Romance a la carta II

Romance a la carta II

Chepert HPN

16/08/2018

[Segunda parte]

Años más tarde, serían mis antiguos clientes los que, entre bromas, se atrevería a confesarme que gracias a esas cartas crocantes pudieron obtener su primer beso, un inocente franeleo, o hasta la sensación de un fellatio primerizo. Algunos de ellos siguieron escribiendo sus propias creaciones, otros simplemente desistieron de las muestras de amor de la etapa pseudo-adolescente. Curiosamente, durante mi adolescencia, nunca me atreví a entregarle una carta en persona a alguna chica. Aborrecía el momento incómodo que se generaba entre el momento de la entrega y el encuentro posterior a la lectura. En cambio, prefería que la carta se entregara por otros medios y pudiera yo disfrutar solamente del aumento de las muestras de afecto, o de la espontánea pasión post-lectura.

Durante mi juventud temprana, me mudé convenientemente a Argentina. Dejé de lado el género epistolar y me refugié en el uso de la poesía a manera de telegrama –por mensajes de texto–. El objetivo era escribir poco, pero que ese poco fuese suficiente. La llegada de la tecnología trajo consigo formas bastante interesantes de calentar pasiones a través de redes y telecomunicaciones. Desde las conversaciones que se balanceaban entre los deseos lujuriosos de las partes, hasta los testimonios de archivos gráficos que inmortalizarían los cuerpos desnudos de los amantes. Pero, sin lugar a dudas, lo más destacable ha sido la rapidez y la ubicuidad para relacionarse con otro. Las limitantes que existían para que dos personas se amaran a distancia se difuminaron hasta el punto de volverse casi imperceptibles. Por otro lado, los verdaderos romances son cada vez más escasos; bueno, al menos éso es lo que aseguran los tradicionalistas (conservadores románticos).

Llegada mi segunda juventud, aún en Argentina, fue Ana la que me rescató del abismo. Recuperé la costumbre de llevar conmigo una pluma y el carnet. Yo la solía llamar Anita debido, principalmente, a su tono de voz agudo y sus gestos infantiles. Las primeras veces, Ella fingía un enojo novelesco, excusándose en que así le decían a su madre y, como cualquier mujer, Anita no se parecía en nada a su madre. Después de un tiempo se acostumbró y lo tomó como un apodo tierno, al punto de sentir que estaba enojado con ella si la llamaba simplemente Ana. Tuvimos un romance que no llegó a ser romance, sería más acertado describirlo como una excusa; una excusa para el contacto sexual. Pasábamos las noches desnudos frente a frente tocando nuestros cuerpos, incluso llegamos a pasar días enteros sin salir de la cama. Post-polvo, yo dormía con la cabeza en su vientre y Ella acariciaba mi pelo con la yema de sus dedos; si llegaba a moverme, Anita despertaba con ganas de redescubrir la sexualidad. Fueron, tal vez, los mejores días de nuestra juventud. Pero siempre fue simplemente éso, una atracción carnal. Intentamos salir a pasear o comer juntos en distintas ocasiones, pero nunca funcionó; el deseo siempre estuvo de por medio, una moneda corriente.

Como lo mencioné anteriormente, fue Ana quien me puso de nueva cuenta sobre los caminos de la literatura. En este caso, recurrí a la prosa; podría pasar horas y horas escribiendo después de habernos encontrado en la cama. Su cuerpo me contaba mil historias y era una inspiración inigualable. Me divertía contando sus lunares, burlándome de los vellos rebeldes que salían en sus piernas cuando olvidaba depilarlos. Gozaba de tener su pelo en mi rostro y del aroma que por las mañanas despedía. Durante una breve época subió un poco de peso y se sentía incómoda al estar desnuda junto a mí… usualmente estaba de mal humor. Se imaginaba el peor escenario y se sentía como si estuviese cercana a la muerte; me preguntaba con ojos mojados si seguiría deseando su cuerpo cuando éste envejeciera, o se deformara por la gordura. Yo me preocupaba más por un posible embarazo, pero nunca tuve el valor de preguntárselo. Le confesé con honestidad que su cuerpo me gustaba cada día más sin importar que engordara o enflacara, o que un granito rebelde invadiera el relieve de su piel, o que una furiosa venita amenazara con convertirse en varice. Yo la amaba a mi manera y, para mí, Ana era perfecta. He releído mis escritos de aquella época e inexorablemente lo recuerdo con nostalgia. Años más tarde, Anita se casaría con un hombre recto, hombre de tablas. Persiguió al fin una vida rutinaria e inició su familia. Hoy es madre de dos nenas.

