ESTO QUE LLAMAN OFICIO

Entró caminando de puntillas al piso, no quería que los niños despertaran por lo que se quitó los tacones para ir directamente a su habitación, y comprobar desde la puerta que dormían plácidamente, reprimiendo el deseo de correr a abrazarlos y besarlos.

Aún no amanecía, así que esperaría paciente a que fuera la hora de levantarlos para ir al colegio, dando de esa manera normalidad a la situación y a sus vidas, limpias y ajenas a su realidad.

Mientras tanto, sacó el dinero del bolso antes de colgarlo junto con su viejo abrigo en el perchero y lo guardó en una lata de galletas medio oxidada, que tenía en un estante alto de la cocina. Sabía bien cuanto había y lo que le costó ganarlo, sobre todo esto último.

Ya en el cuarto de baño, se recogió el cabello y miró su rostro en el espejo. Llevaba la máscara de pestañas un poco corrida y el vulgar color rojo en sus labios contrastaba con la blancura de su piel. Las líneas de expresión comenzaban a acentuarse y finos surcos se marcaban alrededor de sus ojos y en su frente.

Suspiró, sentía que le pesaban el tronco y las extremidades, cuando en realidad le pesaba el alma. Había cumplido 42 años, aún joven para unas cosas, pronto vieja para otras. Sacudió la cabeza apartando esos pensamientos, mientras iban cayendo al suelo el vestido rojo, las medias negras y su manoseada combinación de encaje.

Desnuda, comenzó el ritual que limpiaría su cuerpo y expiaría su alma. No hubo parte que no fuera restregada a conciencia, incluso aquellas que nadie tocó. La sensación del agua tibia y cristalina cayéndole como agua bendita, le devolvía de alguna manera la dignidad que a diario perdía. Era su mejor momento, junto con el de poder abrazar y besar a sus dos ángeles…ya purificada.

Con su blanco camisón y su bata de andar por casa recobraba su identidad real, lejos de provocativos flirteos, propuestas indecentes y de compra y venta de placeres. De este modo podía ser sólo doña María, respetable madre de familia y señora de su casa, sin que nadie se atreviera a juzgarla.

Estaba en su santuario, el que protegería y mantendría apartado de las miserias de la calle aún si el costo, contradicciones de la vida, lo tuviera que pagar cada día con su propia piel.

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