De mi padre joven, conmigo en la niñez, conservo el recuerdo preciso de un ritual puesto en escena inmediatamente después de la llegada a Astorga para veranear. Lo materializó varias veces, de ahí que la evocación tenga frescura. Eran esos estíos con tres meses por delante y con tiempo suficiente para no perder el detalle de las pequeñas cosas.

Sin más divagaciones, pasemos a liturgia tan personal. Nada más poner pie en tierra, tras un lago y cansino viaje de seis o siete horas desde Madrid por una carretera infernal y en coche utilitario que a duras penas pasaba de ochenta, mi progenitor saboreaba un trozo de pan de hogaza, de pan de Astorga, como decía él, dando a la posesión recién conquistada entusiasta denominación de origen.

Certificaba, así lo creí desde siempre, el reencuentro con la ciudad añorada casi un año, porque entonces viajar en las calendas de invierno resultaba épico por la dureza meteorológica, las incomodidades térmicas de la casa y la obsolescencia de las infraestructuras viales.

Hoy, que el pan vuelve a reivindicarse como alimento suculento por sus variantes inagotables, sus simbiosis casi infinitas con rellenos de todo tipo y sabores multiplicados, cobra más claridad todavía aquella escena paterna.
La dictadura de las modas adelgazantes y de los cuerpos esculpidos quiso condenar al pan al ostracismo absoluto. Se le encasilló un buen tiempo como alimento tercermundista y recurso nutritivo de países subdesarrollados.

Antes, en la España catolicona se le veneraba, sin embargo, como objeto casi sagrado. En mi corta experiencia vital de aquellos años, viví reiteradamente la experiencia visual de besar un trozo antes de ser ingerido, y la clerecía no se cortaba en afirmar que tirar un mendrugo al suelo, era pecado, pues no en vano se le citaba expresamente en el Padrenuestro, la oración de oraciones. La liturgia se avenía también a algo más prosaico y terrenal, como las secuelas del hambre padecida en una guerra y una larga posguerra, en las que un pan blanco, de trigo y levadura, era puro manjar.

La costumbre paterna caló en mí. Me relamo con el pan de hogaza de Astorga, capaz de conservar impolutos los sabores y aromas de antaño. Lo mordisqueo con la misma erótica que lo hacía mi padre, como una concesión celestial a la fecha de caducidad que impone el fin del verano y la vuelta a los lugares donde el ceremonial de su elaboración es, ante todo, cuestión comercial. Como una finta a semejante resignación, viajamos siempre a Madrid con un par de esas hogazas, para conservar, siquiera unos días, texturas gustativas dejadas atrás con mucha pena.

En mi lista de astorganos ilustres hay un apartado de panaderos. De niño y joven, Santiago, hijo de Julio Rodríguez, del que recibió el saber, en la calle Ancha que, por si no fuera suficiente, tentaba con empanadas prodigiosas de carne y bonito. No era necesario desplazarse allí, pues aquel maravilloso pan llegaba muchos días a casa en un triciclo de caja delantera que, abierto el portón, emanaba un aroma hipnótico, que pervive aún en algún recóndito lugar de de la masa cerebral propiedad del olfato.

Santiago dejó dignísimos relevos. Estando allí no perdono la cita diaria con el pan de Mariví y de su hermano Juanín, de San Andrés. Ellos nos han reconciliado con la majestuosidad de un producto artesano, sin trampa, ni cartón, carente de sucedáneos groseros como la masa congelada. Hecho a mano, amasado al punto y cocido en horno de leña. Un lujo, para relamerse, al alcance de muy pocos.

No omito, injusto sería, a su convecino de barrio Rufino Cuervo, al que la muerte apartó de otro pan astorgano excelso; ni a Merino, también en la calle Ancha, como Santiago, que escolta el divino alimento con los pecados veniales de una bollería y repostería que, desde el escaparate, tambalea férreas voluntades estéticas de cuerpos sin mácula de grasa. Por detrás, Cadierno, más moderno en la forma de entender el oficio, pero con el mismo imán para los degustadores de sus especialidades, sobre todo los bollos preñados rellenos de chorizo, que los borda.

Una tostada en el desayuno con esa loncha del solomillo de la hogaza; ese bocadillo de lo que sea, embutido o frito; esa tosta camera adormeciendo delicias de la cocina tradicional o de vanguardia. A todo ello presta logística necesaria y exquisita una rebanada de ese pan esférico, rotundo de miga y crujiente de corteza ante la acción del cuchillo.

Y, por favor, busquen más sentidos. Paseen en la noche avanzada por los alrededores de esas tahonas escondidas en la oscuridad, pero febriles dentro en sus labores. Y llénense de ese pan haciéndose para gozo de nariz y paladar.

ÁNGEL ALONSO

(Publicado en www.astorgaredaccion.com el 7 de octubre de 2018)

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