MACONDO O ¿QUIÉNES SOMOS?

MACONDO O ¿QUIÉNES SOMOS?

Hugo Noboa

28/08/2018

Envuelta en el polvo que se levanta en el torbellino destructor de Macondo y en medio de la desesperada búsqueda de Aureliano Babilonia a las respuestas, se queda perdida una de las tres preguntas existenciales: ¿quiénes somos?

Premeditada y genial es la aproximación a la respuesta que hace el Gabo en su obra magistral, monumento a la soledad del ser humano, pero aún así, no es más que una pequeña aproximación.

El ¿quiénes somos? es una búsqueda incesante que jamás termina, por lo vasta de la pregunta, más aún para los pueblos que tenemos una inconmensurable fusión y convivencia de culturas.

Macondo, retrato mágico de los pueblos tropicales de América Latina, probablemente no refleja las alturas andinas o mesoamericanas, más aún si estas tienen en su lecho una profunda herencia indígena, donde priman culturas acorazadas en sus valores como estrategia de sobrevivencia. Y a lo mejor no refleja Macondo a las europeizadas realidades del Cono Sur, en donde la aniquilación de lo indio es casi absoluta y donde los ritmos tropicales y el olor a la guayaba no se sienten. Y probablemente no refleja tampoco muchas particularidades de las culturas tropicales de la inmensa amazonia o de los cientos de islas de El Caribe. Precisamente estas diferencias, en una misma patria latinoamericana y caribeña, hacen más compleja a la pregunta; pero por lo mismo, más apasionada la búsqueda de respuestas. Y a pesar de ello, Macondo es una aproximación universal, como universal es nuestro especial mestizaje.

No seremos puntal de desarrollo científico y tecnológico, pero somos pueblos ricos en conquistas grandes y pequeñas, en saberes y artes, somos pueblos dignos y orgullosos; como el orgullo y la dignidad del Coronel Buendía, luchador nacional e internacionalista en treinta y dos batallas peleadas con honor, aunque finalmente perdidas y traicionadas. Como la dignidad de la centenaria Úrsula, símbolo de tesón y trabajo, que no se rinde ni en su ceguera, ni cuando es llevada como juguete de trapo por sus tataranietos en el desvarío de la senectud, y mantiene hasta el final como bandera de heroína su brazo de arcángel levantado a las estrellas. O, como la dignidad de José Arcadio Segundo, renunciando a capataz y organizando el sindicato para luchar contra la explotación despiadada de las bananeras del gringo Brown. O la dignidad del iniciado, último Aureliano de la familia, que finalmente descubre las claves en sánscrito de los pergaminos del venerable Melquíades, maestro y mensajero, que resucitó para cumplir su misión inconclusa. O la dignidad de Rebeca, autosepultada en vida antes que humillada con la caridad de su familia adoptiva o el desprecio de Amaranta. La dignidad de siglo y medio de Pilar Ternera, madre y tatarabuela, prostituta, matrona, curandera y lectora de cartas, pero sobre todo sabia protectora de la estirpe de los Buendía. O incluso la dignidad de la hermosura provocadora de suicidios de Remedios la bella, inocente virgen que en una levitación definitiva se pierde en el cielo. Y la conspicua dignidad de Fernanda, aristócrata en tiempo y en espacio equivocados, equivocada en ilusiones de hija inmaculada y de hijo pontífice, finalmente asesinado por no saber compartir la lujuria de la riqueza fácil ni cultivar el amor de sus niños amantes.

Todos estos personajes mágicos, pero tan reales como salidos de la casa vecina o del pueblo cercano, o de nosotros mismo, de nuestros hogares y talleres, son en cierto modo como los hermanos y hermanas que quisimos ser o al menos tener, llenos de audacia, porque si algo de común caracteriza a los personajes de Macondo es su fiel determinación para hacer, aunque ello les cueste la vida o la miseria de la soledad y la locura, que la impregnan no solo en su carne y su sangre, sino en el vuelo y la muerte de los pájaros, en las búsquedas desgarradoras y en el destino que rodea a este pueblo de pasionarios.

