Presentarse uno mismo requiere un ceremonial. Voy a tratar de atenerme a las reglas de objetividad y descripción. Abordar la tarea en un encuentro presencial no encierra misterios. Los ojos y las palabras ponen todo de su parte y las impresiones posteriores se sustentan en afirmaciones o rechazos con cierto conocimiento de causa.

Una presentación sobre papel en blanco con el pincel de una estilográfica impone otras pautas. Es obvio que, en este formato de letras de ordenador, tampoco se suscitarán revelaciones grafológicas, por ser un mecanismo totalmente estandarizado.

No hay más obligación que ser prosaico, porque será un texto el que desempeñe la función sensitiva. Hay que echarle imaginación. Pasa multitud de veces cuando a través de la radio se pretende poner cara y cuerpo a esa única pista que percibimos en la voz. Casi siempre erramos.

Ninguno podemos vernos como vemos a los demás, si no es con la ayuda de un espejo. Sin ese instrumento seríamos ciegos para nuestro rostro y otras partes de la anatomía. Hay zonas que sí son visibles a los propios ojos, y no nos queda otro remedio que aprender a convivir con ellas en sus proporciones y desproporciones, en sus lozanías y en sus ocasos.

En los años de la infancia no hay revolución interior más profunda e intensa que observar al rorro descubrirse, poco a poco, las partes de su cuerpo accesibles a la vista. Es una etapa de revelaciones, no de juicios de valor.

Vayamos, pues, a mi persona. Me juzgo como un ser del montón. No hay falsas modestias que puedan colegirse como infravaloración de partida, para luego recibir el ánimo de una opinión más generosa. Los ojos, lo primero en lo que solemos fijarnos en los demás, por su brillo y color, son anodinos, en tamaño y tonalidad: marrones. Detecto en ellos una mirada añorante, muchas veces perdida, porque me reconozco individuo de escaso poder de concentración, proclive a las distracciones y ensoñaciones.

El rostro esta circunvalado por una barba de corte clásico que enlaza con patillas y bigote, al tiempo que invade casi toda la papada. Últimamente me la dejo de un espesor de tres o cuatro días sin afeitado, tan a la moda. El cráneo, redondeado, queda al descubierto, casi sin pelo, por el feliz descubrimiento práctico, a la par que higiénico, que resulta una cabellera bien rasurada.

Nariz y labios no se despintan, pero tampoco impresionan, lo mismo que la boca, antesala de una dentadura en la que hace mella la edad con alguna caverna más o menos oculta en la zona molar.

Desde la edad adolescente porto gafas. En el último cambio me ha dado por una coquetería madura, de cierto aire intelectual, y me he apropiado de unos anteojos redondos que me conceden una semblanza noventayochesca que, reconozco, me agrada.

Miro al suelo desde una altura de 1,80 metros. Buena estatura, pienso. Y cuando lo hago, se interpone en la vista una panza no muy protuberante, pero sí cardenalicia. Me consuelo asumiendo que forma parte de mi personalidad, por lo que acepto sin traumas los vanos intentos en pro de su reducción y, mucho más, de su eliminación. Sin ella, entiendo que perdería algo de encanto. Pero, por si no bastara, me ayuda a evocar buenas pitanzas en camaradería; porque, eso sí, una buena mesa, siempre me conquista.

Metido de culo, dejo paso a una poderosa pernamenta, bien cincelada en el regular ejercicio físico que practico.

Dicen quienes me conocen, y mucho de ello hay, que mis manos, pequeñas de palma, pero de dedos largos y delgados, hablan mucho por mí en el lenguaje de sus gestos.Como todo hay que decirlo, añaden que, en sus movimientos, tienden hacia un talante impositivo, algo inquisidor. Puede que sea verdad; si lo dicen…

No me considero persona exigente en el vestir, ni mucho menos sometido al dictado de las modas. Me apaño con ropa sencilla y cómoda. Gusto de la pana en el invierno, y el algodón y el lino en el verano; del tejido vaquero, todo el año. Poco propenso a la corbata, me siento aprisionado en un traje de gala o media gala. Concesión de nuevo a la coquetería: como tiendo a una figura obesa, me disgusta realzar lorzas con prendas y tejido que se pegan excesivamente al cuerpo.

Y de mis interioridades ¿qué?. Lo anticiparon los sabios: conocerse por dentro es disciplina complicada. Hay mucha subjetividad, o quizás sea todo en esta narración, y ésta no es buena consejera de la razón. Tendemos a vernos distintos a cómo nos ven otros, ¿o no? Hallar ese punto de equilibrio entre el examen propio y el ajeno es, las más de las veces, complejo. Resultan fuerzas ambivalentes.

