Pajaritos parte I: Calma

Pajaritos parte I: Calma

Fabiana Eckers

26/08/2018

El sonido ahogado del despertador de sus padres siempre lo despertaba en la mitad de algún buen sueño, que nunca podía recordar. Se levantaba lento y se alistaba para comenzar el trabajo antes de que fuera el padre a buscarlo. Lo encontraba en el pasillo, para así evitar los gritos. Siempre tenía algún reproche matutino, que no apagaste la luz, que no compraste el pan, que la basura se está pudriendo, que el olor en el garaje es insoportable. Últimamente todos los reproches tenían algo que ver con el garaje, parecía estar obsesionado. Tadeo solo lograba despertarse bien cuando su madre le pasaba el primer mate. Ella siempre con una sonrisa ojerosa lo recibía en la recepción con el mate listo y unas tostaditas, o a veces alguna torta que había improvisado la noche anterior. Las charlas matutinas con ella siempre eran absurdas, pero divertidas, Tadeo las adoraba, y esto hacia que odiará aún más, cuando aparecía su padre con el cinturón en la mano y la arrastraba al depósito. Esos días estaban cada vez peor, tres días seguidos venía sucediendo esa secuencia. Tadeo solo atinaba a irse al patio y sentarse bajo el árbol que daba la espalda al garaje. Lo único que le hacía olvidar los golpes era tomar los pajaritos en sus manos, pajaritos que revoloteaban por ahí, era muy fácil para él atraparlos, había adquirido mucha práctica. La respiración agitada de los pajaritos en sus manos parecía aminorar junto con sus deseos de gritar. Calma.

La campanita de la recepción siempre se desarmaba. Sabía que era una reliquia familiar, pero él pensaba que era una vergüenza, los clientes se asustaban cuando la usaban al quedarse con la mitad de la campanita en la mano. Sonó una vez, como siempre. Dejó al pajarito y corrió a la recepción. Era de su altura, moreno y tenía una mirada un poco inquietante. Tuvo que pedirle que repitiera su nombre, Jairo, nombre de viejo, pero no era muy grande. Le molestaba que sonriera tanto, le generaba cierta intranquilidad, como si este Jairo estuviera escondiendo algo detrás de esa sonrisa. La habitación 5, una sola maleta, sería un viaje corto. Las escaleras hasta la habitación se hicieron eternas, Jairo no dejaba de narrar historias de su vida, y de que estaba de camino a conocer a sus abuelos, que nunca los había visto ni ellos a él, que eran la única familia que le quedaba y bla bla bla. En su habitación abrió la maleta y le mostro una foto. Carolina, su abuela y Santiago su abuelo. Se veían muy jóvenes para ser abuelos. Un golpe. Le informo la hora de la cena por si quería unirse. Y se fue corriendo. ¿Otra vez? Segunda vez en el día. Necesitaba ir afuera, estaba oscureciendo, así que prefirió refugiarse en el garaje, rodeado de su silencio y de los pajaritos, dormidos. Calma.

Jairo hacia muchas preguntas, ya no sonreía tanto. ¿Por qué le importaba lo que pasará ahí? Si él solo estaba de paso. Jairo decidió quedarse una noche más. Ese día había tenido que preparar él su mate y sus tostadas. No la había visto desde la noche anterior, en la cena que compartieron con Jairo, y donde éste había compartido de nuevo su historia. Su padre fascinado le hacía preguntas, que en el fondo Tadeo sabía no tenían ningún sentido. No había podido disimular su cara de asco, al tener que estar sentado y compartiendo la cena con ese tipo. Lo despreciaba cada vez más, no podía creer que fueran familia. Para cerrar la noche su padre, le hizo un chiste sobre lo parecidos que eran Jairo y Tadeo, solo que Tadeo era más orejón.

Jairo salió, y empezaron los reproches, los gritos. Para evitar el cinturón decidió él encargarse de la limpieza de los cuartos. La habitación de Jairo estaba bastante ordenada aún. La foto de los abuelos estaba sobre la maleta, parecía una linda casa, con unas rosas hermosas en frente. Lo sorprendió husmeando. Jairo lo miró conmovido y lo invitó a sentarse. Le contó otra historia, donde también había un cinturón y como él se había escapado de esa pesadilla. Le dijo que tenía que irse de ahí, que para su madre ya era tarde, pero para él no. Dejar a su madre sola, no, nunca. Que pensaba este tipo, quien se creía. Golpes. Tenía que irse afuera, pero Jairo no lo dejó salir. Necesitaba ir a atrapar algún pajarito, necesitaba tenerlo entre sus manos y observarlo respirar. Jairo insistía en que debía escapar. Lo agarró por el cuello, lo sostuvo en sus manos, viéndolo respirar, viendo como su respiración agitada iba disminuyendo, como se retorcían sus piernas y como lo golpeaban con fuerza sus manos. Se quedó observando, mientras lo apretaba con más fuerza, cada vez eran menos fuertes sus golpes. Al igual que sus pajaritos, Jairo dejó de respirar. Calma.

Sentía lástima por esos abuelos que nunca verían a su nieto. Parecían felices antes en la foto, ahora parecían juzgarlo por quitarles a su nieto. Él no lo quiso hacer, Jairo no lo dejó ir a buscar un pajarito. Se metió donde no debía. En el garaje tenía una gran colección de pajaritos, el primero de ellos de cuando tenía solo 10 años, estaba casi desintegrado. Tadeo ya se había acostumbrado al olor, aunque a veces lo mareaba, y eso ayudaba a esa sensación de no estar presente. Ahora Jairo con su cabeza en una posición un poco incómoda y con la foto de los abuelos que nunca conoció en el pecho, ocupaba un lugar más en la colección. La calma que le dejó Jairo, no se comparaba con la de ningún otro pajarito. Quizás era momento de cambiar de pajaritos.

Su padre bajo a la recepción llorando, le dijo que su madre no despertó esa mañana. Corrió a la habitación de su madre y la vio desfigurada por el cinturón y con las muñecas cortadas. Ella había decidido abandonarlo y escapar sola. Él no lo podía creer, ella lo había traicionado, se fue sin despedirse y lo dejo solo con ese extraño que solo le generaba odio. Se encerró en el garaje, calma, traicionado por su madre, calma, torturado por su padre, calma, esos abuelos lo miraban y parecían refregarle en la cara que eran felices, ellos no podían ser felices, ahora no conocerían a su nieto. Se abrió la puerta, el padre horrorizado y asqueado por la imagen y el olor de ese lugar, no vio cuando la pala le golpeó la cabeza.

El calor del fuego le sonrojaba las mejillas, la campanita horrible, el garaje y el árbol todo volviéndose una sola masa amorfa consumida por las llamas. Todo se desfiguraba y perdía sentido, Tadeo, miraba y sentía consumirse en las llamas. Las dos sonrisas en la foto parecían invitarlo. Esa dirección no fue difícil de hallar, y si era un poco más orejón, sabía que no les iba a importar. Eran más lindas en persona esas rosas de la entrada, y se escuchaba el canto de un montón de pajaritos, cuanta calma pensó. Lo abrazaron y recibieron con mucha felicidad, Jairo el nieto, conocía por fin a sus abuelos. Calma.

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