Cazador (Primer capítulo)

Cazador (Primer capítulo)

Eran cerca de las dos de la mañana cuando recibí la llamada. Estaba dormitando en mi despacho, como suelo hacer en las noches en que no me apetece salir de la ciudad, cuando el trino del teléfono me sacó de mi ensueño como un cubo de agua fría. Era mi antiguo colega Jordi Ruiz, que decía necesitarme con urgencia en el Rabal. Habló con tanta prisa que apenas tuve tiempo de anotar en un panfleto publicitario la dirección antes de que me pidiera que le confirmase los datos y colgase. No le pregunté que era, pero no hacía falta. Había en su voz un peligroso combinado de preocupación, incomodidad, secretismo y lo que disparó mi señal de alarma: miedo.

Conocía a Ruiz de mi tiempo en el ejército. Era lo que en las películas llaman “un tipo duro”. Un padre de familia, una persona de fiar, disciplinada, que conocía las normas, pero las interpretaba para que el trabajo saliera adelante de forma eficiente. No era el único contacto que había conservado de mi época en la milicia, aunque sí uno de los pocos con quien solía hablar de forma habitual. No era tanto que nos uniera una gran amistad, sino una relación más enfocada a lo profesional. El tipo consiguió pasar unas oposiciones para entrar en la policía autonómica y se las había ido viendo por esos lares, mientras que otros corrimos una suerte diferente. Y, por cosas del destino, en Barcelona se solía dar el caso de que Jordi necesitaba de mis servicios más a menudo de lo que yo necesitaba su ayuda. Este era uno de esos casos, pero el hecho de percibir ese temor en su voz era algo nuevo. Y preocupante.
Eché sobre los hombros mi gastada chaqueta de cuero, fijé detrás del cinturón un pequeño cuchillo y cogí llaves, guantes y casco antes de salir por la puerta. Tomé el ascensor pese a que mi oficina está en el entresuelo, rumiando aún el mensaje de Ruiz cuando salí a la calle con aire taciturno. El húmedo aire del invierno barcelonés me saludó con el terrible guantazo que tiene por costumbre, con esa desagradable sensación de que el frío se mete en tus huesos con claras intenciones de quedarse. Anduve un poco por la mal iluminada calle Floridablanca, con los ojos atentos a los cada vez más abundantes heroinómanos que duermen su colocón en los portales, antes de llegar a mi moto, una Bultaco Lobito. Tiene más de cuarenta años, ha pasado por muchas manos antes de las mías y la mayoría de piezas no son originales, pero tiene ese punto que sólo las viejas máquinas poseen, esa robustez y fiabilidad que la convierte en un ser vivo, una dama, más que en una vulgar herramienta. Tras arrancar al segundo intento, dejé que el motor ronroneara mientras calentaba y me planteé de nuevo que era lo que me sacaba de mi oficina a estas horas.

Me llamo Miguel Garrido Jiménez. En la placa de latón que hay en la puerta de mi negocio se lee en letras siempre relucientes “Hermanos Garrido: control de plagas”. Lo cierto es que soy hijo único y eso de “Hermanos Garrido” es sólo un gancho para dar la sensación de negocio familiar de confianza, respetable. La parte del “control de plagas” es una mentira a medias, ya que mi negocio no se encarga de ratas, cucarachas y demás alimañas molestas sino de otro tipo de seres. No, lo que yo cazo son criaturas que en principio habitan en cuentos de niños, libros de fantasía y noveluchas rosas para adolescentes bobas. Yendo al grano, me gano la vida cazando criaturas sobrenaturales. La espada que cuelga al lado de mi mesa en el despacho así lo atestigua. Pero nadie se acercaría a un negocio llamado “Miguel Garrido, cazador de demonios” ni encontré esa categoría profesional en la declaración de la renta, así que me vi obligado a ser imaginativo. Al final, como en todos los negocios, lo importante es la promoción boca a boca y puedo asegurar que quien me necesita acaba teniendo mi teléfono en sus manos. Jordi Ruiz, un respetable agente de los Mossos d’Escuadra, es un claro ejemplo.

