El báculo de Hermes (+18)

El báculo de Hermes

Cuando me comunicaron que Mauricio se encontraba muy grave en el hospital se abrió ante mí una fosa insalvable. Se creó un vacío del tamaño de un agujero negro y mis sentimientos entraron en conflicto. Me habían dicho que era imposible salvarlo y que le quedaba muy poco tiempo. Sabía que debía ir y perdonarlo, pero algo me detenía. Me vi obligado a hacer de tripas corazón y presentarme en su cámara. Lo vi deshecho, ya no era aquel hombre fuerte lleno de tatuajes y autoritario. Se veía como un muñeco pintarrajeado al que habían destripado para sacarle el relleno y se disponían tirarlo a la basura. Me acerqué y traté de hablarle, él hizo un gesto de desagrado, es probable que la retahíla de palabras absurdas que le dije, le produjeran irritación. Movió la mano con mucho esfuerzo para indicarme que me fuera y le dije muy cerca, mirándolo sin compasión, que lo perdonaba. Cerró los ojos, me di media vuelta y no supe si ya había fallecido en ese momento o murió después. Creí que con su desaparición se terminaría mi condena, pero más bien era el principio de una venganza que me perseguiría mucho tiempo.

Nos habíamos conocido cinco años antes en un club deportivo. Él se estaba cambiando y cuando se puso el agua de colonia me lanzó el recipiente y me recomendó que me lo pusiera. Hice lo que me pidió y noté que era un aroma bastante agradable. Como era de esperarse relacioné ese olor con Mauricio quien me cogió del brazo y me llevó a una cafetería. Tenía un carácter impulsivo, no toleraba que la gente le negara las cosas y llevaba las conversaciones de una forma que el interlocutor siempre se sentía en una situación agradable, pero con muchos halagos e insultos que intercambiaban su sentido por la entonación o el momento de ser manifestados, Mauricio lograba engañar a cualquiera porque era muy inteligente y astuto. Nuestra amistad se fue estrechando con rapidez, me invitaba a lugares interesantes, me hablaba de pintura, escultura y, cuando me contaba algo sobre los libros que le gustaban, me sentía seducido por su capacidad de análisis. Se podría decir que era un psicólogo nato. Conocía el carácter de la gente y fingía su empatía de forma impecable.

No tenía hermanos, pero siempre hablaba de su primo Eduardo quien vivía en los Ángeles. Lo conocí un día y me pareció muy raro. Tenía una forma de hablar como si fuera un hippie, fumaba marihuana y tenía el pelo como Bob Marley y también le encantaba el reggae. No tenía nada en común con Mauricio, descubrí que Eduardo sólo era una excusa para hablar de su familia, pues nunca mencionaba a sus padres, ni abuelos. Para todo decía: “Mi familia del gabacho”. Por toda purrela se refería a su primo Lalo y a otros supuestos primos de los cuales nunca dijo nada en especial.

Un día me invitó a su casa y me propuso que me quedara a vivir con él. Yo rentaba un piso pequeño y pasaba dificultades para llegar a fin de mes. Acepté su propuesta con gusto. Me asignó una habitación vacía y me propuso que la amuebláramos. Fuimos a comprar una cama, una mesa y unos cuadros. En una semana tenía una habitación muy acogedora. Mauricio trabajaba en su casa. Compraba y revendía todo lo que encontraba en Internet. Tenía un olfato increíble para hallar cosas baratas y venderlas caras. Su lengua era de oro. Fue esa forma de persuasión la que me fue acorralando poco a poco. Al principio noté que por vivir en su casa juntos representaba un compromiso que Mauricio me hacía sentir a menudo. Tenía la obligación de colaborar con dinero, ayudarle a vender cosas entre mis compañeros de la oficina y agradecerle lo que hacía por mí. Mi falta de atención o, la dependencia que sentía de Mauricio, me obligaron a hacer ciertas cosas que no tenía claro si me gustaban o no. Muchas veces estuve a punto de tirarlo todo e irme a vivir otra vez solo y alejado de mi compañero.