Aquel patriarca, ingenuamente impresionado y convencido por la luz de Melquíades pero también por las alfombras voladoras y la lupa gigante y el hielo y demás inventos traídos por los gitanos, al terminar sus años amarrado a la sombra de un castaño de patio trasero, marca la ruta de su descendencia, ruta de demencia y clarividencia, de desprecio y amor apasionado, de incesto y de generosidad con los extraños, de opulencia y de miseria, de trabajo y abandono, y es que en efecto, somos cúmulo de contradicciones, de generosidad e ingenuidad en los intentos de resolver esas contradicciones.

Este menjurje patriarcal está en el tuétano del coronel y de los que nacen con los ojos abiertos para ver más clara su misión, por eso es que, frente al pelotón de fusilamiento y al final de tantas batallas, el Coronel Buendía, no solo que no se arrepiente de sus gestas, a pesar de la traición de los burócratas liberales que pactan por ambición y se reparten el poder con sus clericales enemigos de los cuales solo se diferencian porque van a misa más temprano, no se arrepiente a pesar de la miseria en la que a él y al coronel Gerineldo Márquez y a sus más cercanos lugartenientes les deja la guerra, y no se arrepiente porque cuando se lucha con pasión por un ideal, no importa ni la muerte ni la sentencia materna de incapacidad para amar. Por ello, aun cuando todo estaba acabado y cuando no arrastraba más que sus golondrinos dolorosos y su mugroso manto para cubrirse del frío calador de huesos, el coronel no perdió la esperanza de volver a un levantamiento armado, esta vez no contra los conservadores, sino para acabar de una vez por todas con esta mierda que agobia, sobre todo desde el día en que los bananeros extranjeros inventaron los gallineros con alambres de púas y techos de zinc donde viven no gallinas sino hombres y mujeres con cabellos rubios y alimentos y muebles importados y sirvientes y capataces de cobre, y desde que inventaron también sicarios con uniforme y sin uniforme que cegaron vidas escogidas con pólvora y sangre, justo en la imborrable cruz de ceniza con que quedaron marcados un miércoles inicio de cuaresma los diez y siete hermanos Aurelianos, hijos dispersos del coronel, entrañables hijos y hermanos, casi numerosos como espigas, justos y perfectamente rejuntados en el deber y la desgracia.

No en vano, Pilar Ternera que parece estar presente en el viaje de los respetables, no solo por sabia y filósofa sino sobre todo por la profunda honradez de Licurgo y de ella, es el ser humano más hermoso de alma, más desprendido y solidario de Macondo, precisamente ella que amó a muchos hombres y se prostituyó con otros tantos y que hasta su senectud y su muerte vigiló desde un mecedor de bejuco su burdel zoológico en donde quedaría finalmente sepultada como en camposanto. Ella, Pilar Ternera, que procreó en la familia Buendía y que fue sirviente de la misma y que fue confidente y sostén espiritual y material de muchos, incluyendo la indomable y luego callada Meme con su aura de mariposas amarillas emanadas de un tal amado Mauricio Babilonia, que a pesar del desprecio aristócrata que provocaba su olor a aceite de máquina, sus manos callosas y su sucio mandil de constructor mecánico, se dio modos para misteriosa y sobriamente estremecer a la fina madre de su hijo despreciado y preclaro.

Ella, Pilar Ternera que nunca pidió nada y que dio todo, hasta su amor y su cuerpo cuando lo requerían, fue sin duda la más honrada y humana.

De modo que no hace falta viajar en terrenos extraños para culminar con las manos vacías, libres de herramientas, como desearía cualquier hermano, cualquier compañero, compañera y hermana, para adentrarse en nuevos retos. Porque podemos hacer los mismos viajes en nuestras entrañas, en nuestro ser individual y colectivo, y Macondo es uno de los senderos que se nos brinda generoso. Se brinda generoso desde el profundo sentido de disposición del espacio de Úrsula entre columnas y escalones, desde la visión clara de sus ojos ciegos, desde el pleno y total control de la oscuridad, y por eso no hacen falta tampoco los cinco sentidos para apropiarse de lo concreto y elevarse en un vuelo esotérico, para proyectarse a la esperanza, porque a falta de un sentido, a falta de uso de otro, siempre tendremos como recurso: extremar lo que nos queda. Total, al final de la jornada, de la vida y de la historia, antes del medio día y después de la media noche, quien realmente lo quiere, lo logra.

