Resultado de imagen de calle oscura

Tenía delante al tipo que la había violado. Le habían colocado en el pecho el número cinco.

―¿Es alguno de ellos? ―le preguntaron.

―No, ninguno ―contestó.

―¿Está segura?

―Sí.

Después le colocaron delante la declaración y el retrato hablado, idéntico al número cinco. Lo negó todo, dijo que no era alto, que no era fuerte, que no tenía manos enormes, que su miembro no era grande sino más bien pequeño, que la voz no era ni parecida y que cualquiera puede tener un tatuaje en la garganta y una mueca facial. Por último, preguntó de dónde habían sacado a aquel tipo, pidió que lo dejaran irse y retiró la denuncia.

Salió de la estación, su novio la esperaba en el coche. De nuevo a la casa, tan limpia, tan recogida, tan perfecta. La casa que ambos habían diseñado, la casa de las fiestas, de las noches interminables, la casa que era la envidia de todos los amigos. La casa común.

Ella no quiso hablar durante el camino. Al llegar, comenzó a recoger sus cosas.

―¿Se puede saber qué estás haciendo?

―Te estoy dejando ―le dijo ella sin levantar la vista.

Él la tomó por las manos, la abrazó, la llevó cargada hasta el sofá y se puso a prepararle un té, de manzanilla, cuando estaba alterada siempre le preparaba un té de manzanilla.

―La manzanilla es para el estómago ―le dice ella.

―Pero a ti siempre te ha calmado.

―Yo no estoy alterada.

Hizo como si no la escuchara, terminó el té y se lo trajo, le dio un beso en la frente y se sentó a su lado. Ella puso el té en la mesa de centro y le dijo:

―Te voy a contar cómo me violaron.

Y habló mucho, de la calle oscura por la que nunca había transitado, de las manos enormes del hombre, de los golpes, del tatuaje en la garganta que le quedaba frente a los ojos mientras él se la metía, de la saliva que caía en el ojo, del miembro gigante y firme, del desgarro, de la sangre, de las cosas que le decía todo el tiempo, de la voz gruesa que a la vez parecía un susurro, del ronquido final, de la risa y de los pasos del tipo alejándose.

Después se quedó en silencio, el novio lloraba, ella estaba calmada. Tomó la taza de té y se la puso en las manos.

―Yo estoy bien ―y esto fue lo último que le dijo antes de recoger sus cosas y salir.

Caminó por la misma calle oscura que había transitado días antes, se paró justo en el lugar donde la habían violado, respiró hondo y siguió ocho calles más abajo por donde mismo había perseguido al número cinco el día que la violó, se paró frente a la casa en la que lo había visto entrar y donde fue hallada por un vecino que llamó a la policía al verla golpeada, casi sin ropa y llena de sangre.

Esta vez, no había vecino que se asombrara, no había sangre y ella estaba correctamente vestida. Tocó a la puerta. El número cinco le abrió. La casa estaba recogida. En la mano, el hombre tenía una taza de té.

―¿Es de manzanilla? ―le preguntó ella.

―Sí, dicen que calma. ¿Quiere? ―le preguntó él sonriendo.

Casi no se notaba la mueca facial.

―Perdone, me he equivocado de casa ―dijo ella antes de alejarse por la calle ancha sin rumbo fijo. El número cinco solo la observó.

Massiel Rubio

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