La dejadez de la mañana. La irresponsabilidad del espectador que ve conjugarse ante él oraciones en las que no es sujeto ni complemento.

Qué serenidad te da enfrentar el horizonte, ser un hilo más en el tapiz de azules cada día repetido y siempre distinto.

Qué anacrónica la arena (apenas hace un instante) la ratonera de moqueta, fluorescentes y aire acondicionado; la tristeza de la máquina del café insensible a los buenos días sin lustre. El aliento del mar en la cara se lleva el olor insulso de todos los días y te trae el olor salobre del sexo profundo.

El mantener las formas y el romper los esquemas (bajo el pareo) el prurito palpitante en la sonrisa húmeda penetrada por los dedos de la brisa hasta la última consecuencia de la decisión que has tomado, Mila.


El dulce cansancio del viaje, atenuada la rigidez de las horas al volante por el paso bajo el agua tibia de la ducha. Los dedos enterrados en la caricia huidiza de la arena. La soledad de esta playa que descubristeis el verano pasado: Julio retorciéndose encima de ti en espasmos que se llevaba un Levante hecho a siglos de amor urgente.

El regreso (sola) en la bruma irreal del insomnio, del brusco cambio de escenario y en el picor rememorado del sexo.

Porque el tuyo ha recordado el lugar y el placer de antaño con esa memoria que no se borra, con esa memoria que quieres borrar con otras carnes que rasguen la tuya (tan de Julio) en este lugar discreto a las miradas, lleno de sensaciones placenteras y amargas. Es una forma de recuperarlo para ti, sin él, que te amó (¿o te folló, Mila?) sobre esta arena, antes de sumergiros ambos en el mar, tras un sudoroso espejismo de amor solar o una vigorosa reyerta de temblores de carne (derrotada) bajo la luna.


Tumbada en la arena, la comezón del recuerdo (él dentro de ti) se asoma tímida e inevitable como el sol sobre la línea del mar. Apartas el pareo y te abres de par en par. Sorbes el aroma primigenio a mar, a hembra y en el primer calor del sol inicias las hostilidades contra tu cuerpo, al que te has prometido no conceder tregua hasta que olvide. Las gafas de sol impiden que te deslumbres. Qué atrás la oficina, qué lejos la rutina.

Cada suspiro un sorbo de mar. Y la línea ininterrumpida del horizonte zarco hasta la arena húmeda lamida como quisieras que te lamieran, como imaginas que lo están haciendo. Una línea continua intuida en los límites conscientes de la visión, rota por algo vertical que la contradice radicalmente. Giras la cabeza y está ahí pasmado por la escena que se ofrece a su mente apenas escapada del sueño, a unos escasos metros de ti, mirándote con rubios ojos de asombro… y te sonríes, Mila, de deseo: asomada a los labios la punta de la lengua que podría estar bebiéndose el mar que rebosa de las valvas abiertas al sol de par en par.

Es joven, un yogurín con aspecto de guiri, el color de sus ojos es una continuación del horizonte y una erección levanta una carpa en el bañador ceñido. Por la altura de la carpa piensas con una sonrisa (in petto) que has tenido suerte. Te dices: no Mila, tú no eres capaz, y con la mano mojada de ti le haces gestos para que se acerque.


El sabor de un cruasán mixto te hace salivar cuando roza tus papilas gustativas como el sol roza tu hombro. La mancha de la mora con otra verde se quita: una conversación tan intranscendente como tantas otras, a la hora del desayuno, en el trabajo. Pero las palabras de Cris se te quedaron clavadas como esas semillas que se aferran a nuestra ropa cuando atravesamos un prado. Quizá porque Julio, para variar, se había comportado como un cerdo; quizá porque estabas a las puertas de comenzar tus vacaciones de verano. Quizá porque me duele demasiado.

El sol debe estar alto y tú aún no has desayunado.


Relajada: todos tus músculos se han olvidado de ti.

