Últimas sombras


Es esa hora del día en que los álamos no tienen sombra que cobije las sombras que habitaron la alameda. Sombras de risas infantiles, juegos, travesuras, enredadas en la ribera del regato: mala idea fue la honda, imparable fue la piedra y la consecuencia de cristales rotos y mano honradamente encallecida, justiciera.

Es esa hora del día en que el sol ha tenido tiempo de calentar la arenisca del poyo donde se sienta otra sombra, recordadora de sombras; tan vieja como los álamos, tan niña comparada con la olma que sombrea la plazuela. Bajo el sol ecuánime con ella y con la lagartija cercana, la sombra rememora, es decir, abre la alacena de recuerdos vivos de un hombre que aún no era sombra, la cintura doblada sobre la madre y madrastra, implacable, tan conocida; el paso de la piedra de amolar sobre el filo de la guadaña, el olor de la alfalfa recién degollada; la frescura del zaguán; la honradez de la hogaza y el sabor del lomo y el tallo de chorizo paridos por el vientre promisorio de la orza, entregados a la navaja sobre el tajo del pan, a la sombra riberiza de la mimbrera, al borde del tajo rubio: todavía tanto tajo antes de que acabe el día.

La sombra aunque no sabe la palabra, que es mía, rememora el sonido de la herradura contra la piedra del zaguán: golpe y arrastrar de hierro sobre piedra; el cabeceo vigoroso del macho, su piafar saludando a la fresca del día; el regreso a la tarde, música de herradura sobre la piedra, sin cabezada el macho, hacia la cuadra, hacia el grano y la paja tan honradamente merecidos.

Y la sombra que aún no sabía que sería sombra abraza frente al hogar al cuerpo compañero y la mano ruda despeina, delicada, la cabeza infantil inclinada sobre la planilla del cuaderno escolar y la sonrisa atraviesa la cocina hasta la lozanía que cuida que no se malogre el guiso sobre la lumbre; y la sombra, agradecida al sol bajo la sombra de esparto, recuerda que recordó aquel día el día en que nosotros fuimos un llanto recién llegado al mundo y miedo y esperanza e ilusión, porque la sombra que solo espera la muerte, sobre el poyo, bajo el sol, cabe el sonido del caño eterno de agua, tuvo ilusiones antes de ser sombra, antes de que los demás se convirtieran en sombras que dejaron sola la alameda.

Y las sombras se marcharon. Las nuestras por la carretera que lleva a la capital; otras, de amigos y enemigos por la veredita que lleva a la tapia blanca de cal y verde de cipreses.

Las nuestras porque nacimos sordos a la música de la herradura contra la piedra, a los pasos sobre la madera que conduce al sobrado, encorvados bajo el peso de los costales preñados de granos de oro; nacimos sin olfato para el aroma de la resina, de las piñas, carne y sangre de los pinos que aguarda turno para crepìtar en el fuego, no supimos amar la perfumada sangre verde de la alfalfa derramada; nacimos sin tacto para la rotundidad voluptuosa de caderas frescas de la tinaja, que guarda el sudor de la tierra que cura los pecados y la sed, no supimos amar el olor del humo y la caricia tibia de la lumbre en las noches de invierno; nacimos ciegos para el endrino, para la jara y el cambrón, para el fantasmal paso lobuno cruzando, o las mansas manchas ovinas paciendo por la pizorra. A qué lamentarse.

Las de los otros porque es ley de vida.

Y todas las sombras, cada cual por su motivo, dejaron sola a la sombra que rememora aunque no sepa la palabra, y a la sombra compañera que posa la mano en su hombro para que abra los ojos, que ven cómo los álamos recuperan su sombra, cómo la sombra de la olma acaricia ya el pilón, en medio del cual el agua ríe desde la boca del caño; y reirá hasta que la muerte se acuerde de las dos últimas sombras que habitaron la alameda.

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