Un día que volvimos del gimnasio me miró de una forma muy rara, me habló de unos tatuajes que deseaba hacerse y me dijo que estaba decidido a pintarse todo el cuerpo. Vimos algunas páginas con tatoos y con determinación exclamó. “Me los voy a hacer al estilo polinesio”. A partir de ese día comenzamos a ir a un salón donde le dibujaban con una tinta especial negra sus dibujos gariboleadas. En seis meses estaba irreconocible. En el gimnasio causó furor, le decían el Semental, pero algunos de los que me veían con él decían que tuviera cuidado con el Toallón y cuando les preguntaba por qué le decían así, respondían que era porque envolvía, secaba y dejaba en bolas a la gente.

Me di cuenta de que cada vez mi dependencia hacia Mauricio era más y más grande. Incluso había dejado de interesarme por Julieta de quien, según palabras de Mau, no podía estar enamorado. “Es una mujer tonta y terrenal, Valentín— me decía con una enorme risa irónica—tú deberías buscar algo más filosófico, más placentero y romántico”. Yo no estaba convencido y todas las noches soñaba que podía seducir a Julieta, era la única mujer que me interesaba en el mundo. Me precipité un poco y sin pensarlo fui a verla, le descubrí mis sentimientos y se negó a todas mis propuestas. Su argumento fue muy simple. “Me gusta otro tipo de hombres —respondió—, tú eres demasiado suave y te vendría mejor una chica menos pretenciosa que yo”. Fue todo lo que me dijo, pero lo suficiente para provocarme una fuerte depresión. Mauricio me echó un rollo muy raro cuando me vio de capa caída tirado en mi cama.

—Oye, Vale, ¿has pensado alguna vez que los hombres tenemos una parte femenina?

—No.

—Pues, tal vez no lo hayas notado, pero lo que te atrajo de mí fue eso. Es esa característica la que nos seduce en otras personas. Cuando vemos una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre sentimos atracción. ¿No te había pasado nunca?

—No. No lo había pensado nunca.

—Creo que ya es hora de que lo entiendas. No te he buscado por tu linda cara, sino porque tú diste el primer paso. Me mostraste ese aspecto femenino tuyo para engatusarme y hacerme sentir excitado. ¿Cuánto tiempo más vas a seguir jugando?

No tuve tiempo de decir nada. Se abalanzó sobre mí y me sometió con mucha fuerza. A la mañana siguiente amanecimos juntos. Me encontraba medio dormido cuando sentí de nuevo el peso de su cuerpo. Me tapó los ojos con la mano y me susurró obscenidades. Al levantarnos me llevó a la ducha me dijo cosas agradables, estaba sonriendo todo el tiempo y me dijo que iríamos a desayunar. Llamé a la oficina y me disculpé diciendo que tenía una urgencia.

Así comencé a ausentarme cada vez más de mi empleo hasta que lo perdí. Después de mi desagradable experiencia traté de librarme de Mauricio, pero él se dio cuenta y me trató con mucho tacto. Primero, simuló que lo sucedido había sido un arranque de pasión. Después, no volvió a tocarme en una semana, se puso muy amable y me distrajo pidiéndome opiniones sobre unas prendas nuevas de vestir americanas que se podían colocar bien en el mercado. Pasamos haciendo trámites burocráticos mucho tiempo y al final logramos importar lo que queríamos. Empezamos a vender mucho. Las ganancias eran buenas y Mauricio conoció a un chico de nombre Gabriel que se vino a nuestro piso. Era delgado, tenía el pelo rizado y los ojos muy grandes y verdes. Su carácter era agradable y desde la primera noche no salió de la habitación de Mauricio. Me sentí aliviado porque así dejaría de tener que soportar los asaltos nocturnos que me desagradaban tanto. La felicidad no me duró mucho porque al cabo de una semana Candy, como se empezó a llamar Gabriel, venía a consolarse conmigo todas las noches. Decía que Mauricio era cruel con él porque no lograba complacerlo, que no le era sincero y que sólo lo estaba usando para beneficio propio. Pasé varias noches con Gaby en mi cama. No lo toqué y no quise que se me acercara mucho porque era demasiado tierno y sentimental. Me daba un poco de lástima y lo abrazaba para que se durmiera.