Salté sobre mi montura de acero y tomé la calle Rocaford para dirigirme al Rabal por el Paseo San Juan. La dirección que mi antiguo camarada me había pasado estaba prácticamente en el centro del conflictivo barrio barcelonés así que daba igual por donde pretendiese entrar, iba a tener que callejear un poco. Tras circular un rato por las estrechas callejuelas, vi los destellos azules de los dos coches patrulla que custodiaban la zona. Habían cortado la calle, tenían una ambulancia en el interior del cordón y no había ningún curioso observando la escena. El hecho de que el despliegue policial fuera aún tan pequeño indicaba que Ruiz me había llamado muy pronto. Otro motivo más para preocuparme. Lo habitual era que me llamase después de muchas pesquisas, cuando ya había descartado toda la lógica y sólo le quedaba recurrir a mis explicaciones sacadas de lo más profundo de la cultura tradicional y de libros de dudosa procedencia. Mientras aparcaba al final de la calle, bien alejado de la policía, eché un vistazo a la fachada del bloque que los agentes protegían. Era una finca vieja, como todas las de ese barrio, en un estado intermedio entre descuidado y ruinoso fruto de la dejadez de los inquilinos, que muchas veces sólo utilizaban esos pisos para fechorías y negocios clandestinos. Uno de los diminutos balcones del tercer piso estaba destrozado, sin baranda y con la puerta arrancada colgando a duras penas de una de las bisagras. No me hizo falta mucho más para saber que era allí donde el bueno de Jordi quería a su viejo hermano de armas. Tan necesitado de mi ayuda estaba que lo encontré esperando en la puerta misma del edificio, fumando un cigarrillo con expresión impenetrable en el rostro y mirada fija al suelo. Me acerqué a él y me saludó con la cabeza, haciendo un gesto al compañero que vigilaba el cordón para que no me entorpeciera el acceso. Sonreí al tenderle la mano, pero me arrepentí al instante de haberlo hecho. Él la estrechó con firmeza, pero había de todo menos determinación en la mirada que me devolvió. No supe cómo reaccionar ante eso. Jordi nunca me había lanzado una mirada así. Con su metro ochenta, sus facciones duras, su cabello rubio cortado siempre de forma reglamentaria donde brillaban cada vez más abundantes las canas y su cuerpo bien esculpido por el gimnasio y el rugby, siempre había sido un hombre que irradiaba confianza y vigor. Cuando estuvimos de paseo por Afganistán muchas veces lo vi reaccionar con indiferencia ante el rebote cercano de proyectiles enemigos, con las balas silbando a su alrededor. Sólo una vez lo vi perder los papeles allí, pero la situación no fue para menos. Por eso ver esa expresión en su rostro, esa mirada falta de energía alguna y ese rictus desencajado en su mandíbula me resultó cuanto menos poco alentador.

– Veo que he llegado pronto –comenté, más por empezar a hablar que por utilidad de la observación. Había descartado de inmediato preguntar por su mujer y su hijo-. ¿Has llamado ya a la jefa?
– Sí –Respondió Ruiz, distante-. Tenemos poco tiempo, Atance y la científica estarán al caer, pero tienes que ver eso. Es de lo tuyo.
– ¿Qué ha pasado? –inquirí. Tras un instante, añadí- ¿Estás bien?
– Lo verás ahora –dio la calada definitiva a su cigarro e ignorando mi preocupación-. Espero que vengas en ayunas.

Pese a lo desafortunado del comentario, lo seguí justo cuando oía una sirena en la lejanía. Me apresuré a entrar. El portal era todo lo lúgubre que se puede esperar de una finca que puede tener más de cien años de antigüedad. Una solitaria bombilla desnuda lo iluminaba con precariedad y un agente que hacía guardia saludó con un gesto a Ruiz mientras este me escoltaba escaleras arriba. Los escalones eran desiguales, desgastados por el uso y las barandas de madera estaban llenas de pequeños agujeros de carcoma. La pintura de pared desconchada, la luz intermitente y las sombras que esta proyectaba no la hacían en absoluto acogedora. En el primer rellano una anciana tocada con un nikab nos dedicó una mirada hostil asomada a la puerta de su casa según seguíamos nuestra marcha. Fue en el tramo de escaleras entre ambos pisos cuando me asaltó de repente un olor ya conocido. Un desagradable aroma metálico mezclado con el repulsivo hedor de las heces frescas y el orín. El inconfundible rastro de la muerte. Traté de averiguar en los rasgos de Ruiz algún indicio de lo sucedido, pero su silueta recortada en las penumbras del segundo rellano no me fue de ninguna ayuda. Debía esperar a llegar. El olor se intensificaba según subíamos, haciéndose cada vez menos soportable. En la tercera planta, nos esperaba Puig.

