La verdadera historia de «El viejo y el mar»

La verdadera historia de «El viejo y el mar»

Jesús

25/06/2020

   La barba, espesa y canosa, le hacía aparentar más edad de la que tenía. Su aspecto era el de un maduro marino maltratado por la vida, aunque todavía le quedaba anchura en sus espaldas y derrochaba brillo en sus ojos.

   Decía que era escritor a la antigua usanza, lo hacía con bolígrafo y papel. Se llamaba Santiago y llevaba años allí encerrado intentando escribir una novela que no culminaba. «Tengo que salir de aquí» —pensó.

   Bajó al salón donde estaban todos y se acercó al único amigo que tenía allí.

   —Oye, Napoleón —le dijo en un susurro.

   —Dime, Ernest —le respondió Napoleón.

   —Esta tarde me voy a escapar por la ventana; aún no le han arreglado el cierre. Aquí no consigo inspirarme para terminar mi novela. Necesito estar cerca del mar ¿Te vienes conmigo?

   —Imposible, amigo. Estoy en mitad de la campaña de Waterloo. Se nos está complicando el asunto.

   —Lo comprendo. Lo primero es lo primero.

   Y cuando el sol comenzaba a irse, Él hizo lo mismo. El cuidador fue a la cocina para comerse el bocadillo y Santiago aprovechó la ocasión para salir sigiloso por la ventana. Ya en la calle, se volvió hacia el psiquiátrico y le hizo un corte de mangas. Después, comenzó a caminar por la carretera que llevaba a la Habana.

   Santiago estaba diagnosticado de trastorno de personalidad. Pensaba que era Ernest Hemingway, se vestía como él, actuaba como él, y su genética, tan caprichosa como el destino, le había convertido en un hombre muy parecido físicamente al famoso escritor.

   Comenzó a llover, se pegó al pecho su cuaderno, donde tenía esbozada la novela, y, protegiéndolo con un abrazo, siguió caminando.

   Un hombre en una camioneta, apiadándose de un pobre caminante bajo la lluvia paró el vehículo a su lado, e inclinado sobre el asiento del pasajero dio vueltas a la manivela para bajar la ventanilla.

   —¿Dónde vas? —le preguntó el conductor, con la sonrisa y amabilidad con la que el mar Caribe bendice a sus costeños al nacer.

   —En busca del mar —le respondió Santiago.

   —Anda sube —le dijo, abriéndole la puerta—. Con esta lluvia, vas a terminar como la fiesta del Guatao. No vaya a ser que te ahogues antes de llegar al mar.

   El amable caribeño arrancó con su destartalada Chevrolet y con el caminante diluviado sentado a su lado. Ora miraba a Santiago, ora miraba a la carretera, ora volvía a mirar a Santiago.

   —¡No! —dijo el conductor, mirando a su húmedo pasajero— ¿Tú… usted es Ernest Hemingway?

   —¿Me conoce? —le respondió Santiago a su pregunta con otra pregunta, que para eso era descendiente de gallegos.
   —Claro, y quien no lo conoce en la isla. Cuando le diga a mi cuñado a quién he llevado en la camioneta no se lo va a creer. Si quiere, lo puedo dejar en su casa.

   —¿Sabe dónde está mi casa? —preguntó Santiago.

   —Claro, todo el mundo en la isla lo sabe —contestó el conductor.

   «Debo de ser el único de la isla que no sabe dónde vivo» —pensó Santiago—. Y dijo:

   —Pues si está cerca del mar, lléveme.

   «Es tan simpático como dicen» —pensó el amable cubano—. Y soltó una carcajada.

   Cuando llegaron a la casa, ya había dejado de llover. Santiago bajó del vehículo. Mary Welsh, la esposa de Ernest Hemingway estaba asomada a la ventana, respirando la suave fragancia que deja la lluvia fresca recién caída.

   —¿Leicester? —gritó Mary desde la ventana— ¿Eres tú? ¡Oh, my goodness! Bajó corriendo a recibirlo y entre abrazos le dijo:

    —Pero si no te esperábamos hasta dentro de dos semanas ¡Qué sorpresa! Tenía tantas ganas de conocerte por fin. Tu hermano me ha hablado tanto de ti. Eres igualito a él, se nota que sois hermanos. Pasa, pasa. ¿No traes equipaje? Ah sí, es verdad, que siempre viajas sin equipaje. Bueno, bueno, estarás hambriento. Te prepararé algo de comer.

   Mientras Santiago satisfacía su estómago, Mary, que no era caribeña pero también había sido bendecida al nacer con la amabilidad y la sonrisa de otro mar, le hablaba:

   —Bueno, ¿y qué proyectos tienes? —le preguntó Mary.

   —Estoy escribiendo una novela, pero el ambiente donde vivía me bloqueaba, necesitaba escribirla al lado del mar —contestó Santiago.

   —Aquí estarás como en tu casa, seguro que a tu hermano no le importa que uses su despacho, la ventana da directamente al mar. Él está ahora en Europa y no regresará hasta dentro de dos semanas que es cuando te esperábamos.

   A estas alturas del relato, ya habrá intuido el lector el porqué de lo que decíamos más arriba sobre lo caprichoso que es el destino y lo que un cúmulo de locas casualidades puede conllevar.

   Santiago no entendía muy bien lo que estaba sucediendo, no conocía a esa señora y, que él supiera, no tenía hermanos. Una vocecita interior que solía oír a menudo le hablaba: «Tú come, calla y disimula» —le decía en esta ocasión—. Le hizo caso.

   —Además, ahora mismo estamos enfadados, no nos hablamos —le dijo Mary—. Tiene un grave problema con el alcohol. A ver si cuando vuelva puedes hablar con él, seguro que a ti te hace más caso.

   Santiago asintió.

   —¿Me lo prometes? —insistió Mary.

   —Te lo prometo —contestó Santiago.

   Después de cenar Santiago se metió al despacho y escribió hasta que el amanecer regresó con un nuevo día. Y siguió y siguió día y noche, noche y día con algún descanso esporádico. Mary le llevaba todos los días el desayuno, la comida y la cena. Hasta que un día Santiago salió del despacho con cara de satisfacción.

   —Ya he terminado la novela —le dijo a Mary.

   —Enhorabuena. Me tenías preocupada. Tienes que estar exhausto. ¿Por qué no te acuestas y descansas?

   —La verdad es que sí.

   Santiago se acostó y durmió y durmió noche y día, día y noche, y soñó. Soñó que recibía el premio Pulitzer, y justo cuando alargaba la mano para recogerlo alguien lo zarandeó del brazo arrancándolo de su sueño.

   —¡Eh, tú, loco de los cojones, despierta! —le dijo uno de los policías.

   Lo bajaron amarrado con una camisa de fuerza, y en el salón, incrédulos, estaban la desconsolada Mary, el auténtico Ernest Hemingway y el verdadero Leicester Hemingway. Al pasar al lado de Ernest, Santiago se paró en seco y le dijo:

   —¡No bebas tanto! Si sigues así el alcohol te va a matar. —Que Santiago estuviera loco no quería decir que no cumpliera sus promesas.

   Santiago se volvió a Mary y con un guiño le regaló el último brillo de sus ojos. Y con una sonrisa, sincera y amable, le dio las gracias.

   Sobre la mesa del despacho de Ernest permanecía, todavía con la tinta casi fresca un manuscrito con el título: “El viejo y el mar”, por Ernest Hemingway.

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