Un sábado por la tarde, mientras Candy se pintaba las uñas de los pies y yo estaba viendo un programa sobre la guerra de Siria, llegó Mauricio con sus nuevos persings. Estaba muy contento, nos mostró las cejas, la nariz y se quitó la camisa para que viéramos su ombligo. Le colgaba un pequeño revólver que más parecía un llavero. “Es—dijo con cara de niño regañado—para matarlos a ustedes…pero de risa”. Candy cerró su frasquito de pintauñas, agitó las manos para hacer aire y secar el esmalte y se lanzó con los brazos abiertos hacia él, éste lo recibió con un beso y lo empezó a desnudar. Le quitó la bata de seda, se liberó de sus pantalones y empezaron a acariciarse. De pronto me rodearon y me quitaron la ropa. Me besaron entre los dos y me invadió la náusea, Mauricio sacó una botella de ginebra y me dio un vaso lleno. Me lo tomé a la fuerza, luego me sirvió otro y ya borracho no supe bien lo que pasó entre nosotros tres.

“Te portaste a la altura, Valentín—me dijeron los dos, que desnudos a mi lado me acariciaban el pecho a la mañana siguiente—, seremos inseparables”.

No hablé mucho en todo el día. Gaby estaba muy apurado con un encargo que le había hecho el dueño de una tienda y Mauricio estaba buscando una empresa de trasportes que pudiera hacer la entrega de una carga grande de ropa. Todo se solucionó y los días venideros fueron de gozo y celebración. Mauricio estaba amabilísimo. Nos hizo regalos y fuimos a un restaurante a celebrar los avances del equipo comercial que supuestamente formábamos.

Renuncié a mi empleo y al despedirme de mis compañeros, Magdalena, con quien salí en alguna ocasión en plan de amigos, me dijo que siempre estaría libre para cualquier cosa que se me ofreciera. Era una chica muy delgada con cara de diablillo, pecosa y muy apasionada. No tenía mucha suerte con los hombres porque según decían, desnuda no tenía un gramo de carne, y a nadie le gustaba comer huesos. No sabíamos todavía que el destino nos uniría después.

La relación comercial con Gaby iba bien. Los ingresos habían aumentado y Mauricio se fue apoderando del capital. Una noche se emborrachó y sacó unos vestidos. Le dio a Candy uno rojo y le dijo que se maquillara y se lo pusiera. Luego, le dijo que no se olvidara de la ropa interior. Gaby se fue a cambiar y Mauricio me cogió por los hombros y me arrancó la camisa. Tú también—gritó—. Ponte este vestido azul. Yo no estaba de humor para sus ocurrencias y le dije que no quería, pero él se enfureció y me golpeó. El impacto que recibí en la cara me dejó viendo estrellas. Luego me pateó el estómago y los riñones, la cabeza y las costillas. Perdí el conocimiento. Me recobré luego, pero fue sólo para sentir como se me montaba el animal. Exhausto permanecí tirado en el piso. Tenía las costillas rotas. Jadeando, Candy, obligado por Mauricio, me pedía que los mirara. El espectáculo fue muy desagradable.