Vicente Puig era el compañero de patrulla de Ruiz y de forma curiosa, una buena antítesis. Era un hombre que rondaba la cincuentena, rechoncho y provisto de un bigotón de puntas amarillentas. Sonreía mucho y muy seguido, de la forma afable con deje amistoso que sólo los que saben cómo beber visten para ganarse simpatías. Se comentaba por los mentideros de la ciudad que durante su pasado como picoleto previo al cambio de cuerpo había sido uno de los más implacables perseguidores de la droga en la ciudad condal y ese rechoncho agente aún era temido en muchos garitos de mala fama. Pero lo más importante es que era un buen compañero y según me había contado alguna vez su binomio, de fiar. No sonreía hoy, sin embargo. Su cara era una máscara sobria en la que no hubo cambios al saludarme con la cabeza y marcharse de su puesto para que viera la escena del crimen. Ruiz se echó también a un lado dejándome ante el portal de la vivienda B del piso tercero. La puerta estaba entreabierta, la empujé levemente con la punta del pie derecho para acabar de apartarla y un chirrido que sonó desgarrador en el silencio imperante acompañó el movimiento. Ante mí se encontraba un frío y oscuro recibidor que se abría a la izquierda, de donde venía la luz mortecina típica de una bombilla antigua. Entré y tomé el pasillo, largo, estrecho y con dos puertas a derecha. Tanto daban, porque lo importante estaba justo en frente.

Si preguntas a cualquiera si ha visto alguna vez un muerto, lo más probable es que te diga que sí. Todos hemos asistido a algún tanatorio con el fiambre bien arregladito de domingo, dentro de un ataúd carísimo y todo protegido por una pecera de cristal. Es curioso porque pese a que se trata de lo mismo, cuerpos sin vida, hay una diferencia enorme entre unos y otros. En concreto, sobre el que he descrito y lo que me encontré en mitad del pasillo de ese maldito piso. Era más un amasijo de carne que una persona. Hacía falta echar algo de imaginación para recomponer lo que había ahí tirado en la penumbra como un títere al que han cortado los hilos. El hedor era digno de mención. Me tapé la boca con la mano antes de inhalar, pero fue inútil. Me giré hacia Ruiz y le lancé una mirada imperativa, señalando con la cabeza hacia el interruptor más cercano. La luz hizo tangible el horror antes sólo intuido. Traté de dejar la mente en blanco y me dispuse a analizar lo que tenía delante.

Debió haber sido un hombre joven, aunque los estragos en el cuerpo hacían difícil saberlo con seguridad. Sobre un pequeño charco de sangre reposaba el cuerpo, cuyas extremidades estaban dobladas en ángulos imposibles salvo el brazo derecho, que se encontraba intacto a dos metros de su antiguo dueño con un arma sujeta aún en la mano. Una CZ-75, pistola checa muy apreciada por sus buenas prestaciones y precio asequible. El torso se encontraba hundido, reventado hacia atrás de tal forma que sus entrañas proyectadas por la espalda estucaban la pared. El charco de sangre sobre el que estaba era pequeño y no mostraba manipulación alguna. El pobre diablo no había sufrido mucho. Miré a Ruiz de reojo:

– ¿Qué le ha pasado a este tío? –pregunté más por alejar mi mente del muerto que por curiosidad- Pareciera que le ha atropellado un camión.

– Para eso te he pedido que vinieras. Deberías entrar al salón, de todas formas –Respondió con voz átona-. Sólo has empezado.

