Hablando de normas sin sentido

Hablando de normas sin sentido

“Tan pronto como abandonamos el principio de que el gobierno no debe interferir en ningún asunto relacionado con el estilo de vida del individuo, terminamos regulando y restringiendo a este último hasta los más mínimos detalles”
Ludwig von Mises

En las afueras de los tribunales penales de Caracas, es común observar largas filas de gente que pretende entrar. Casi siempre se trata de los familiares de los enjuiciados, quienes esperan poder pasar algún tiempo con sus seres queridos, antes de la celebración de las audiencias.

Resulta evidente que ante la expectativa de reunirse aunque sea por unos minutos con sus afectos, el hecho de pasar unas cuantas horas en cola, les parezca insignificante.

Por suerte, este es un suplicio que no estamos obligados a soportar los abogados, por razones obvias. Basta con identificarse en la entrada como tal, para poder entrar al edificio sin problemas.

Ese día, el personal de seguridad decidió que mi carnet de abogado estaba muy bien, pero mi vestimenta no.

– Disculpe doctora, pero me temo que no puedo permitirle el ingreso. Usted lleva un vestido por encima de la rodilla, y así no puede pasar. – Masculló de mala gana el joven encargado del acceso en las puertas del Palacio de Justicia.

Yo tenía un vestido con mangas y sin escote, cuya falda ciertamente llegaba hasta un poco antes de la rodilla.

– ¿En donde está escrita esa norma que dice que las mujeres que lleven puestos vestidos con faldas por encima de la rodilla no pueden entrar? – Pregunté con tono altivo, haciendo un esfuerzo por no perder los papeles.

– Pues es una normativa que estamos aplicando desde ahora. – Respondió con sonrisa de autosuficiencia.

– ¡Ah! ¡Desde ahora! – Repetí sin poder disimular mi enfado – Entonces aquí las normas cambian todos los días y además, no se sabe de donde vienen ni quien las dicta – Agregué intentando en vano reprimir mis deseos de alzar la voz.

– Yo solo sigo instrucciones, doctora. Pero si quiere, puede hablar con el jefe de seguridad – Exclamó al tiempo que señaló con la mano, el pasillo que conducía hacia la oficina sede de la Dirección Ejecutiva de la Magistratura del Circuito Judicial.

El jefe de seguridad portaba a la vista un carnet rojo en el que se leían claramente las siglas “DEM”. Llevaba puesto un traje negro desgastado por el paso del tiempo, una corbata y unos zapatos de muy mal aspecto.

– ¿Cual es el problema, señorita? – Preguntó extrañado cuando notó mi presencia en su oficina, irrumpiendo con sus faenas habituales.

– Que no puedo ingresar al edificio porque supuestamente soy una vulgar. – Respondí imprimiendo a mi tono de voz todo el sarcasmo que me fue posible.

– El vestido que tengo puesto no es adecuado para el lugar, según el decir de su subordinado – Agregué luego de su expresión de desconcierto.

– Nosotros solo seguimos instrucciones, doctora. – Repitió de memoria, tal como lo había hecho su segundo al mando, como si se tratara de un autómata sin raciocinio propio.

– ¿Considera usted que mi vestimenta pone en riesgo la integridad de la institución o altera de alguna forma el orden público? – Le pregunté, tratando de ignorar el hecho de que estaba tratando con alguien que muy probablemente nunca se ha detenido a pensar en el concepto de orden público, ni sus implicaciones.

– Pues no, doctora. Pero no puedo dejarla entrar. – Sentenció reafirmando que seguía a ciegas instrucciones vacías que no cumplían función alguna.

Entendí en ese momento que había sido demasiado ambiciosa al pretender solucionar la situación mediante la razón. Después de todo, hace mucho tiempo que nuestra realidad distópica no permite un espacio para las ideas, y eso no ha cambiado.

«En Oceanía no existen leyes. Los pensamientos y actos que, una vez descubiertos, acarrean la muerte segura, no están prohibidos expresamente y las sanciones no se le aplican al individuo como castigo por crímenes que haya cometido, sino que son sencillamente el barrido de personas que quizás algún día pudieran cometer un crimen político. No sólo se le exige al miembro del Partido que tenga las opiniones que se consideran buenas, sino también los instintos ortodoxos. Muchas de las creencias y actitudes que se le piden no llegan a fijarse nunca en normas estrictas y no podrían ser proclamadas sin incurrir en flagrantes contradicciones con los principios mismos del Partido. Si una persona es ortodoxa por naturaleza (en neolengua se le llama piensabien) sabrá en cualquier circunstancia, sin detenerse a pensarlo, cuál es la creencia acertada o la emoción deseable.»
1984
George Orwell

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