Porque probablemente también, en este brindarse generoso, hasta la palabra perfecta, la búsqueda del bien con la perseverancia, la encontró Aureliano Babilonia con la ayuda del sabio catalán, al descifrar en los pergaminos la historia de Macondo que será la historia de nosotros mismos si no podemos encontrar las claves y el coraje para cambiar su curso definitivo: desde la destrucción que se avecina, hacia la plenitud donde reine al fin la voluntad de un Gran Arquitecto. Y la encontró Aureliano, porque era el tiempo el que lo conminó a hacerlo, la encontró en el momento perfecto, pero tarde y solitario, sin capacidad de transformar nada.

Y por ello no lo lograron tampoco anticipadamente, ni el patriarca José Arcadio Buendía, primer aprendiz de alquimista, ni el coronel que en su intento terminó haciendo y deshaciendo pescaditos de oro, ni ningún otro explorador del taller o de la habitación / templo de Melquíades.

Es que Macondo, como búsqueda del ser, nos brinda un escenario más universal que el trópico cercano y bullanguero, incluso más allá de la omnipresente huella rubia del norte, con olor a banano con alas y destino de acumulación y a sangre de tres mil cuatro cientos ocho hombres y mujeres y niños abaleados en la plaza del ferrocarril y llevados al mar en un tren de doscientos vagones; recuerdo que siempre y finalmente estará solo en la memoria de José Arcadio Segundo y Aureliano Babilonia, aunque la historia oficial y la desmemoria o el terror de los demás certifiquen que jamás hubo el incidente; así ni más ni menos, como se niega oficialmente la razón de unas cruces sobre el agua o masacres de zafreros, de mineros, de indios y pueblos enteros.

Macondo es más que la calle de los turcos que no abandonan su tienda ni en bonanza ni en desgracia; más que las canciones universales de Francisco El Hombre, trovador de doscientos años de edad y mil de memoria; más que los valses en la pianola de Pietro Crespi, en los pasos de moda de Rebeca y en los celos asesinos de Amaranta y su venda negra; y es más que las melodías sacras en el clavicordio de Meme entonadas con gusto bien disimulado; más que el aeroplano largamente esperado por el belga Gastón que perdió en la espera a Amaranta Úrsula, su esposa, ante el arrebato y la pasión incestuosa del sobrino amado y de origen sombrío, el último Aureliano y el penúltimo Buendía, pues, después de él no habrá más que el hijo de este amor, tierno querubín con cola de puerco que no llegará a llamarse ni Rodrigo ni Aureliano por culpa de las hormigas… o del destino.

Por ello, Macondo es universal, como el tatuaje de cuerpo entero con el que José Aureliano regresó de su larga escapada gitana de adolescente, universal como la enfermedad del insomnio, la muerte de los pájaros, los fusilamientos sin razón, las casas pintadas ahora de rojo, mañana de azul y finalmente de blanco, los gallos de pelea y las escuelas convertidas en cuartel, las cerámicas chinas, los cristales de Bohemia y el arroz con tajada de plátano, los curas que levitan, los corregidores y alcaldes burócratas y corruptos, los médicos telepáticos y los que comen hierba para burros, la lluvia diluviana de siete años y la sequía de diez, el acordeón, la alegría y la gula de Aureliano Segundo, la tristeza y la manía depresiva de todos, la perseverancia y las rifas de Petra Cotes, perseverancia que no solo la tuvo ella sino casi todos los habitantes de este mundo de mariposas amarillas y de encierros solitarios, de daguerrotipos sagrados y santos de yeso, de bacinillas de oro y hormigas carnívoras, de Milagros y Remedios.

Macondo es universal porque fue fundado a trasmonte como debe ser y tragado después de cien años por la naturaleza, única madre eterna, «porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra»… esperemos que la nuestra sí.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS