Quiero compartir este relato, con el que el pasado día 25 de octubre quede primer finalista en el certamen literario «Cáncer de mama: relatos de vida» organizado por la Asociación Española Contra el Cáncer de Logroño. En el quise transmitir lo que sienten los familiares de pacientes oncológicos en las continuas visitas y esperas al hospital.

La sala de espera de urgencias estaba prácticamente vacía. La cantidad de moscas que se paseaban tranquilamente por el suelo y se dedicaban a importunar a los pocos visitantes eran más numerosas. Fácilmente les podrían reducir en una hipotética batalla, hombres contra moscas. Que estupidez. Mientras observaba los rostros somnolientos que a esas horas de la madrugada, miró el reloj, las cuatro y cincuenta y cinco minutos, permanecían con la mirada perdida a la espera de ser atendidos o recibir noticias de sus familiares, su mente comenzó a divagar. El ambiente hospitalario siempre le había tirado de espaldas. Por desgracia sus visitas al hospital eran frecuentes. Se encontraba en esa edad en que sus mayores hacía tiempo, aquejados entre otros muchos males por el peor de todos, la vejez, habían iniciado ese viaje que poco a poco les va acercando a su fecha de caducidad. Lo malo era, que la fecha de caducidad de su mujer parecía estar por el momento congelada en los cuarenta y seis años. Cuando le diagnosticaron el cáncer tan solo cuatro meses atrás, sus vidas dieron un vuelco de ciento ochenta grados. Doscientos cincuenta mil decía él. No había nada que hiciera suponer que la cosa de momento fuera a ir a peor. Su visita a esas horas, se debía a los típicos problemas de pacientes tratados con quimioterapia. Fiebre, dolores musculares, bajada de defensas.

Es sorprendente la capacidad de adaptación del ser humano frente a las puñaladas que nos da la vida pensó. Cuando su mujer le llamó al trabajo para comunicarle los resultados de las pruebas, todo a su alrededor desapareció. En cuestión de segundos, su mente visualizó una vida sin su esposa, haciéndose cargo de una hija pequeña, y un enorme muro se levantaba ante el, que incapaz de atravesar, le sumía en un pozo de desesperación. Hoy ese pozo apenas le llegaba a los tobillos. Sus vidas transcurrian entre una falsa normalidad disfrazada en ocasiones de autentica felicidad, empañada por continuas visitas al hospital, largas sesiones de quimioterapia, dudas, miedos y en ocasiones de un olvido total de lo que estaba ocurriendo. Al menos él. Sabía que su mujer era incapaz de desprenderse del miedo que la invadía y se le pegaba a la piel cada vez que la abrazaba.

Un tio con un banjo. Miraba la televisión, y allí estaba. Sobre la cubierta de un barco, un tio con corbata tocaba el banjo, acompañado por un guitarrista, un flautista y una pava que tocaba una especie de pandero con un palo. El volumen estaba apagado, pero era lo mas cutre que había visto en mucho tiempo.

Desde donde estaba sentado, podía ver al vigilante de seguridad que tras el mostrador, de pie, con el cuerpo encorvado, parecía escribir algo. Cada vez había menos gente en la sala de espera. Pero las moscas seguían allí. Se posaban sobre su frente, sus manos, sus rodillas. Debían ser bastante listas. Las moscas. Observó que justo enfrente, hasta ahora no lo había visto, un artilugio de esos con fluorescentes azules, creados para atraer insectos, permanecía solitario. Tal vez las moscas de hospital fueran daltónicas. O simplemente sabían que si se adentraban a través de las rendijas que parecían darles la bienvenida, lo último que oirían, sería el chisporroteo que acabaría con sus vidas. Las actuaciones musicales sin sonido se sucedían una tras otra. Era el turno de un violinista con coleta, que a juzgar por los movimientos que imprimía a su cuerpo y la expresión de su rostro, estaba dejándose llevar por toda la pasión de que era capaz, algo que por lo visto no era compartido por su acompañante que pulsaba las teclas del piano con una parsimonia exasperante. A su lado, una chica se levantaba cada pocos minutos, y pasaba las hojas de la partitura. El aburrimiento, el cansancio y la incertidumbre, le hicieron mirar de nuevo el reloj. Solo habían transcurrido cincuenta minutos.

El medico le había comunicado que realizarían una analítica completa pero todo apuntaba a un foco infeccioso de tipo respiratorio. Si era así, la sesión de esa semana sería retrasada.

A lo lejos se oían los esfuerzos que alguien hacía al vomitar. Seguramente el chico que se acababa de levantar de su asiento. Estaban allí antes que ellos, pero los pacientes oncológicos tienen prioridad sobre otros casos. Habían entrado a consulta y ahora estaban esperando de nuevo.

La chica que le acompañaba, tal vez su mujer, volvía inquieta la cabeza cada vez que los estertores motivados por los esfuerzos de su pareja, inundaban la silenciosa sala de espera. Allí estábamos con nuestras parejas, una calurosa madrugada de septiembre, mirándonos furtivamente con la complicidad que da el estar compartiendo la enfermedad.

Es curioso que cuando el sacerdote dice eso de, «Para lo bueno y para lo malo. En la salud y en la enfermedad», palabras a las que apenas damos importancia, se hacen realidad con el paso del tiempo. En esos momentos todo nos es ajeno. ¿Enfermedad? ¿Pobreza? ¡Oiga, que estamos aquí, para casamos!. Pasarlo bien. Ser felices. Tenemos toda una vida por delante. Quién puede pensar en ese tipo de cosas el día de su boda.

Unos tonos metálicos y una voz distorsionada, anunciaron que podía pasar a acompañar a su mujer. Como dijo el sacerdote hace dieciocho años, era la hora de la enfermedad. La hora de la esperanza.

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