Mi tío José

El primer recuerdo que tengo de mi infancia es subido a los hombros de mi tío José mirando a las cigüeñas en lo alto del campanario.

—Están haciendo el gazpacho —decía cuando tableteaban con el pico.

Y desde entonces, en casi todos los buenos momentos aparece mi tío José como maestro de ceremonias: él fue el que me enseñó a leer las horas, el primero que me llevó al cine, el primero que me llevó a pescar, el primero que me llevó a ver cómo los toros montaban a las vacas. Y siempre me explicaba los porqués y los cómo y los para qué.

Era el cartero del pueblo y yo, por las tardes después del colegio, siempre que podía me iba con él a su oficina: me enseñaba a colocar sobres por calles, me explicaba lo que era el orden alfabético, y me hablaba de que pronto se inventaría un número con el que sólo mirarlo se sabría a qué pueblo iba la carta.

Después, en la adolescencia, los temas se fueron ampliando, aunque más bien yo creo que acabaron siendo monográficos: sexo y chicas.

—No abuses, que tienes demasiados granillos —y ponía esa sonrisa de cómplice malo.

O bien,

—Siempre con salvavidas, que si se hace es para disfrutar, no para llorar.

Era bien parecido, decía mi madre, y tenía mucha labia y fama de seductor, y él me explicaba que nunca, nunca, había que meterse con mujeres casadas, porque sobraban solteras y lo otro eran ganas de líos.

A veces, en vacaciones, me iba con él a repartir cartas por el pueblo. Y esos eran los días más felices de mi vida. Él parecía el amo (siempre y en todo lugar parecía el amo) del pueblo, creo que hasta los perros le conocían. Y las chicas jóvenes se paraban y nos sonreían esperando la gracia de mi tío, que siempre tenía alguna.

—Ay, no sabía que los ángeles vistieran de negro— decía si la chica vestía de negro, pero cambiaba con gracia el color si vestía de verde, azul o gris marengo…Y lo decía con tanta gracia, que todas sonreían y le decían algo así como “qué zalamero eres, Pepe”.

Y a los hombres les preguntaba por la siembra, si era tiempo, o por la cosecha si eran labradores, o por cualquier asunto de su oficio y todos contestaban y le preguntaban a él qué tal. Y con algunos tenía más confianza, y entonces entrábamos hasta el salón y mientras a mi tío le ponían un vino con un poco de queso, que le encantaba, a mí me daban algún caramelo.

—Lo bueno de ser cartero y no municipal es que puedo beber estando de servicio— me explicaba y se reía.

A mi tío José le llamaban el Bautista porque tenía la costumbre de rebautizar lo que le apetecía. Hablaba como le daba la gana, y lo mismo decía “ojos comidos” que “uñas tristes”. Y no sólo eso, sino que incluso podía decir cosas como “la Pepita, foscardita, le mantucarreó un trancantó en toda la bobachufa que le mirotestó bocaperto” y nadie se atrevía a decirle que palabras como esas no existían para que no le llamara inculto y porque él en vez de parecer pedante hacía reír.

Fue soltero toda la vida, aunque una “pelandusca sin oficio”, en palabras de mi madre, le quiso cambiar de estado sin conseguirlo. Mi tío aguantó todas las embestidas y siguió libre como una mariposa, “libando flores”, decía.

Mi tío José siempre fue mi ídolo. Y sigue siéndolo después de muerto. Con él crecí y con él me inicié en mil asuntos de la vida.

El día que cumplí dieciocho años, se presentó en mi casa de punta en blanco, dispuesto a celebrar la mayoría de edad de su sobrino favorito. Mi madre, su hermana, se resistió poco o nada, porque a mi tío José no se le resistía nada ni nadie, y menos su hermana mayor.

—Ay, Pepe, a ver si asientas la cabeza —le decía mi madre siempre y él le daba un beso en la frente que la dejaba rendida y desarmada. Aunque yo creo que de haberla asentado, todos hubiéramos rezado para que la desasentara otra vez, porque todos le queríamos soltero, libre y solo.

Aquel día dijo que me llevaba a cenar a un restaurante de postín que era lo que merecía su único sobrino (tenía más, pero eran sobrinas).

—Hoy mi fiel escudero cumple la edad del hombre —puso su mano en mi hombro—. Hoy sale de la adolescencia su mayorazgo. Mi hasta hoy seguidor, será compinche con su mayoredaz cumplida.

Mi madre siempre le miraba boquiabierta cuando hablaba, aunque no entendiera de la misa la media. Y yo tuve la sensación de que me estaba armando caballero, según había leído cómo se hacía en algunos libros.

Una vez convencida, mi madre sacó la ropa que me había comprado para la boda del primo Lucas: chaqueta gris claro y pantalón del mismo color, zapatos de charol negro, brillantes como espejos, una camisa negra de una tela que no sabría nombrar pero que era muy agradable al tacto, y de colofón una corbata negra, muy fina.

Mi tío José dio el visto bueno a todo menos a la corbata: dijo que las corbatas negras son para los entierros y que las corbatas son para verse, y que si pones una negra sobre camisa negra, no se vería ni su sombra. Así que buscó entre las de mi padre, que no llegaban a cinco, y al no encontrar lo que buscaba dijo que “sin corbata”.

Y nos fuimos a cenar. O eso creía yo.