Esas palabras me pusieron la piel de gallina. Noté un escalofrío mientras evitaba con cuidado las piernas de mi reciente amigo, bordeando la sangre, para dirigirme a la sala de estar, de donde venía la única luz encendida cuando llegué. No avancé más allá del marco de la puerta, no me respondieron las piernas. El interior de la sala de estar se encontraba en un estado caótico. Parecía como si un fuerte huracán hubiera entrado en la casa y se hubiera ensañado en exclusiva con aquella habitación en particular. Las paredes estaban cubiertas en su integridad de agujeros de bala desperdigados de forma irregular. El mobiliario estaba hecho trizas y derribado aquí y allá, con cristales rotos por doquier, vainas esparcidas como brillantes semillas y sangre, sangre por todas partes. Algo espaciadas, no muy lejos de los cuerpos que las habían portado, descansaban descargadas varias CZ-75 como la del pasillo. Me llevé una mano a la boca, impresionado. Era imposible saber cuántos hombres había allí, pues donde se fijase la vista había extremidades cercenadas y torsos destrozados. La tétrica luz ambarina que colgaba del techo, desnuda, sólo daba un aire más siniestro a la escena, digna de una película de terror. Una observación más detallada me permitió darme cuenta de algo. Todos los torsos que veía desde mi posición estaban aplastados como el del pasillo, con las entrañas proyectadas por la espalda. Pedí permiso a Ruiz con la mirada y este asintió. Entré en la sala y el chapoteo pegajoso de mis pisadas sobre el charco de sangre seca me alertó. Me agaché a mirar el suelo y observé las escasas huellas que no estaban borradas por el fragor de la carnicería que se había producido. Muchas deportivas y algo más. Algo que a estas alturas ya esperaba ver, pero en mi fuero interno deseaba no encontrar.

Era una huella canina. Con los cojinetes típicos de un perro, la punta de las uñas marcadas en la sangre y algún mechón de pelo pegado en el espeso líquido que estaba casi seco a estas horas. Era mucho más grande que la pata de cualquier perro que hubiera visto, debía medir cerca de cuarenta centímetros y el peso estaba mal repartido, porque la pisada era menos clara en la parte posterior. Me horroricé con ese detalle. Porque significaba que no era un perro grande. Era algo con pie de perro que andaba como un hombre. Y eso nunca era una buena noticia, incluso si te ganas la vida con ello. Estaba en esto, con mis escalofríos, cuando sentí los ojos de Ruiz en la nuca. Me giré para encararlo y este me señaló con la barbilla una puerta abierta a la derecha del comedor. Nuestras miradas se cruzaron y noté que allí había algo que debía ver. Fui directo, tratando de evitar dejar más huellas en la escena del crimen. Fue en vano, porque nada más asomarme a la habitación que me había señalado el agente, vomité la cena allí mismo. Era una habitación pequeña, iluminada con luz roja, con un espejo en el techo y una gran cama redonda con sabanas de satén. Un picadero en toda regla. Solo que con un cadáver destrozado sobre la cama. Era el cuerpo de una mujer joven, pero sometida a una tortura sádica. Su abdomen estaba abierto en canal, con los intestinos desparramados por el colchón. Le habían arrancado la cara, dejando ver los huesos de la mandíbula, los pómulos sanguinolentos y los globos oculares reventados. Habían desgarrado grandes pedazos de carne de brazos y piernas y sólo uno de los generosos pechos había sido respetado. Tuve que apoyarme en el marco para no caer al suelo, mientras otra arcada me recorría el abdomen. No había señales de degüello y la sangre era abundante, así que había sufrido. Mucho. Bastante tiempo. La pobre mujer se había hecho todo encima mientras era despedazada.

Noté una mano en mi hombro y Ruiz me ayudó a enderezar. Me sacó de esa habitación y volvimos al comedor. En cuanto recuperé un poco la compostura, me dio un fuerte apretón en el antebrazo y se paró ante mí. Esa era todo el confort que iba a recibir de él, pero había sido más que suficiente. Seguramente nadie hizo eso por él cuando vio ese espectáculo. Jordi Ruiz sí era un tipo duro.

– ¿Cómo lo ves? –preguntó sin ceremonias al verme algo recuperado- ¿Sabes de que se trata?

– No –respondí con sinceridad, secando el sudor frío de mi frente-. Nunca he visto nada así.

– ¿Nada así? –Ruiz parecía perplejo- Hay un pie de perro enorme y una mujer con las tripas devoradas, no hace falta ser de la científica para saber que ha de ser de lo tuyo.