Anita, en ese tiempo, nunca leyó mis escritos, creo que no le interesaban. A Ella siempre le llamó más el arte visual; pintura, escultura, cine y teatro –en ese orden–. Recuerdo que en nuestra visita a Europa –cuando Ana había recuperado ya su figura–, estuvo todo el tiempo encantada con los edificios, las calles, la gente, los museos y galerías, las esculturas, etc. Era su primer visita a El Viejo Continente… cogimos muy poco. Incluso puedo decir que el viaje deterioró lo nuestro. Siento que Anita se enamoró de las familias que caminaban en conjunto por las calles, de las parejas que paseaban bebés en las carreólas y, en última instancia, de los ancianos que se amaron durante toda su vida y ahí compartían su vejez.

Luego de haber vuelto a Argentina, Ana comenzó a comportarse de forma distinta, tiraba comentarios rastreros que buscaban en ocasiones hacer daño, o hacer una súplica. Por unos meses lo sobrellevamos, pero el sexo no volvió a ser tan apasionante como antes, se había vuelto un trámite. Aquel compromiso del que ambos huíamos, ahora había invadido nuestra cama y, cada encuentro parecía motivado por una obligación.

Ella comenzó a salir con alguien más. Por alguna razón decidió no contármelo, pero era evidente. Ana continuó viéndome, me usaba más como una especie de ayuda espiritual. Cada polvo terapéutico le daba la fuerza para regresar a la cotidianidad de los días. Él también la engañaba y Anita lo sabía. Para ser sincero, nunca pareció estar enamorada de aquel hombre de tablas; me atrevería a decir que no amaba nada de él. Tan solo buscaba el deseo anhelado que yo nunca le pude dar: una familia propia.

Recuerdo vivamente el día en que entró a mi apartamento de la avenida Santa Fé con lágrimas escurriéndole por el rostro. Venía alcoholizada… nunca fue buena para disimular la curda. Me abrazó fuertemente y fue incapaz de hablar por unos minutos. Su cabeza se refugiaba en mi pecho y sus brazos se aferraban a mí, como intentando jalarme y meterse en mí para fundirnos en una sola entidad. Sollozaba inconsolable como si se estuviese ahogando; sus mocos y sus lágrimas humedecieron mi camisa; emanaba un tierno y culposo olor etílico. Cuando estuvo un poco más tranquila, me miró a los ojos con una mirada quebradiza, tan frágil como el cristal. Esa mirada me gritaba suplicando tantas cosas. Sus lágrimas se escapaban como si cada una de éllas llevara una pena inmensurable. Besé su frente y la volví a abrazar. Ahí, parados, con su mejilla pegada a mi pecho, me confesó un “me pidió matrimonio”. Ella era consciente de que yo sabía acerca de su pareja, a pesar de nunca haberlo mencionado. Acaricié su cabeza.

–¿y? –pregunté.

–He aceptado, pero estoy lejos de estar convencida –confesó sin atreverse a mirarme a los ojos–, ¿qué nos pasó?

–Simplemente estabas lista para una nueva etapa y decidiste avanzar. Todos tienen el derecho de soñar con formar una familia, con una mejor vida –respondí sin pensarlo. Curiosamente, era algo que me esperaba que llegase tarde o temprano, pero nunca me detuve a pensar una respuesta.

