​BAJO EL CIELO DE PARÍS

​BAJO EL CIELO DE PARÍS

María Garrido

21/01/2017

Murió a los noventa y dos años. La muerte asomó a su cama mientras dormía. En medio de un plácido sueño se fue. Su Hija la encontró por la mañana. No lloro. . Su madre le pedía que no la incineraran. Quería ser enterrada en la tierra, ese era uno de sus deseos, que no tiene nada de particular en principio. Los que iban sucediendo al primero ya sí resultaban cuanto menos peculiares, sobre todo para alguien que no la hubiera conocido.

Mientras transcurría el tiempo, hasta llegar al cementerio. Fue allí donde debería realizar la segunda petición de su madre. Quería que plantaran un jazmín en su tumba. No quería una piedra encima, solo tierra, que el viento, pudiera levantar con su vuelo y así viajar. Ella creía que así podría irse, junto con ella. Poco a poco y esparcir su alma donde el viento la llevara. Pensaba que llegaría a muchos sitios, que en vida no visito. Solo hay una vida. Ella hubiera querido tener siete por lo menos, como los gatos a los que adoraba. El tercer deseo resultaba como decir… ¿extravagante? Para ella no, por supuesto. Cómo hacerlo, era un gran dilema para su hija. Aunque reconocía que podía ser incluso delirante, quería realizarlo. Ese último deseo era que en su tumba no faltara nunca música. Había elegido entre sus canciones preferidas, dejaba los títulos y pedía que sonaran constantemente. La dirección del cementerio no lo permitió, por lo que su hija quedó algo desolada por no poder cumplir su última petición. Todos se fueron y allí quedo el jazmín dándose un baño de sol, mientras el viento acariciaba sus hojas y expandía su perfume. La tierra se iba desprendiendo ligeramente del lugar, para acompañar al viento en su viaje.

Así la muerta recién enterrada comenzó su nueva andadura. No se sabía bien hacia dónde ni cómo. Era algo nuevo, estaba despertando. La música que pidió no estaba allí físicamente pero sonaba dentro de ella, era etérea. Ambas se habían unido en un mismo ser y volaban mezcladas con la tierra, arrastradas por el viento que cada vez era más veloz en su viaje a ningún lugar. El viento y la tierra seguían su rumbo. Ella, dentro de esa espiral, iba tomando forma. Algo extraño estaba pasando. Empezaba a sentir la caricia del aire que la hacía ligera. Notaba su rostro ya empolvado. Poco a poco su cuerpo empezaba a asomar.

De repente apareció una muchacha en una calle de París. Se dirigía al trabajo con prisa. Un sueño la acompañó la noche anterior y rememoraba lo que podía recordar. Mientras subía al tranvía, aparecían secuencias mezcladas, que le resultaban curiosas y pretendía descifrar como si fuera un mensaje en clave. En su sueño aparecía una anciana muerta, su cara le resultaba familiar. Luego se sucedían imágenes de viento suave en su sonido aunque veloz, y tierra de un color que le atraía y no sabía por qué. No lo entendía pero no dejaba de surgir en su mente. Le gustaba la sensación que la dejaba dentro de su pecho, era dulce, de alegría y la hacía flotar. Era una mañana rara pero especial. El tranvía llegó a su destino y bajó. Algo la hacía sentir diferente. Presentía que no era la misma, sin alcanzar a comprender ese derroche de sentimientos confusos y a la vez deliciosos. Todo producto de un sueño, que no la dejaba escapar.

Después de su trabajo, pasaba por la misma plaza todos los días. Cogía el tranvía que la llevaba de nuevo a su casa. Nunca se paraba aunque le encantaba ver la gente sentada, tomando el sol. Si el día era largo, la luz dejaba ver las caras de los niños, que alborotaban con sus risas y juegos. Los ancianos sentados en los bancos. Mudos algunos, otros hablaban para después seguir con la mirada perdida. Aunque pasaba solo unos minutos o menos sin fijarse mucho, siempre veía el mismo decorado. Era como una fotografía con movimiento y música de acordeón que la acompañaba. La mayoría de las veces sonaba «Sous le Ciel de París». Entonces ella caminaba más lentamente para poder oírla. Las palomas echaban a volar a su paso dejando una estela blanca. Visto desde fuera, era algo rutinario, que ocurre en cualquier plaza de cualquier ciudad, al atardecer de una tibia primavera. Niños que juegan bajo la mirada de sus madres. Palomas levantando el vuelo, hombres y mujeres que se cruzan con prisas algunos, con calma de paseo otros.