Embozos purpuras, rosados, naranjas, amarillos: baldaquín de nubes bajo el que el sol se acuesta sobre su húmedo amante. El beso del crepúsculo eleva en el horizonte la bruma (ya no de insomnio sino de aventura) de gotitas que refrescan tu cara y tus labios, que palpitan con el recuerdo de la mañana: tuviste suerte Mila, una piel tan tierna para comenzar a olvidar, mientras la tuya va tomando el tono que es en ti tan natural cuando dejas que el sol la acaricie.

La luna se asoma con eterno estupor porque otro acoge al amante que nunca será suyo (nunca coincidirán) con eterna resignación porque otro día ha de cedérselo al mar y el frio brillo de la luna te produce un estremecimiento de rebeldía y una reafirmación de que tú no serás una amada desechada que se resigna con su suerte, y la húmeda pregunta de quién será el que abra tu carne esta noche sobre la arena, bajo esta sonrisa de luna llena.

Desabotonas la blusa para que tus pechos se miren en el espejo de la luna…

En el aire conmovido
mueve la luna sus brazos
y enseña, lúbrica y pura,
sus senos de duro estaño.

…no sabes si asiente a las palabras de Federico, sólo sabes que eres sacerdotisa y ara donde se va a consumar la ofrenda de las lágrimas que derramaste por el cabrón de Julio. Tus pezones son antenas que solo dudan un instante, una vibración, hasta orientarse hacia Selene, para que tus jugos fluyan bajo su beso poderoso. No es un sueño, Mila, tu cuerpo para aquel que primero se te acerque. Un varón que lo habite temporalmente, que calme el fuego que la misma conciencia de lo que estás haciendo te produce. Aunque de tu corazón haga collares y anillos blancos.

No tienes que esperar: ellos te esperan.

Son bellos porque se sienten bellos. Como tú el verano pasado sobre esta misma arena, cuando (que claro lo ves ahora, Mila: eres mi yegüita) Julio violentaba tu cuerpo con todos los derechos del conquistador. Qué importante para ti el amor que te inventaste: tan ciega como para no distinguir que para Julio eras sólo una pasión que nacía y moría en ella misma.

Uno es el yogurin de esta mañana (que mirada de amor en sus ojos azules) ¿Así miraba la Mila que quiero enterrar?

Sus caderas jóvenes se acompasan al ritmo de las olas (o así te lo parece, o así debiera ser) te ha brindado en ofrenda al compañero que no te presenta y aceptas por no malbaratar la súplica ilusionada de sus ojos: todo es posible en esta noche, en este lugar unánime de tantas noches imposibles.

El agua refresca y acoge tu cuerpo recién amado. Ha esperado su turno mientras su compañero te habitaba y tú le miras, ¿fascinada?,a los ojos, y es tierno, ingenuamente tierno cuando te reclama, tierno como fuiste tú: tan ciega, Mila, tan ilusionadamente ciega.


Con que sensualidad mordisquea esta noche la luna el lóbulo de tu oreja (hogaño descubierto del pelo que lo tapaba antaño: crin de la yegua que a Julio le gustaba montar) y el vino rubio, deliciosamente frío y el grano de sal sobre la braseada piel del pescado y el golpeteo amigo de las olas, diez o doce metros más abajo, sobre la base de la roca. ¿Era ese tu propósito, Mila? Porque estás recayendo en la Mila que puede enamorarse de una sonrisa ingenua y franca como la de Nino (así has decidido llamarle): no era eso lo que te habías propuesto, sino que Mila regresase de las vacaciones vacunada de su estúpida fragilidad. Acaricias tu pelo corto y suave, decidida a no dejar que ocurra.


Zoco.

Callejones estrechos. Revueltas de esquinas de aventura.

El olor de las especias embriaga, Una piel aceitunada cubre la tuya.

