MIS LECTURAS: MADAME BOVARY

Madame Bovary es, posiblemente, una de las obras de referencia de la literatura universal. Gustave Flaubert retrató en ella la decadencia de una burguesía rural contaminada, en el progresismo revolucionario que pretendía alcanzar, por la grandeur napoleónica.

Flaubert fue un escritor fanático del estilo. Una palabra que encajara adecuadamente en un texto podría inducirle a días de paralización en la escritura. Su novela cumbre constituyó para él un auténtico suplicio. Tardó 56 meses en culminarla, editándola primero bajo el formato de folletín periodístico (recurso muy utilizado entonces por grandes escritores) en la Revue de París.

La publicación provocó una causa judicial por supuesto atentado contra la moralidad, de la que fue absuelto, no sin pasar antes por un calvario personal, atemperado por muchas muestras de apoyo de artistas coetáneos. La sentencia llevó a Madame Bovary a editarse en libro con un éxito de ventas que satisfizo el autor, pero que puso en tela de juicio su posicionamiento ético respecto a la pureza y ortodoxia de la creación literaria. Su propio testimonio lo certifica en la correspondencia con su amada poetisa Louise Colet, a la que confiesa que solo el éxito de ventas podría hacer cambiar la opinión que tenía sobre esta novela. Semejante afirmación aflora como retruécano en un autor que presumía de su absoluta vinculación al estilo, la libertad y el arte por el arte. Quizás pecata minuta en un mundo, como el literario, impregnado de envidias, vanidades y contradicciones.

Flaubert reconoce en su nutrida correspondencia odiar a todos los personajes de Madame Bovary, muy posiblemente por la abominable burguesía pueblerina que destilan, por la bajeza de sus sentimientos y por la resignación ante sus vidas, contagiados de una poderosa abulia. De su protagonista, llega a decir lindezas como “mujer de falsa poesía y falsos sentimientos”, para añadir que, para hacer su historia más comprensible al lector, “he inventado una heroína más humana; una mujer de las que se encuentran más”. Nada de prodigios entonces.

Harto dificultoso es encontrar hoy una mujer del arquetipo de Emma Bovary; y si era fácil en el siglo XIX, habrá que interpretar que Flaubert estaba prisionero de tendencias misóginas muy arraigadas. Cuesta aceptar este tipo de hembra bobalicona, cínica y falsa en cualquier tiempo y lugar. Puede parecer una soñadora adolescente sin madurar, pero en muchas de sus acciones hay un cálculo frío en pos de sus ambiciones.

Los personajes que la acompañan no se desligan de las lacras, en otras dimensiones, que el autor atribuye a su heroína, con un estilo (recordemos su obsesión) y un realismo apabullantes.

Charles, el marido, desde la primera página es un personaje pusilánime, lunático, en el sentido de vivir en la luna, sin enterarse, ni querer enterarse, de la maraña que se teje a su alrededor, ni más ni menos que su ruina personal y vital. Según se va desbrozando el retrato, el lector terminará concluyendo con facilidad que se lo tenía bien merecido.

No, no despierta simpatía, y si apuran, ni un mínimo de compasión. Es el cúlmen de una estulticia que únicamente puede ser creíble en la ficción.

El boticario Homains podría ser el personaje heroico de la novela, pero se pierde en las miserables y ficticias grandezas de su clase social. Retratado como ilustrado, impregnado de un tibio agnosticismo rompedor, en el que traslucen una pedantería irrefrenable en la búsqueda, como si fuera un grial, del reconocimiento de la Legión de Honor, cuya concesión, es algo que parece chocante, punto y final del relato.

Rodolfo, el primer amante consumado de Emma, es el contrapunto aristocrático a la retahíla de pequeños burgueses que desfilan por sus páginas. Noble venido a menos se toma el papel de su supuesta superioridad social sobre los lugareños como un juego que rara vez no desemboca en cansancio. El principal trofeo es la Bovary, a la que, desde el primer contacto visual, toma como pieza apetecible de sus conquistas, una muesca más en los abundantes logros de su entrepierna. Emma, bien cocinada en ensoñaciones de grandezas, ya se deja ver de perfil en un baile con nobles de la zona. Se cree en ese momento nacida para amar y ser amada sin concesiones en un parnaso de lujo y riquezas.

Antes de Rodolfo aparece en escena León, un joven pasante de bufete de abogados, que sí, profesa por Emma la pasión hormonal de sus pocos años, pero la cobardía o el temor a no ser correspondido lo obligan a ocultar sus sentimientos. No parece curtido en las artes amatorias y se desvela como un ser abúlico e ignorante de objetivos vitales.Su amada ardía de entusiasmo por el doncel, pero pronto encontrará el relevo en Rodolfo, más por necesidad que por despecho. El amor-pasión renace en Ruán, la capital de la comarca, ciudad importante, un escenario adecuado para hacer realidad los delirios de grandeza de la protagonista. En ella, León se ha hecho sitio en un despacho de abogados importante y se ha desprovisto de recelos y timideces. Inicia el acoso a Emma, como ya iniciado en los vericuetos de la seducción, y ésta se deja llevar, esta vez, no por oropeles de grandeza de sangre y caudales pequeños, sino por la pasión misma. No es mujer analítica. En todo momento se impone la víscera. Ella vive su novela escrita de acuerdo a un instinto irracional. Sigue entregada a la épica de la fuga con el amado y al amor que se presume, en sus estrechas entendederas, como sublime y eterno.

La lógica de la muerte se impone en este drama. Emma está desengañada de todo y de todos. Acumula deudas impagables por compras caprichosas para satisfacer su ficticio entorno. Se suicida ingiriendo una porción de arsénico, con la que se hace astutamente engañando al mancebo de Homains. Su entierro es una manifestación de dolor fingido, de posicionamiento social tan propio de la clase que domina el relato.

Su marido muere en el mismo silencio que vivió toda su vida, y la hija de ambos, apartada de la vida de sus padres por el abandono del desamor y tanta hipocresía acumulada, queda al albur trágico de los huérfanos de aquella época, carne de cañón de los excesos capitalistas o canalla de la picaresca superviviente de los desesperados.

Último apunte: Flaubert describe en esta obra la mezquindad sin siquiera el atenuante de una maldad inteligente, con excepción de Lheureux, el prestamista usurero que enreda a Emma Bovary en el impagable abono de sus débitos, y algún doctor revestido de la grandeza del prestigio, que pasa por el libro de puntillas, como si fuera un marciano. Todo parece sustentarse en la necedad de los espejismos sociales. El escritor vivió en los ambientes rurales franceses de la época. Lo descrito no le podía resultar desconocido. Es una obra emocional, fuertemente emocional, de magnífica construcción. Pero hoy se nos hace difícil imaginar personajes de esta índole ni en la miseria ni en la grandeza.

ÁNGEL ALONSO

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