Alicia… me llamo Alicia, si mal no recuerdo, si no estoy siendo presa de una protectora locura que confunde a mi mente para apartarme de una inaceptable realidad, y si ese es mi verdadero nombre y no es uno que me puso para despistarme y confundirme más de lo que estoy. No sé cuántos años tengo, sólo sé que era una niiña con apenas seis años cuando él me trajo aquí. Desde entonces mi noción del tiempo dejó de existir. Hace unos años me dediqué a hacer con mis larguísimas uñas una pequeña marca en una de las paredes cada vez que él me traía la comida, una vez al día. Si no se me ha olvidado hacerla nunca lo llevo haciendo desde hace cuatro años, seis meses y doce días. No me ha servido para mucho, como gritar, pero no tengo nada mejor que hacer. De vez en cuando llega, además de con la comida, con una palangana. Ese día puedo enjabonarme un poco con la esponja, el agua y la pastilla de jabón que trae en el segundo viaje, y puedo sentir un inusitado placer cuando seco con una toalla de manos mi cara limpia y fresca. Cuando las puntas de mi enredado pelo me alcanzan la medianía de mi espalda, me dice que toca pelarse, y se va para volver con unas tijeras con las que, a base de trasquilones, rebaja exageradamente el largo de mi pelo. Unos grilletes sujetos a los tubos del cabecero de mi cama me recuerdan que no debo hacerle preguntas si quiero conservar mi libertad, la libertad para poder moverme en un espacio de veincuatro metros cuadrados, los que tienen las cuatro lisas paredes que me rodean, sin una mínima rendija que me haga ver el exterior.

Él me cuenta lo que le parece, y me escucha si le hablo, pero si digo algo que no debo decir se va, sin más, como cuando le pedí que me trajera un vestido nuevo, ya que el que tengo está raído por todos lados, o como cuando le supliqué que me trajera un cepillo de dientes y pasta dentrífica. «No pidas lujos» me dijo.

Cuando tuve mi primera regla me asusté y empecé a gritar aunque, como siempre, no me sirvió para nada. Él supo, tan pronto entró a traerme la comida, que algo me pasaba y me preguntó. Yo le dije que me dolía la barriga y que había sangrado y se marchó sin decir ni mu. Al poco volvió a entrar con la palangana, la toalla, el jabón, el agua y algo que traía en una bolsa. Lo dejó todo en el suelo, como acostumbraba hacer y, ofreciéndome la bolsa, me dijo:

-Toma, ahí hay una medicación que te aliviará los dolores. Cuando te asees lávate también tus partes íntimas y colócate unas bragas limpias que encontrarás con la medicación.

No pasaron muchos días en que me dijera que mi cuerpo ya estaba preparado. Como temía hacerle preguntas me limité a decirle que no le entendía. En pocas palabras, mientras se desabotonada la camisa, me dijo que mi cuerpo estaba listo para lo que venía a continuación y que si me negaba a cumplir con lo que por natura estaba obligada a hacer me dejaría sin comida.

Yo sabía que se tomaría a rajatabla lo que decía y, por primera vez y sin entender por qué puñetas la naturaleza me había mandado semejante cosa, fui, entre llantos y gritos, salvajemente penetrada.

Fue a partir de ese momento cuando decidí marcar los días en la pared, pues algo me decía que debía hacerlo.

Y cuando llevaba hechas las marcas correspondientes a ocho meses y veintitrés días, noté que lo que se estaba gestando dentro de mí quería abandonar su lugar de residencia. Sola, sin un ínfimo aliento de ánimo y sin tener nociones sobre cómo actuar ante lo que se me avecinaba, expulsé a la criatura que había estado formándose dentro de mí y que me había dejado en los huesos, pues el malnacido que me alimentaba no se había vuelto en todo ese tiempo generoso con mi comida.

Estuve amamantando con mis inapreciables pechos a mi hijo unos días, hasta que él me lo arrebató para no volver a verlo nunca más. Varias veces contuve mis ganas de preguntarle por mi hijo porque sabía lo que me esperaba, pero le dije que quería ver a mi bebé. Él me contestó que me lo iba a traer, pero pasaba el tiempo y no cumplía su palabra. Mi sospecha de que se hubiese deshecho de él me desgarraba el alma, tal vez lo único decente que quedaba de mí.

Ya hace unos días que no viene a traerme la comida y estoy perdiendo fuerzas. La última vez que lo hizo me dijo que todos en el pueblo se habían marchado, que ya no quedaba nadie excepto él, que se habían sumados todos a un éxodo debido a la poca vida que había en el pueblo, y que debería estarle agradecida por la comida que me traía a pesar de todo.

Me pregunto cuánto tiempo ha de pasar para que mis huesudas piernas no puedan soportar el peso de mi esquelético cuerpo y caiga desfallecida. ¿Para qué gritar? Nadie me oirá porque nadie me oyó nunca. Tal vez sea verdad lo que dijo y ya no quede nadie en el pueblo… ni él mismo.

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