Porque adonde fuimos no había mesas, sino sofás recargados de flores, unos, y moteados como piel de leopardo otros, y hombres y mujeres sentados aquí y allá, como murmurando y bebiendo y yo creo que tocando, y una luz tenue y rojiza, tan tenue que casi había que ir a tientas, y en vez de camareros había señoritas sin falda y con delantales blancos, con bandejas en las manos, y muy amables, que te sonreían simulando besos. Y en medio del salón, la piel de un tigre espatarrado servía de alfombra.

A pesar de lo débil de la luz, a los del primer sofá los conocí rápido. Eran Don Segismundo, el farmacéutico, padre de mi amiga Susan, y Teodolfo, el carnicero, vecino mío, y padre del novio de mi hermana mayor, que departían amigablemente al oído de dos jóvenes que parecían vestidas sólo con bikinis.

Era digno de ver cómo se movía mi tío por aquellos salones, saludando a diestro y siniestro. Parecía que era su casa, incluso alguna señorita le llamaba Don José.

Me cogió del brazo y me llevó a un rincón donde había dos mozas en un sofá de los de flores, y en el camino nos cruzamos con una señora despeinada acompañada por don Froilán, que había sido jefe local del Movimiento, sacristán y maestro mío, que salían de detrás de unas cortinas como de esteras lilas. Mi tío dijo “Buenas noches, princesa”, y girando la cabeza, “don Froilán”, con una pequeña reverencia, y siguió andando sin soltarme el brazo.

—En este templo, sobre todo, discreción: cuando salgas de aquí, no has visto a nadie y nadie te habrá visto a ti. ¿entendido?

Yo asentí con la cabeza, aunque todavía no entendía la trascendencia de aquel consejo.

Me presentó a Cuca y a Yoli. Él se fue con Cuca y a mí me dejó con Yoli, que se levantó, me tendió la mano, y me pidió que la acompañara por el mismo camino que había seguido mi tío con Cuca, tras las cortinas de estera lilas.

Yo ya veía venir de qué iba aquello, que no era de cenar precisamente, y me puse un poco nervioso, pero Yoli era una experta y supo guiarme con delicadeza por aquellos vericuetos para mí ignotos.No sé si Colón disfrutó tanto con sus descubrimientos como yo con los míos, que fueron para caerse muerto.

Ni sé el tiempo que pasé con Yoli en aquel cuarto de luz violeta y cama estrecha, porque el tiempo para mí perdió su condición de señor y quedó reducido a un simple esclavo de mi felicidad y placer, y cuando salí, me sentía distinto, mejor, como un explorador que descubre tierras que ni siquiera sabía que existieran. Mi tío estaba ya sentado en un sofá tomando una copa de algo con alcohol. Y a mí me invitó a otra. Nunca había tomado alcohol, ni vino ni cerveza ni mucho menos aquello que me pusieron que me abrió la garganta en canal.

Ya digo que mi tío José hablaba como quería, y así me contó cómo había pasado su tarde.

—Oh, la Cuca, tiene manos líquidas y piernas más largas que un día sin pan. Sus labios son anchos; sus hombros, carnosos. Oh, da gusto acariciarlos.Y escucharla también da gusto, disfrutar su voz penetrante y jugar con su aguda mirada.

—¿Y tú qué tal? Ya has visitado el cielo, ¿eh?, ya no podrás decir que el cielo no existe—dijo con sonrisa rara.

Pero no me dio tiempo ni a abrir la boca, porque de pronto, oímos voces, gritos, y una señorita medio desnuda, cubriéndose los pechos con las manos y llorando, arrambló con las cortinas de estera lilas, saliendo desde atrás, y las arrancó de cuajo. Detrás, un mameluco parecía perseguirla gritando, incluso le dio un golpe por detrás en la cabeza llamándola ramera y haciendo que trastabillara y cayera al suelo. Mi tío José se levantó y se encaró con el animal pidiendo explicaciones. Y el hombre sacó una pistola y le pegó un tiro en el pecho que le partió el corazón.

Le reconocí cuando levantó la cabeza y un foco le perfiló la cara. Era el sargento de la Guardia Civil del cuartelillo y del que yo no supe el nombre hasta el juicio.

Hubo gritos, carreras…el asesino desapareció no sé cómo ni por donde, porque yo no dejaba de mirar el cuerpo inerte y ensangrentado de mi tío.

Cuando llegó la policía municipal, en el salón no había ni un solo hombre, ni don Froilán ni nadie. Sólo algunas señoritas, mi tío, muerto, y yo, como si fuéramos los únicos clientes de aquel negocio. Y nadie nunca preguntó y yo mantuve mi discreción por respeto a la tumba de mi tío. Al sargento le cogieron cuando estaba para pegarse un tiro él mismo, pero no acertaba con la sien de lo borracho que estaba.

Para mi familia supuso un apuro desgarrador el hecho de que mi tío me hubiera llevado de putas para celebrar mi mayoría de edad y encima hubiera muerto en el lupanar. Del tío José dejó de hablarse en casa, porque el solo hecho de nombrarle nos transportaba a todos, a mí el primero, a aquel burdel inmoral que debía ser la puerta del infierno.

—Si mueres en las puertas del infierno, al infierno irás. Seguro que a él le cuesta mucho más llegar al cielo—lloraba mi madre

Y por eso se le hicieron misas todos los días durante meses, porque para él “era más caro entrar en el cielo”.

Pero yo sé que vivió y murió como un héroe. Y aún después de tantos años, siempre vuelvo a celebrar mis cumpleaños, y sus aniversarios, con la Yoli.

Y conseguí que en su tumba se grabara el epitafio que él mismo dejó escrito: ¡Vive tu vida como si no hubiera un mañana!

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