– Está claro que es de lo mío, Ruiz –respondí algo molesto-. Pero sabes que no es tan fácil. Pueden ser mil cosas.

– ¿Un hombre lobo? – inquirió más resuelto. Ya era el Ruiz que conocía- Como si la vuelta de la heroína no fuera bastante ¿Existen de verdad?

– Si existen, pero no tendría sentido. No es así como funcionan.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Puedes explicarme cómo crees que sucedió lo que quiera que pasó aquí? – dije, apoyando la espalda en la pared tratando aún de recuperarme- Seguro que puedes leer los indicios mejor que yo.

Ruiz me miró unos instantes, frente a mí. Parecía dudar de si le estaba tomando el pelo. Sin embargo, dio un paso hacia dentro y señaló la zona donde se encontraba la mayor concentración de destrozos y de cuerpos desmembrados.

  • Están estos tipos. Aquí, en una mesa, en el sofá, a su aire. De golpe, su colega grita, se arman y entra algo por la puerta. Le disparan –Señaló con la mano los agujeros de bala alrededor de la puerta-. Supongo que fallan, porque lo que entra por la puerta les cae encima y los destroza. Hay trozos de por lo menos cinco personas en la sala de estar. A ninguno le dio tiempo de recargar, así que fue un trabajo rápido. Lo que quiera que acabó con ellos entra en esa habitación, se da un atracón y sale por el balcón, destrozando la barandilla y la puerta –me lanzó una mirada-. ¿Cómo lo ves?
  • Factible –reconocí-. Pero faltan cosas. ¿Cómo entró por la puerta? Está intacta.
  • El del pasillo le abrió –respondió tajante-. Y entonces lo mató.
  • Claro. ¿Crees que alguien abriría la puerta a un hombre lobo? – Ruiz me miró serio. Tenía su completa atención- Quien llamó a la puerta había de ser humano. O parecerlo.
  • Vale. Entonces entra por la puerta, se transforma en lobo y mata al del pasillo, ¿no?
  • Vamos a olvidar a los hombres lobo un rato, Ruiz.
  • Garrido –Dijo Ruiz, que empezaba a perder la paciencia-, hay pelo de perro, pisadas de perro, gente destrozada con garras y dientes y una puta muerta con el cuerpo comido a mordiscos. ¿Qué más quieres que sea?
  • Pues podría ser -titubeé un momento, cazando un detalle de lo dicho por Ruiz- ¿Cómo sabes que es una puta? – pregunté curioso- ¿Seis chulos para una puta? No me salen las cuentas…
  • La chica era para hacer compañía a los muchachos, este piso no es un picadero. Conozco al del pasillo y sus trapicheos –De repente, Ruiz parecía menos dispuesto a hablar-. Bueno, lo conocía.
  • No te hagas de rogar -le dije. Me olía un marrón volando directo hacia mí- ¿Dónde me has metido?
  • Este es un piso franco de Ratón.
  • No me jodas –No pude evitar responder-. Me has metido en un buen marrón, Ruiz.
  • No es la primera vez que atacan a los hombres de Ratón, Garrido – respondió serio-. No te habría llamado de no ser así.
  • ¿Han atacado más pisos de Ratón? –No podía creerlo. Era una locura- ¿Cuántos más?
  • Este es el tercero ataque en lo que va de mes. Hay más de una decena de desaparecidos y mucha gente mue…
  • Llegó la ley –le susurré a Ruiz, quien hizo un gesto con la mano en el cuello para acallarme aunque no pudo evitar una fugaz sonrisa-. Te van a joder vivo.
  • ¿Se le ha colado una rata en la escena del crimen, agente Ruiz?
  • No, mi sargento.
  • ¿Por qué ha solicitado los servicios de “Hermanos Garrido”, entonces? ¿Echaba de menos sus años de la mili y quiso rememorar sus batallitas en horas de servicio, Ruiz?
  • No, mi sargento –repitió mi antiguo camarada, apretando dientes y mirando al marco de la puerta con inusitado interés-. Si me permi…
  • Entiendo entonces que el de control de plagas se ha colado en la escena del crimen –continuó, cortando a Ruiz- siendo un civil. ¿No sabe usted señor Garrido que eso lo convierte en sospechoso?
  • Atance –empecé, aunque callé al instante. No servía de nada seguirle el juego. Volví a empezar-. Sargento, sabe por qué estoy aquí. Ruiz es un agente excepcional y…
  • No necesito que valore usted a mis subordinados, señor Garrido – cortó de nuevo-. Los conozco a la perfección.
  • Entonces sabrá –intenté razonar- que Ruiz no me habría hecho venir si no hubiera un buen motivo. Mire este comedor, sargento. Esto les supera.
  • Y ahora va a decirme que le necesitamos en plantilla –reaccionó con violencia. Hice ademán de hablar, pero alzó la mano tajante-. Señor Garrido, nadie necesita nada que usted pueda proveer. Le haré saber si alguna vez la comisaría tiene cucarachas –añadió, de nuevo otra jugosa ración de desprecio-, pero de momento de gracias porque no le engrilleto aquí mismo y se viene a hablar conmigo en un lugar más adecuado para gente como usted. Agente Ruiz –imperó, mientras yo sólo podía rechinar mis dientes frustrado-, acompañe a su amigo fuera de mi escena del crimen. Ya hablaremos después usted y yo de su expediente disciplinario.
  • Siga la luz, sargento – sugerí, teatral-. ¿Qué ve?
  • ¿Qué clase de juego estúpido es este, Garrido? –dijo con la voz algo alzada, perdiendo algo de su compostura- ¿Qué pretende que mire?
  • Sólo responda
  • El balcón –dijo, de nuevo con el desprecio rezumando en sus palabras- ¿Qué quiere que vea sino?
  • Esto – dije, jugándomela todo a una carta, mientras iluminaba la fachada de delante-.
  • Y esto, -dije, sonriendo con suficiencia- sargento Atance, es a lo que se enfrenta. Esto está suelto por la ciudad, poniendo en peligro a su gente.
  • Agente Ruiz -declaró, mirándome directamente a los ojos con seriedad-, acompañe al señor Garrido abajo. Procure que no nos volvamos a ver en adelante.
  • Visto, mi sargento.
  • Y usted, señor Garrido –añadió, mientras me dirigía hacia la puerta acompañado por Ruiz-, será mejor que no obstaculice nuestra investigación. Si llega a mí el más mínimo indicio de que tiene usted algo que ver con estos crímenes, me aseguraré personalmente de que acabe ante un juez. ¿Ha quedado claro?
  • Claridad meridiana –respondí sonriente, mientras inclinaba la cabeza antes de irme-, mi sargento. Claro como el agua, como el cielo azul, como…
  • Oh, por Dios, Ruiz –rugió, exasperada-, ¡sácalo de aquí!