Placer profundo de canela y cardamomo. Antagónicos, la entrega de Nino y el sexo apremiante que te quema que te arrasa como a tierra que sólo merece atención mientras se la hace nuestra. Y tu cuerpo es cuenca de mareas sucesivas, placer repetido como olas imparables una cubriendo a la otra sin darle tiempo a retirarse; y de resacas amargas.

Y miedo.


Fumas un cigarrillo intranquilo. Has sido una loca rozando el lomo del peligro, te regaña el Levante que zarandea los visillos (tus hombros): ten cuidado, aunque tu cuerpo magullado te recuerda que ha sentido como nunca. Has disfrutado como un cerdo en un albañal, ¿para qué querías sino este verano?, sí, tienes razón, tendrás que reconocerle a Cris a tu regreso, porque, reconócetelo a ti ahora, Mila: hasta el peligro que rezumaba con el sudor te ha excitado. E interpreta el aviso. Cuando te vuelves sobre tu costado para apagar el cigarrillo te irrita ver ante ti la cara de Nino. No tienes remedio, te dices al cerrar los ojos.


Esta mañana te ha parecido de un rubio más demacrado que ayer. Y has estado a punto (¿Qué te pasa, Mila?) de romper el silencio que ha acompañado vuestros encuentros. Hoy te ha reservado para el solo. Y has querido castigar en él tu ineptitud, la suya por no ser capaz de traerte el placer de azafrán y cúrcuma. Pero él te ha mirado con ojos de sorpresa, acatando sin protesta el castigo sobre su carne tierna y la nube de tu rabia ha pasado pronto, Mila, para aceptar que te ame como te ama él: en la sublimación de un sueño.


La buhonería de piel café tostado pasa ante tus ojos, como las horas, tendida sobre la arena, como el rostro de Nino y el aroma ríspido de especias, con la repetitiva constancia de un tiovivo en movimiento. La arena del crepúsculo se desgrana bajo tus pies y acaricia, tibia, tus tobillos. El paseo marítimo y sus chamarileos. La caricia familiar del pareo enroscado en tus piernas. Los cuerpos que se te cruzan camino del hotel, nativos y foráneos y la mirada (la mía ¿lo puedes creer Cris?) que evalúa lo visible e intenta adivinar cómo será lo escasamente oculto, que combina y baraja cuerpos con todas las tonalidades posibles de la piel. El collar de conchas blancas rebota sin prisas sobre el caramelo de la tuya.


Nata flotando en la superficie de la leche recién cocida por Rosalia, en la enorme cocina de la infancia. Pan, nata y azúcar: el sabor de su sexo.