Voy a intentar ser equilibrado, lo que, tratándose de los que se trata, equivale a sincero. Mis más cercanos me censuran una baja autoestima. Puede que atinen, Posiblemente, yo lo veo más como una timidez temerosa de los primeros planos que tanta vanidad sugieren. De pequeño me acostumbré a un juego. Pensar en algo malo que no se cumplía lo tenía por alegría; y viceversa. Así que esa costra infantil pervive en muchos de mis proyectos y evaluaciones. Soy consciente de lo erróneo del planteamiento, pero me cuesta romper con él. Es como decir que ha crecido conmigo. Pero sí, soy consciente, lo que ha de venir, vendrá, al margen de estúpidos apriorismos. A veces, medito si es un cobarde recurso y ese interrogante me irrita más.

En el orden de las decisiones me tengo por precavido. Pienso mucho los pros y los contras. Hay quien afirma que es un rasgo característico de los Géminis, mi signo zodiacal. No es extraño que esos trámites del pensamiento previos a la decisión se prolonguen en demasía.

En lo que soy irreductible es en la palabra dada o tomada. Para mí, el compromiso oral vale más que cualquier contrato rubricado y sellado. Me exijo y exijo, sin contrapartidas ni paños calientes. Tardo mucho en pronunciarme y concedo no menos en las obligaciones para conmigo. Puede que esta filosofía me granjee una imagen de intransigencia: me da igual. La palabra es el patrimonio más sagrado del hombre, y frivolizar con ella, es algo que no admito ni para mí ni para los demás.

Disfruto de la compañía. Una mesa rodeada de amigos o familiares es uno de los placeres de esta vida. No solo por el condumio, sino por esas sobremesas largas y bien charladas.

Me tengo por amigo de mis amigos. En este ámbito me desenvuelvo bajo los mismos imperativos de la palabra. Una buena amistad es un vergel que hay que mimar y cuidar. Es una relación en la que me rijo por la lealtad, nunca por la servidumbre. Ello implica la admonición severa, cuando creo que se merece, me pidan o no me pidan la opinión. Mi reciprocidad la ofrezco con la buena condición de encajador, cuando me tocan las duras. Ahí prima la aceptación de la culpa, si la hubiere. Nunca me ha humillado pedir perdón si se demuestra mi falta. Me ayuda ese dicho de Bernard Shaw sobre la deliciosa libertad que emerge en las equivocaciones propias. Ahora bien, no me apeo si me creo en posesión de la razón y mi interlocutor me la niega sistemáticamente.

Leídas estas confesiones, uno parece un dechado de virtudes. Tengo perfectamente localizados algunos de mis defectos. En la cúspide, una impaciencia malsana que me aboca a apresuramientos y a ciertos comportamientos intolerantes con el prójimo. Peleo a brazo partido conmigo mismo por el control de esa notable carencia, pero no siempre, o más sinceramente, casi nunca, satisfago el loable propósito.

En mi también hay propensión a la iracundia. Exploto de malas maneras, incluso con mis seres más queridos. Creo que es anomalía directamente vinculada a la anterior. No rezo nunca ese Padrenuestro al que se apela como tiempo prudencial de enfriamiento de los ánimos fogosos. Pero, pasado, el calentón, soy de los que no guardan un ápice de rencor.

Quienes me conocen, recriminan una indisimulada exteriorización de mis filias y mis fobias. Hay unanimidad, de lo cual colijo que habrá su buen argumento. Sí, yo mismo me noto si me encuentro bien o mal en los entornos de personas o de ambientes. De ser lo primero, me avengo a las chanzas, me implico, río y trato de hacer reír. En lo segundo, lo más avinagrado de mi talante emerge, y hasta puedo llegar a ser grosero y cortante.

Un último apunte sobre mis aficiones. El mundo de las letras ha formado parte de mi vida desde los años de la adolescencia y no ha dejado de acompañarme en una labor profesional de más de cuarenta años. Con la jubilación, y el tiempo libre que proporciona, esta herramienta de mis entendederas forma parte del principal de mis ocios. Garabateo en el papel por el puro placer de hacerlo, y una buena lectura en sofá casero, silla de bar o banco de plaza, me aseguran momentos deliciosos.

Huyo de la literatura comercial. Pocos de esos llamados “bestsellers” se dejan ver en mis librerías, pero alguno hay, y justo es reconocer que solo con unos pocos, confieso que he disfrutado del placer de la lectura, eso sí, como entretenimiento con escasa didáctica.

Soy de los clásicos en cualquiera de sus géneros y me solazo en la erudición de los buenos ensayos. No me considero lector de élite o elitista. Reconozco haber vibrado con “El Quijote”, tardíamente, sea reconocido, y asombrarme con la prosa satírica de Quevedo y el arte de la subsistencia reflejado en la picaresca. Gusto de leer libros y documentos de historia, pero huyo de la novela de ficción histórica.

Bien, hasta aquí, el río de mi vida, sus meandros y sus afluentes. El retrato de mi “yo”. Mi figura física, el misterio de mis interioridades, mis héroes literarios. Ha resultado una confesión que, si merece penitencia, sea de oración, nunca de sangre.

ÁNGEL ALONSO

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