Se me hizo un nudo en el estómago. Por norma general, los seres sobrenaturales no suelen anidar en barrios de gente rica, salvo los que pueden pasar por humanos o simplemente no suponen ningún problema para nadie. Por tanto, es normal que cuando trabajas en esto, acabes metido muchas veces en las zonas más bajas de la ciudad. Y conociendo a sus gentes, lo mejor de cada casa. Matones, mendigos, proxenetas, putas, yonkis, carteristas, sicarios y un amplísimo reparto del vodevil barriobajero. Y de todos ellos, el peor era Ratón. Poco se sabía de Besnik Dardan, salvo que era había estado involucrado en la guerra de Kosovo, llegó a España con su gente hace más de veinte años, medrando con rapidez y violencia en el ámbito criminal de la ciudad de Barcelona. Si a alguien le gustan las prostitutas, las drogas, las apuestas o en general cualquier actividad ilegal, lo más probable es que esté siendo su cliente incluso sin saberlo. Porqué le llamaban Ratón era un misterio sólo igualado por su vida pasada y era, resumida cuenta, uno de los pilares del crimen de la ciudad, alguien contra quien nadie había osado luchar desde su asentamiento. Si alguien o algo se atrevía a atacarle, pronto la ciudad condal sería un baño de sangre. Eso explicaba perfectamente el miedo de Ruiz cuando de llamó. Había que solucionar esto con urgencia y discreción.