Por la puerta contigua al cabecero de la cama escapa el murmullo del agua y te refugias perezosa en las sábanas que aún contienen su olor. Nino lamiendo tu salina ardiente (toda su superficie encrespada) porque su improvisación (de perrillo que sólo anhela servir a su dueña) hace impredecible el próximo contacto de su lengua, pero no, esta lengua es sabia, sabe pulsar cada estremecimiento y es serena sin la precipitación ingenua de Nino, explora, avisa e insiste hasta que consigue libar todo el placer que estaba acumulado en ese (uno tras otro) pliegue de tu piel sensible. Se demora y tantea para enervar otro punto y alertarlo, para que libere las sensaciones que atesora. Nino pretende abarcarlo todo con impaciencia de niño que quiere abrir todos sus regalos a la vez y es la imprevisión la que sorprende, y no el plan deliberado ante el que cada rincón de tu territorio se rindió esta noche. Te pareció bello. Un perfil que te definiste como clásico. Con un aire a Julio y una intrigante serenidad y el mar contenido en los ojos. No te vio o no dio muestras de haberte visto. Y te sorprendiste sin poder apartar la vista de su cara; la caricia del Levante en la terraza del hotel te hizo ser muy consciente del calor de tus mejillas. Los esperabas y sin embargo que sobresalto cuando te encontraste con sus ojos verdes. No habrá prisa en su penetración en tu cuerpo, ni posesión, sino exploración y reconocimiento, no el ansia con la que Nino irrumpe en ti, sí el mismo miedo cuidadoso a hacerte daño, pero con el matiz de una ofensiva sin retirada, que no arrebatará, que aguardará a la alianza de tu piel, a la contracción de tu carne. Y en un gemido te rindes y te entregas y te abres como se raja la cascara de una granada demasiado madura y hay esa dominación viril pero sin el miedo, sólo con el aroma de las semillas de sésamo y cilantro que se tuestan en el calor de tu vientre. No es que no te excite el peligro sino que ahora la sensación es más dulce: sabes que ya no eres tu dueña pero te abandonas sin miedo y se abre una puerta por la que se derrama tu esencia misma, que fluye y refluye en cada avance, en cada repliegue, en cada promesa de regreso, en cada confirmación de llegada. Él te miró sin tomar la iniciativa, sin engallarse al darse cuenta de cómo le mirabas tú, sino sonriendo de la misma forma inevitable con que sale la luna. Te levantas de tu asiento con la copa en la mano. Cuando los pies advierten tu peso tu cerebro te dice que puedes huir y que no quieres hacerlo. Tiras de su mano para que te sigua y te abres en una sonrisa por la que se escapan todas tus prevenciones, si alguna te quedase ya a esa altura. Tu voz te parece el entrechocar de guijarros cuando una ola se retira, la suya no desdice al murmullo del mar acostándose sobre la arena. La copa abandonada y tú convertida en una anfitriona hospitalaria: quieres que no quede ningún rincón que le ocultes, le prohíbas, ninguna puerta cerrada que le impida moverse a sus anchas por la que ha pasado a ser su morada, con la misma prevención que no tuviste cuando le abrías la puerta a Nino, sin el miedo que solo los trallazos ardientes (en acometidas, desde muy hondo) se llevaban cuando la carne color de aceituna alcanzaba algún punto donde habitaba la insania que negaba absurdamente que el hombre que sentías te estaba desgarrando podría producirte desgarros mucho más irreparables, si abandonabas tu sumisión de esclava. Con él puedes asumir que lo eres, voluntaria e intrépida, lo eres, Mila.

Cesa el rumor del agua minutos antes de que entre en el dormitorio con el frescor de un nuevo día, sin olores luctuosos, cargado de promesas. Vestido para abandonar el refugio que mil y una noches (deseas) os acogió esta noche. Te besa muy suave los parpados cerrados y como una mariposa que apenas inclina el tallo de la flor, los labios, y se aleja en una caricia que lo desprende de tus manos con una promesa callada de regreso.

Se aleja y ya en la puerta se vuelve sólo a medias para darte la información que te escamoteo la premura de la noche.

Su voz (pan, nata y azúcar) ha pronunciado su nombre. La voz, Mila, te informa de que se llama Julio. Y sobresalto y respingar sobre la cama, porque tú no crees en casualidades.

La mancha de la mora con otra verde se quita.

Y abrir los ojos de rabia al darte cuenta de que Julio todavía cuenta en tu vida, en mis sueños, al sentir el sabor de la sal decantada anoche por las lágrimas en la comisura de los labios.

Las palabras de Cris se te quedaron clavadas como esas semillas que se aferran a nuestra ropa cuando atravesamos un prado.

Sé que Mila (estúpidamente) le quiere, que aún no he perdido la esperanza de cambiarle.

Es muy temprano y apenas he dormido, cómo me ocurre siempre antes de un viaje.

Una decisión, un café, un cigarrillo, una ducha y la carretera que lleva hasta la playa de antaño. Hasta el chapuzón en el mar tras el sudoroso espejismo de amor solar o la vigorosa reyerta de la carne (derrotada) bajo la luna.

Oportunidad, la última antes de su llamada a mi puerta (imperativa, puntual), de dejar de ser complemento humillado de las oraciones que conjugamos juntos.


La serenidad de enfrentar el horizonte en la dejadez de la mañana, vestida con la responsabilidad de ser sujeto de las oraciones que vas a conjugar sola…

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