y pasas. También almendras. Hasta que sus buenos hijos, mozos, mi padre uno de ellos… trabajaron para ayudar. Para que ella trabajara menos. Debía estar más tranquila, en casa. Ella regaló sin darse cuenta imágenes, gestos cotidianos, de amor, de paciencia resignación y sacrificio que no le costaba sacrificio. Tenía una vida, que solo bastaba mirar para aprender. Valorar no es lo justo. Que también. Es sobre todo admirar. Es un ejemplo de vida. Pensar en ella es igual a ver esa imagen en la mente… un recuerdo, el de una mujer feliz.

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