Le interrumpió un barullo en el recibidor. Nos giramos ambos, alerta. Ruiz había llevado ya la mano a su arma reglamentaria, mientras yo tenía los dedos sobre mi cuchillo. Fue un instante tras el cual ambos recuperamos la compostura, pero en la mirada de Ruiz hubo un destello de melancolía. Le sonreí antes de que una rugiente voz femenina nos sacase de nuestro momento.

Los gritos se hicieron más fuertes según unos pasos se acercaron a nosotros. Ruiz estaba ya en firmes y mi cuerpo adquirió un rictus algo mecánico mientras adoptaba una posición de descanso ciertamente militar. A veces el cuerpo reacciona por costumbre antes de poder pensar. Por la puerta del salón entró una agente de impecable uniforme, con el chaleco antipunzada puesto. Era una dama de admirable elegancia pese a su atuendo, con el cabello castaño perfectamente recogido en un moño reglamentario, complexión atlética, rasgos angulosos y expresión ceñuda. Sobrepasaba la cuarentena, pero la edad le había conferido esa belleza que sólo las mujeres de bandera adquieren con la madurez. Sin embargo, era imposible deleitarse con esa vista pues quien acababa de entrar era la sargento de los Mossos d’Escuadra Virginia Atance, el superior directo de Ruiz. Una policía autoritaria, inflexible, despiadada y pragmática que me consideraba un charlatán, estafador, un derroche de tiempo y esfuerzo por parte de su subordinado. Resumiendo, me odiaba. Y se mascaba la tragedia. Se plantó ante nosotros con los brazos en jarras, dirigiéndome una mirada cargada de desprecio. Cuando habló lo hizo con bilis en sus palabras, pero su voz le habría permitido con facilidad ganarse la vida en la radio.

Con esta orden, Ruiz me hizo un gesto con la mano, con el rostro esculpido ahora en piedra. Atance se ponía unos guantes de látex azules, impávida ante la escena que tanto me había turbado. Había que reconocerle el estómago y el valor, pero eso no hacía que dejase de estar ciega a la realidad. Y esta era que algo monstruoso corría suelto por Barcelona y sus fechorías quedarían archivadas como casos de ajustes de cuentas entre bandas rivales si yo no hacía algo por evitarlo. Ruiz volvió a hacerme una señal, ahora con algo más de énfasis. Necesitaba algo, cualquier cosa que dejase un resquicio de duda en la mente de esa brillante pero tozuda policía, que permitiese a Ruiz tener algo de cancha para informarme. Noté su mano en mi hombro, empujándome hacia el pasillo. Y entonces caí en cuenta.

Le pedí a Ruiz su linterna. Algo dubitativo, me la entregó, sacándola del portaequipo de su cinturón. Era una pequeña aunque muy potente linterna de luces LED, que yo empuñé seguro de mí mismo mientras me dirigía hacia la sargento Atance. Se giró con el ceño fruncido y alzó su mano con intención de detenerme, pero me zafé de su avance y encendí la linterna, señalando al balcón.

Por suerte para mí, el Rabal está formado de callejuelas tan estrechas que a duras penas permiten circular un coche. Algunas de sus calles, ni siquiera dan para tanto. La potente linterna de Ruiz iluminó con tono azulado la pared del edificio de en frente, resaltando lo que yo suponía que habría, pero hasta ese momento sólo había conjeturado. Atance no pudo enmascarar su expresión sorprendida y no fui capaz de ver la reacción de Ruiz, pero intuyo sería una sonrisa satisfecha. La fachada vecina presentaba marcas ensangrentadas de una colisión similar a la que habría dejado el impacto de un utilitario y marcas de garras que escalaban varios pisos hasta la azotea. Lo que hizo esa masacre en el piso franco escapó por el balcón y subió varios pisos de altura destrozando hormigón con las manos desnudas.

Pude notar la punzada en su pecho cuando pronuncié esas palabras. Podía detestarme, podía ser una obstinada, obtusa e irrazonable mujer obsesionada por el control, podíamos tener todas las diferencias del mundo, pero había algo que era indudable. La sargento del cuerpo de Mossos de Escuadra Virginia Atance era una policía modélica, preocupada por la seguridad de los vecinos de Barcelona y por encima de todo, una buena persona. No iba a poner en peligro a toda la ciudad sólo por una cuestión de orgullo.