Decidí irme para siempre y le pedí a Magdalena que me recibiera en su casa. Ella me ofreció cobijo y estuve con ella una semana, pero una tarde se presentó Gaby que estaba muy alterado y lloraba entrecortado. “Tienes que ayudarme, Valentín, Mauricio dijo que, si no te convencía de volver, nos mataría a los dos”. Fuimos a la policía y pusimos una demanda por maltrato, sin embargo, nos trataron mal y se burlaron de nosotros. Logramos poner la reclamación, pero nos acompañaron los chiflidos y las risas burlonas todo el tiempo que estuvimos en la comisaría.

Me vi obligado a volver. Mi regreso sirvió para acrecentar la confianza de Mauricio en sí mismo y las ofensas hacia mí y Candy. Mauricio sacó una cámara de vídeo y nos dijo que teníamos que hacer un cortometraje de nuestra reconciliación. Estuvo violento, usó un fuete y objetos punzantes. Nos causó bastante dolor y se empezó a dirigir hacia nosotros como si fuéramos dos mujeres quejumbrosas. Nos amenazó de muerte. Pensamos que la filmación podría servirnos de prueba para denunciarlo, pero no encontramos la tarjeta de memoria de la cámara digital por ningún lado. Comenzamos a ser víctimas del chantaje y el terror. Nos quebró nuestra integridad y nos convirtió en dos ratones cobardes.

En una ocasión nos habló de Hermes el mensajero de la mitología. “¿Sabían que Hermes tenía un báculo? —nos preguntó como si fuéramos unos imbéciles retardados—No, seguro que no lo saben. Y desconocen también que ese objeto es un símbolo sexual. Hay, par de ignorantes, un hueso en los mamíferos que sirve para prolongar el apareamiento, es el recurso que la naturaleza emplea para que los machos mamíferos retengan a sus hembras por más tiempo y eyaculen mejor, es decir, que garanticen la prolongación de las especies eligiendo a los más fuertes. Es por eso que tendré como Hermes y las morsas, mi hermoso báculo de un material duro y resistente que se emplea para curar las fracturas de los huesos. Les va a gustar. Fue todo lo que dijo en ese momento y al día siguiente mandó cambiar la cerradura de la puerta. Vinieron dos tipos con ropa de cuero y barbudos que nos impidieron salir de la casa durante dos semanas y media. Comían pizzas y nos dejaban sólo las migajas. Teníamos pocas cosas en el frigorífico y no nos morimos de hambre por pura suerte.

Llegó Mauricio. Estaba como siempre. Lo único que había cambiado era su forma de vestir. Ya no llevaba sus eternos vaqueros y su camiseta negra. Venía envuelto en una bata de seda con dragones bordados. Hablaba con majestuosidad como si estuviera imitando a un rey. Pensamos que se había vuelto loco. Sacó de un maletín que traía cargando unos fajos de billetes y se los dio a los bikers. Se alegró de vernos y nos pidió que le diéramos nuestra opinión de su nueva apariencia. Se desató el cinturón de la bata y quedó desnudo. Tenía una erección enorme, movió la cadera y con los ojos nos señaló su miembro. “¿Qué tal nenas, les gusta?”. A continuación, nos llevó a la ducha, nos lavó con cuidado y nos condujo al dormitorio.

“Bueno mis pequeñas—farfulló aclarando cada vez más la voz—, hoy les voy a mostrar un nuevo mundo. Un paraíso de placer que ni siquiera se habían imaginado. ¿Saben por qué los leones copulan tantas veces? ¿Saben cuántos orgasmos tienen las leonas? Bien, mis pequeñitas. Hay una cosa que se llama intromisión prolongada, eso es simplemente el tiempo que puede penetrar un macho a una hembra sin tener erección y retenerla para que no se vaya con otros machos. El báculo es un hueso, amiguitas, a mí me lo han puesto. ¡Miren qué preciosidad! —vimos un enorme trozo de carne con unos contornos marcados por la pintura. Se había tatuado el pene—. !Tóquenlo! ¡Tóquenlo!