Esa tarde era especial. Algo ocurriría mientras cruzaba la plaza como todos los días bajo ese cielo de París, con el mismo acordeón sonando. Sentado en el césped estaba un muchacho de ojos grandes y oscuros, como su piel. Ella no reparó en su presencia hasta oír la voz grave del chico. Él le dijo unas palabras dulces, que la hizo girar su cabeza en dirección a él. Sonrío y ella devolvió la misma sonrisa, quedando paralizada sin continuar su camino. Él se levantó y se presentó. Le dijo que le gustaban sus facciones, y que era pintor. Ella estaba como hipnotizada por esa mirada que la penetraba hasta el rincón mas íntimo de su cabeza, como si pudiera leer sus pensamientos. El tiempo se detuvo. Se quedó junto al joven hablando y regalandole risas.

Las citas se sucedieron en los días siguientes. En la misma plaza él la esperaba y ella paraba al salir de su trabajo. Juntos se sentaban en la hierba. El sol cada día más alto le obligaba a ella a cerrar los ojos por unos segundos, segundos que él aprovechaba para mirarla con mas libertad. Cuando el chico llegaba a su casa cogía sus lápices y en un lienzo blanco aparecía ya la cara de ella. Memorizaba sus rasgos, y los trazaba con buen pulso como si ella estuviera presente dentro de la habitación, casi podía oler su perfume, que quedaba impregnado en su camisa.

Después de las citas en la plaza, con las decenas de palomas como testigos, el alborozo de los niños y el acordeón sonando sin cesar, llegaron otros lugares. Noches largas dentro de una cama pequeña, donde el calor mojaba sus cuerpos, llenos de besos torpes y primerizos. Reían y hablaban, cambiaban miradas largas por besos, besos por caricias. Así pasaban las semanas. Ella no sabía nada del retrato, que él le dibujaba. Con su memoria ayudada por esos ojos que la observaban, sin perder detalle de lo que veían dentro y fuera de ella.

Al principio del otoño, mientras paseaban por las calles, les sorprendió la lluvia. Corrieron a refugiarse en un portal. Era bajo la lluvia de París, donde él le secó la cara con un pañuelo, que ella guardo en el bolsillo de su vestido. Entonces la lluvia cesó su llanto. Salieron a respirar los olores que dejó el agua sobre las aceras aún calientes por el recuerdo del verano. Y corrían hacía la habitación de él con deseos de amarse. La ventana abierta, los cuerpos desnudos, dormían después del amor dado con las prisas de la edad temprana y ciega. Las nubes se acercaban unas a otras, el cielo de París se cerraba y antes del agua llegó el viento, que al principio entró y acarició sus cuerpos empapados de amor, que dormían satisfechos por la cercanía. El viento soplaba y musitaba una melodía, como un acordeón. Un rostro se desdibujaba hasta desvanecerse.

En la habitación, él despertó. Su cuerpo estaba frío y buscó el de ella, pero no estaba. Un escalofrío lo sacudió al oír sonar un acordeón, con una melodía que le era familiar. Corrió a ver el lienzo y estaba blanco. En el suelo con el carboncillo caído se dibujaba una pequeña mancha, en la que se adivinaba el rostro de una muchacha. Era la chica de su cama, de sus paseos, de risas al sol y besos bajo la lluvia. El viento cesó y la lluvia empezó a caer lentamente, como sus lágrimas que resbalaban por su cara. No entendía si todo fue un sueño, o una locura de la que despertaba. Cerró la ventana y se quedó a oscuras, intentando ver con los ojos cerrados el rostro de ella.

Muy lejos del cielo de París, el viento seguía su viaje, hasta llegar a un cementerio donde temblaba un jazmín. El viento paró en seco y creó una melodía. Era un acordeón que hablaba de París. Enredado en sus ramas en la clara noche resplandecía un pañuelo blanco, como las palomas de una plaza cualquiera. Lleno de aromas de amor, ojos oscuros y besos que hablan de principios de historias de jóvenes. Principios y finales. Deseos imaginados y reales. Sueños. Vidas que se acaban y vidas que se encadenan a otras vidas. El retrato fue real, se desvaneció y el viento se lo llevó a otro lugar, de donde salió y donde emprenderá más vidas. Bajo el cielo de París u otros cielos, pero siempre acompañados de melodías que canten al amor.

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