–¿Crees que algún día pudimos haber sido tú y yo?

–¿Sirve de algo preguntarse éso ahora? –Anita me miró desalmada, suplicante, así como lo había hecho hace unos instantes. Guardó silencio por un largo tiempo y volvió a abrazarme, esta vez con menos fuerza. De a poco se iba haciendo a la idea de dejarme ir.

–Necesito leer lo que alguna vez habías escrito de mí –tomé con mi mano su rostro, acaricié su mejilla y besé ligeramente sus labios sabor cognac. Sus pómulos se ruborizaron, tal vez fue por culpa del alcohol, o tal vez fue por culpa del emborrachamiento de un beso sincero.

–Te quiero demasiado para hacerte éso, Anita –respondí. Años más tarde, accedería a esos escritos a través de un libro publicado comercialmente. Libro que intentó, inútilmente, cubrir las identidades reales de los personajes.

Anita me besó aún lagrimeando. Más tranquilos, tomamos asiento en el living y nos dispusimos a hacer algo poco común en nosotros: platicar. Bebimos vino tinto durante toda la noche, Bordeaux, Château-Latour, 1998… el mismo vino que compartimos la noche en que nos conocimos. Bromeamos un poco. El clima era distinto, la tensión había desaparecido. Ya con los corazones fríos, pudimos conversar mejor. Me prometió que sus visitas –higiénicas y terapéuticas– continuarían hasta el día en que quedara embarazada, después, solo el destino lo diría. Aquella fue una promesa muy linda, pero el destino definió lo ineludible. Efectivamente nos seguimos viendo y seguimos cogiendo hasta el día de su primer embarazo, momento en que pararon los encuentros. Lamentablemente, Ana perdió a su primer hijo. Se sumergió en una depresión de la que le costó mucho salir. Por esos días, no hubo forma de poderla contactar. Agoté todos mis recursos, excepto el de irla a visitar a su casa y tocar a su puerta. No sabría cómo reaccionaría en caso de ver a su orgulloso marido parándose en la puerta, casi como ufanándose de poseer el cuerpo que algún día me compartió Anita.

Ramón, amigo del barrio, me contaría meses después de la tragedia de Ana, que él tuvo la iniciativa de acercar hasta su puerta un ejemplar del libro que recién se había editado. Ese libro, el primero, lo publique con un seudónimo. Así como lo imagina, querido lector, fue una compilación de escritos sobre mi segunda juventud; prosas abiertas, protagonizadas por mi querida Ana. Unos días después de recibir a los pies de su puerta el ejemplar, Ana saldría de la profunda depresión. Estoy lejos de ufanarme una ayuda que no brindé. Soy adepto a otras teorías. Prefiero pensar que su marido encontró el presente en el pórtico y decidió echarlo a la basura sin abrirlo. Puede ser que Ella recurrió a una terapia efectiva por algún gurú curador del espíritu. Cualquier opción es más plausible a que Anita se mejoró gracias a mi prosa… especialmente, porque mi prosa gracias a Ella.

Años más tarde, después de que Ella tuviese a sus dos nenas, Ana me invitó a tomar un café en un bar del centro de Buenos Aires. No hubo referencia al sexo, no hubo referencia a sus días sumida en la depresión, ni a un furtivo libro que se tomó el atrevimiento de aparecer ante su puerta. Me contó que se encontraba muy feliz y disfrutaba muy complacida con su vida burguesa. Sonreí. Ignoré mencionarle que sus ojos aún guardaban las brasas de un deseo que fue reprendido a un sueño eterno; o el ligero agradecimiento que se reflejaba al verme… por un inolvidable y revelador viaje a Europa, o por alguna noche sexual. Nos despedimos y nos fuimos. Le deseé lo mejor para su vida como madre, a Ella y a su familia. Nobleza obliga.

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