Sin mediar más palabra, abandoné el edificio, despidiéndome por el camino de Puig y del agente anónimo que guardaba el primer rellano. Todo el camino lo hice escoltado por Ruiz, que bajaba a mi lado con un aire mucho más resuelto que en la subida. No nos dirigimos la palabra, porque no hacía falta. Él se sentía aliviado de contar con un experto en el tema y de haberse librado de un expediente sancionador y yo estaba eufórico por haber hecho que Atance se tragase su desprecio. Ah, claro, y por haber evadido el acabar en el calabozo esta vez. La imagen de los cadáveres de arriba era algo con lo que tendría que lidiar a la hora de dormir, pero procuré apartarlo a un rincón en mi mente y enfocarme en lo positivo. Me despedí de Ruiz con un sobrio apretón de manos, tras prometer que nos mantendríamos informados de nuestros descubrimientos, y me dirigí hacia mi Lobito esquivando a los agentes de la científica y refuerzos del operativo ARRO que habían venido a dar seguridad al edificio. Siendo un piso franco de Ratón, bien hacían falta. Había aparcado mi viejo corcel a un par de esquinas de distancia para no entorpecer la expansión previsible del despliegue policial, así que subí la cremallera de la chaqueta, metí las manos en los bolsillos y encogí el cuello para evadir el frío en el corto paseo.

Llegué a la Lobito y la encendí a la primera. Sonreí. No soy un hombre supersticioso, pero cuando ocurren estos pequeños sucesos doy por sentado que son señales que algo irá bien, de buena suerte. Puede parecer una tontería, pero para mí encender mi moto a la primera, meter la llave en la cerradura sin tocar el borde o abrir un libro por la página adecuada son motivos de alegría. La verdad, no me venía mal una pequeña inyección de moral después del espectáculo que acababa de ver. Me subí casi de un salto y retiré el caballete, manteniendo el equilibrio sobre un pie mientras me esperaba a que el motor calentase. Pensaba en mis siguientes pasos mientras me ponía los guantes. Primero pasaría por mi despacho para recoger mi espada y mis herramientas de trabajo. Después, iría a casa, a las afueras de Barcelona, para dormir unas pocas horas antes de empezar a investigar. Necesitaba contactar con el padre Montoya, mi mentor y hombre sabio, para ponerle en conocimiento del caso y consultar con su enorme archivo de criaturas sobrenaturales. Más tarde debería pasar por el local de Jash, un conocido que siempre se entera de todo lo que se cuece en la noche, para ver quién quería hacerle la cama a Ratón. Y después… Bueno, tocaría improvisar. Ese era el mejor plan a seguir ahora mismo, me dije a mi mismo mientras metía primera y enfilaba la calle dirección a la Rambla del Rabal. Tomé la esquina a la izquierda con suavidad y suspiré. Que poco me apetecía conducir de noche, con el frío húmedo y pegajoso de Barcelona.

Fue entonces cuando me golpeó. De la nada, un enorme todoterreno negro salió a toda velocidad de una callejuela. Dio con su parachoques de acero contra la rueda trasera de mi pobre lobito, catapultándome por los aires como un muñeco de trapo. El impacto contra el asfalto fue brutal, rodé un par de metros sin control hasta dar de bruces contra los bajos de un coche. Mi cabeza daba vueltas como si la hubieran atizado con una maza. Quedé en el suelo recuperando el aire que había escapado de mis pulmones y ahora se negaba a volver. No tuve tiempo a incorporarme. Un par de fornidos hombres de traje, con gafas de sol a las cuatro de la mañana, me levantaron. Me arrastraron hacia su coche. No entendía nada. Mi cerebro funcionaba con lentitud. Otro tipo, este sin traje, levantó mi moto y la arrastró fuera de la calzada. Traté de zafarme. Un par de mazazos en la boca del estómago me devolvieron a mi lugar con bastante facilidad. No recuerdo caer sobre el asiento de atrás del coche, aunque lo último que vi fue la puerta del asiento de pasajeros cerrarse a mis pies. Todo daba vueltas. Me sentía flotar. Fundido a negro.

Arrancar a la primera siempre me traía suerte.

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