MIS LECTURAS: EL HOMBRE DE LA DINAMITA

MIS LECTURAS: EL HOMBRE DE LA DINAMITA

Henning Mankell puede ser hoy el escritor sueco más celebrado por crítica y público. Se ha sumergido en la moda nórdica de la literatura negra y policíaca, pero también ha abordado la ficción a través de la novela dramática. Y no le ha hecho ascos al teatro. ¿Lo convierte ello en un escritor completo? El mercado, el nivel de todas las cosas en estas calendas de sacralización de números y estadísticas, parece responder afirmativamente. Llegar al olimpo de los clásicos lo dictará el tiempo, juez supremos de las cosas de este mundo.

La última irrupción de Mankell en el coso literario en español es una novela que puede considerarse póstuma (murió en 2015), y digo considerar, porque, a causa de esas cosas del negocio editorial, es su primera incursión en el género novelesco. El Hombre de la Dinamita fue escrita en 1972, y el autor confiesa que este trabajo lo adentró definitivamente en su vocación de escritor.

La buena acogida de Mankell en España, sin embargo, viene por la vía de su obra policíaca. El protagonista de la saga es el comisario Kurt Wallander, un sabueso más en el estilo de cualquier hombre de la calle, que encarnan el Brunetti, de Donna León; o el mismo Maigret, de Simenon, arquetipos lejanos de la sagacidad pedante y científica de Hércules Poirot (Agatha Christie) o Sherlock Holmes (Arthur Conan Doyle). Por cierto, la obra de Mankell en este estilo ha sido reconocida con el II Premio Pepe Carvalho, el detective privado parido por la pluma de Manuel Vázquez Montalbán, y con el que Wallander tiene algunos puntos de conexión en personalidad y metodología.

El Hombre de la Dinamita dista mucho de ser un relato de misterio o argumento policial, pese a lo que pueda sugerir el título. Tratándose como se trata de una obra de juventud y el tiempo en el que fue escrita, bajo los rescoldos de Mayo del 68 y en lo más alto de la gelidez de la Guerra Fría, tiene la pretensión de ser una denuncia social. El intento tiene más de querer que de poder por el entorno en que se desenvuelve su creador: la Suecia envidiada por todos como referente mundial de la igualdad y la justicia social. Se desliza una evidente falta de pulso en la radicalidad reivindicativa, que nos es tan familiar en el sur.

Otra cosa es el escenario del suceso. Año 1911, época todavía lejos de la conquista de los estados de bienestar, en plena revolución industrial en algunas zonas del país, y un clasismo que se deja ver en una diferenciación de clases, en comportamientos de superioridad e inferioridad, más propia de los tiempos anteriores a la Revolución Francesa.

Oscar Johansson es un dinamitero experto, el protagonista que recrea casi en exclusiva la novela. Personifica, y es otro apunte ideológico más sugerido que explicitado, la escasa o nula concienciación de los patronos de aquellos tiempos con la seguridad de sus operarios, máxime en un oficio de tan alto riesgo como el de la manipulación de explosivos para volar grandes masas rocosas.

Johansson, un ser real, es un caso aparte, un prodigio del azar y de los caprichos de la vida, tan caprichosos como los de la muerte. Es víctima de una terrible explosión a escasos metros de su presencia. Todos lo dan por muerto, incluso las noticias del periódico local, pero sobrevive, y no solo eso, se reincorpora a su oficio y vive hasta los ochenta años (fallece en 1969), pero con secuelas dramáticas en su cuerpo, que no le impiden casarse y procrear.

El texto recorre la vida de Johansson desde el preciso momento en que es víctima de ese horrendo siniestro. El epílogo es la muerte, cincuenta y ocho años más tarde, en la cama de un hospital. En ese trayecto, la narración se atiene a un principio y un final ortodoxos.No obstante, en la trama biográfica se producen constantes idas y venidas en el tiempo y en la entrada en escena de los narradores subjetivos (el protagonista) y objetivos. Esto hace la lectura un poco liosa. Exige alto poder de concentración para no perder el hilo de la trama.

La manera de ser de Johansson se antoja lineal, pero de vez en cuando expresa arrebatos que descolocan a los interlocutores. Es persona de instintos muy particulares. Uno de los narradores lo enfoca con precisión: sostiene una y otra vez que él nunca ha tenido nada de extraordinario. Dice que es uno más. Solo eso. Dinamitero y familia. Quizás ha visto la muerte tan de cerca que se vuelve desdeñoso hacia las cuestiones más vitales.

La dinamita casi lo mata. La familia lo revive. Más concretamente Elvira, su mujer, hermana de su primera novia, Elly, que lo abandona tras el accidente que le deja deforme y con alto riesgo de impotencia sexual, al perder parte del pene y un escroto. Sabe de esta circunstancia a posteriori, no desde el primer instante. Conoce a Elvira en una manifestación del partido socialdemócrata sueco, en el que tiene una primera militancia política no excesivamente sólida.

Elvira fallece antes que él y lo deja en una soledad que acentúa su laconismo, no exento de inspiraciones filosóficas que mueven a reflexión y que se revelan como demostraciones de inteligencia natural. Los hijos son vástagos de la nueva sociedad próspera. Mantiene con ellos una relación de cariño paterno-filial, carente de complicidades. Están muy ausentes en la novela.

Johansson es un hombre difícil en un relato difícil. Bien escrito. Atrapa al lector. Johansson es el retrato de un superviviente, no solo de la destructiva dinamita, sino de las explosiones de la propia existencia. Da la impresión de que su actitud, permanentemente defensiva, es una autodefensa como la de esos animales que se mimetizan a la perfección en su entorno para pasar desapercibidos y eludir a sus enemigos con el camuflaje. Él no puede. Él le ganó la partida durante 58 años a la lógica de la muerte.

ÁNGEL ALONSO

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