Cogimos el miembro de Mauricio y notamos que estaba muy duro, como un hueso. “Es un hueso artificial—dijo al ver nuestra cara de asombro—. Soy Hermes el multiforme con cetro de hierro. Dominaré a mis allegados. Seré el señor Maorí tatuado dueño y señor del placer”.

Nos encerró en la habitación y estuvo probando su verga hasta que se cansó. Al principio se enfureció porque si bien podía penetrarnos a sus anchas y en seco, no podía obtener satisfacción. Pasaron varios días hasta que descubrió la forma de eyacular y sentir lo que buscaba. Candy se sintió muy mal porque fue él quien tuvo que resistir la mayor parte de las embestidas. Como yo gritaba mucho por el dolor Mauricio desistió de mí. Tuvimos que ir de urgencia a ver a un médico. En la consulta nos dijo el doctor que teníamos desflorado el recto y que hacíamos muy mal jugando tanto con el consolador. Le explicamos que no era un juguete lo que nos había ocasionado las hemorragias internas, sino Mauricio. “Es imposible, amigos—dijo con una sonrisa sarcástica—, ni un súper negro sería capaz de ocasionarles tanto daño. Cuando finalmente le confesamos todo, se encogió de hombros y nos dijo que lo mejor era ir a la policía a poner una acusación, pero que, por desgracia, los movimientos masivos a favor de la elección libre del matrimonio habían llegado a tal punto que cualquier opinión en contra de la unión entre dos hombres o dos mujeres era ya un tabú y se prefería no hablar de eso para no ocasionar marchas y conflictos con la policía antimotines.

Salimos decepcionados. Candy me convenció para que lleváramos los certificados médicos a la policía. No quisieron tomar nuestras declaraciones en serio y nos trataron de pervertidos y nos echaron a la calle. Decidimos huir, pero Mauricio nos encontró con rapidez. Nos llevó de nuevo a la casa y siguió con sus pruebas, o lo que él llamaba así. Si no hubiera sido por uno de sus amigos que le propuso debutar en el porno, Gaby y yo habríamos tenido un grave problema de salud. “Está claro que con esa cosa sólo puedes proporcionar placer, Mauricio—le decía un hombre gordo y pelirrojo que lo acompañó para ver unos productos de cuidado de la piel que se estaban vendiendo como pan caliente—. Deberías plantearte hacer películas tres equis, pruébalo. Ya verás que te haces milloneta”.

Mauricio lo hizo y pronto cobró mucha popularidad, decidió adaptar el piso para que quedara como un estudio de cine. Tiró una pared falsa, compró una cama enorme, decoró las paredes con unos tapices muy caros, puso lámparas por todos lados, compró equipo de filmación, contrató a un chico camarógrafo muy talentoso que sabía programación, trajo hombres y mujeres del gimnasio y empezó a rodar. Se ganó muy pronto un sitio en el negocio del cine para adultos, para entonces Gaby y yo habíamos podido liberarnos del yugo de Mauricio y nos fuimos lo más lejos posible.

Todo había ido bien hasta ayer por la noche cuando Candy me llamó para decirme que Mauricio estaba en el quirófano, que los doctores estaban tratando de salvarlo porque el famoso báculo se le había enterrado en los intestinos y le había destrozado las tripas como si fuera una catana. Me explicó que Mauricio estaba haciendo una película en su casa y que unas mujeres se enfadaron con él y que lo habían tirado por las escaleras. Lo único malo es que su pene era tan duro que al caer sobre él se le hundió casi por completo. Luego, llamaron a urgencias, lo metieron a operación y no se sabía si se salvaría o no.

Hoy he confirmado su muerte. No sé si pueda perdonarlo alguna vez. Me queda la carga de esos interminables sufrimientos y la amarga compasión que sentí al verlo destrozado echado en su cama de hospital. Es como si todo el tiempo hubiera deseado que se muriera y en el momento en que eso pasó, comprendí que todo era absurdo porque su muerte no me causó la más mínima satisfacción. Lástima.

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